Narrativa completa. Juan Godoy. Juan Gualberto Godoy

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gordo y moreno. De rapado bigote. Y ojos celestes, ribeteados del rojo de piure de los párpados. Ahora sí que subirían las apuestas.

      –¿Y el puro?

      –Ha de ser grandazo ahora.

      Rojita el Guatero miró a los hombres desde lo alto de su fama. Y quitaba sin prisa el papel de seda a un puro gigantesco.

      –Tendremos peleas hasta las diez de la noche –dijo un gallero–. Rojita trae un puro largo –lo encenderá con la primera postura. Por de pronto pidió un «ginger ale» con limón al mozo. «Estoy abutagado» –dijo.

      –Tengo un gallito de cuatro-doce –gritó el sargento Ovalle, desafiando a los gringos, desde el medio de la rueda–. ¿Tienen, ustedes, místeres, algo semejante?

      –Yeas, my dear, sure. –y dijeron otras cuantas palabras a arcadas cómo si fueran a vomitar.

      –¡Quinientos pesos!

      –¡Okey! ¡Yeas! –y la pelea quedó concertada.

      Inscribieron los gallos en el Registro, después de pesados en la romana del juez.

      «El Condorito». Gallo cenizopinto. Cuatro-doce.

      «El Quentucky». Gallo girorrenegrido. Cuatro-doce.

      «Apuesta: Quinientos pesos». Estampose también el nombre de los dueños.

      Entretanto, los galleros discutían la calidad de los gallos. Algunos habían visto batirse en el norte al gallo de los gringos. El Condorito del sargento, gallo corredor, había cantado su triunfo varias veces en este mismo reñidero. De igual peso y porte. El cotejo sería, pues, rudo y sangriento. No había por cual decidirse. Habría que esperar los primeros palos.

      Agudizose la atención de los hombres cuando los .gallos fueron puestos en guardia por los preparadores.

      Sonó la campanilla.

      El Condorito cayó bandeado, a pasitos cortos, libidinosos, prendida la pupila de cauterio en la cabeza verrugosa de su adversario.

      Gladiador de raza, el girorrenegrido lo esperaba, picoteando las arenas sangrientas.

      Súbitamente erizaron la recortada golilla, y alargaron sus cuellos, sacudidos de temblores.

      Con vacilaciones de llama, aguzan su furor las cabezas temblequeantes. Subía y bajaba la guardia de los picos ávidos. Mirábanse fijamente. La pupila hostil, acerada de cortante brillo.

      –¡Cien pesos secos al girorrenegrido!

      -¡Pago!

      –¡Cincuenta pesos al gallo giro!

      -¡Pago!

      –¡Quinientos pesos al gallo giro!

      -¡Pago!

      Rojita el Guatero pagaba todas esas posturas. Sin embargo, la plata siempre estaba al gallo de los yanquis.

      En algunos tiros falsos, los gallos acortaron distancia. Trabáronse los picos en floreos cortos y rápidos, de cascoteo córneo. El primer tope sonó como patada de mula. En el aire tibio, unas plumas navegaban su trasvuelo.

      Frescos aún los gallos. Sanos los muslos, la cabeza, el pescuezo.

      En el buche del giro se extendía, como de aceite, una mancha de sangre que advirtió Matías.

      –¡Topo a ochenta con el japonés!

      –¡Pago! –dijo un secuaz de los gringos.

      El Condorito arremetió con denuedo a su adversario, infligiéndole varias heridas, y empezó a correr en torno del ruedo. Tal era su estilo de pelea. Hilillo de sangre resbalaba por un muslo del giro que lo seguía agostándose, la pierna tiesa y prendida. Pero el puntazo no era profundo. El giro golpeaba de atrás con torpeza.

      Sintiéndose cogido, el Condorito zafábase, tirando hacia abajo, torciendo el pescuezo. Las puñaladas cortaban el aire sin tocarlo.

      La plata estaba ahora al japonés.

      Los gringos seguían la contienda ensimismados. Sin gestos. Nada reflejaban sus rostros. Sus pupilas grises, eso sí, cogían los detalles como cámara de cineasta. Y apostaban grueso ahora que los galleros se cubrían.

      Matías ocultaba entre sus manos una cara tenebrosa. Y el sargento Ovalle, con los brazos cruzados sobre el pecho, afirmado en la caseta del juez, manejaba, en su mente, los movimientos de su gallo. Habría que cansar al contrincante y contragolpearlo, aprovechando la caída de sus tiros sin fuerzas por la carrera. Y, luego…

      Los gallos peleaban de frente. Las cabezas carmíneas, teñidas de sangre. El giro atacaba violento, metiendo los cachos hasta las mismas patas. Le deshacía el cuerpo a su adversario que le cruzaba el pescuezo. El Condorito se le escabullía habilidoso; su cabeza pelada, como de buitre, la ocultaba debajo de las alas flojas del giro.

      Rojita el Guatero fumaba su puro, fija la mirada en el jadeo de la riña. Su bocanada azulosa precipitábase hacia un chorro de sol que inundaba de costado el kiosco, con hervores de plata, yedreciendo.

      Los picos trabajaban pertinaces. Los movimientos eran ahora más pausados y exactos. La descarga nerviosa escurría libre por cauces perfectos. Trabajábalo el giro al Condorito, empujándolo con su pecho audaz y duro. Se aferró a un desgarrón de pellejo y plumas sangrantes. Golpeó al Condorito sin largar. Le zurcía el cuerpo a puñaladas.

      –¡Lo torció el giro! –gritó el futre Matías, enrojeciendo hasta los cabellos.

      El Condorito se fue de lado, torciéndose, la pierna rígida; en tanto, el giro buscaba rematarlo.

      El sargento Ovalle dejó caer la cabezota sobre el pecho, su cara estragada y surcada de pliegues agrios. Sus pensamientos tensos sostenían al gallo en la caída.

      Con los revuelos, advirtiose una terrible puñalada en el muslo de Condorito. La sangre le encharcaba todo el costado, goteando por las plumas de las alas. Empezó a correr. Lo traicionaba su propio estilo de pelea.

      –¡Cien pesos secos al giro! –gritó uno del ruedo, envalentonándose.

      –¡Pago! –exclamó Abelardo, con desprecio. Algunos galleros lo envolvían en irónica sonrisa. Abelardo se concentró en la pelea. Tomó aquella postura como un gesto de rabia ante la impotencia, como si diera una bofetada en los morros a aquel canalla vendido. El Condorito estaba deshecho. Su respiración era penosa. Una degollada afiló el silbido de su respiración. Se ahogaba con su propia sangre.

      El cansancio apuntalaba el cuerpo de los paladines. Augusto se bebió de un trago un vaso de chicha.

      Después de cuarenta minutos de lucha, raleaban los tiros, asegurando botes de muerte.

      Rebotaban los picos en las rugosas cabezas.

      El Condorito cogió una picada y metió las aceradas espuelas en el oído del giro que irguió el cuello, picoteando el aire como si cazara un mosquito invisible, el cráneo deforme como vaciado y acribillado de dolores. Batíase siempre. Moriría batiéndose. Cegado, buscaba con el tacto a su adversario. Batiríase en tanto quedara un gallo de pelea sobre la tierra y más allá de la muerte.

      El Condorito mordió otra vez.

      De pronto se rehízo el giro. Tomó una picada, y clavó sus puñales en un delirio de rabia.

      Atravesado de los ojos, como una pelota hirviente de plumas, picos y garras, el Condorito cayó desde lo alto, azotando el cuello en la arena como un gusano loco. La cabeza triturada era un grifo de sangre.

       * *

      El sargento Ovalle recogió una masa de plumas sanguinolentas, de patas rígidas. El cuello del gallo colgaba lacio, el pico entreabierto. Apretaba el sargento contra su pecho esa masa de plumas blanduchas, viscosas, y saliose del ruedo desencajado, los hombros caídos, fijos los ojos en su gallo destrozado y ensangrentado.


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