El jeque rebelde. Heidi Rice
allí? ¿Y por qué vivía solo? ¿O sería aquel un lugar en el que refugiarse cuando alguien de la tribu se quedaba atrapado y solo en el desierto?
«Deja de hacerte preguntas a las que no puedes responder».
Metió el paño en el cuenco con agua y se sentó. El cansancio hizo que, de repente, se sintiese aturdida.
Examinó a su paciente, le tocó la frente. Suspiró. No parecía tener fiebre.
Tras varias horas junto a aquel hombre, siendo testigo de sus pesadillas, no tenía ningún deseo de hacerle más daño del que ya le había hecho.
Se había sentido culpable al principio, pero tras varias horas allí, la vigilia había tenido en ella un efecto extrañamente catártico.
El príncipe Raif la fascinaba, ya lo había hecho en la distancia, pero en esos momentos la fascinaba todavía más, vendado y casi desnudo, con las mejillas encendidas, agotado y con aquellas cicatrices y el tatuaje como prueba de su mortalidad. Cada vez la atraía más.
Un chasquido en la fogata que había fuera de la tienda la sobresaltó. Kasia sacudió la cabeza e intentó salir del estado de aturdimiento en el que estaba entrando.
Él la había llamado hechicera y, a pesar de que tenía motivos para pensarlo, después de que le hubiese disparado, también la había mirado con deseo. Un deseo que a ella la había inquietado y excitado.
La intimidad que se había creado entre ambos durante ese tiempo era solo una ilusión.
El príncipe Raif era famoso, o más bien infame, por seducir a cualquier mujer que le gustase para después dejarla.
El fuego volvió a crepitar y sacó a Kasia de sus pensamientos.
«Te estás precipitando, Kaz».
Era más sensato pensar en cómo le iba a explicar por qué le había disparado cuando se despertase, que en cómo resistirse a sus intentos de seducción.
Se obligó a apartar la mirada de su cautivador cuerpo y a clavarla en el desierto. Estaba empezando a amanecer.
El desierto era otro mundo, salvaje, bello y sofisticado a su manera, pero era un mundo del que ella nunca había formado parte. Siempre había vivido encerrada en el palacio del jeque y, después, en Cambridge.
No había conocido nunca a un hombre como el príncipe Raif.
Se obligó a ponerse en pie, salió a tropezones de la tienda y absorbió la gloriosa belleza de otro amanecer en el desierto. Entonces, fue hasta el corral, dio de beber al caballo y tomó algo de leña. Alimentó el fuego porque sabía que la temperatura no subiría hasta que el sol no estuviese mucho más alto en el cielo.
Al volver a la tienda, clavó la vista en el pecho del príncipe, que subía y bajaba a un ritmo regular. Las pesadillas ya no lo atormentaban.
Se sintió aliviada. Iba a ponerse bien. No le había hecho tanto daño.
Parecía tranquilo en esos momentos, todo lo tranquilo que podía parecer un hombre tan grande y fuerte.
Kasia se tumbó hecha un ovillo a su lado y se echó una manta sobre la camiseta y los pantalones cortos con los que llevaba ya casi veinticuatro horas al notar que el frío de la noche le había ido calando hasta los huesos.
Necesitaba dormir. Y por frívola o romántica que pudiese parecer la idea, quería quedarse a su lado, solo por si tenía otra de aquellas terribles pesadillas.
Apoyó una mano en su corazón. Asimiló su ritmo constante y la punzada de deseo. Tal vez no quisiese quedarse a su lado solo por él, pero ¿qué daño le podía hacer?
Jamás tendría otra oportunidad de tocarlo así y tal vez se lo mereciese, después de todas las horas que se había pasado encerrada, leyendo y estudiando.
–Que duerma bien, príncipe Raif –susurró.
Cerró los ojos, se quedó profundamente dormida, y tuvo varios sueños eróticos muy intensos, asombrosos y embriagadores, pero eso ya no la perturbó.
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