Ciencia y vida. Mi verdad. Antonio Alcaide García
de laboratorio a las 19.00 h tres días a la semana!
El primer curso, 1961-1962, encontré un alojamiento en familia en el barrio de Argüelles. Se trataba de un barrio amable; de hecho, todo Madrid era amable. ¡Hasta los de pueblo nos sentíamos en casa! Únicamente se me hacía dura la lejanía con mi centro de investigación a la hora de transportar libros de estudio y consulta los fines de semana en aquel destartalado e histórico autobús 16.
El segundo curso fue todo más cómodo. La beca del PIO nos dio más seguridad y, por iniciativa de Antonio Cortés, nos aventuramos (bueno, yo le acompañaba silencioso en sus gestiones) a explorar el lujoso barrio de El Viso, no por su elegancia, sino por su proximidad con el CSIC. Y encontramos alojamiento en un chalé acondicionado para recibir estudiantes en la calle Guadiana, 5. Éramos los dos únicos doctorandos y convivíamos con estudiantes de distintas licenciaturas. Convencí a Antonio de que deberíamos dar ejemplo en todo: limpieza en nuestro comportamiento, ahínco en nuestro trabajo diario, independencia de criterio, respeto al que lo merecía, afán de superación. Transmitíamos a aquellos jóvenes que iniciaban sus estudios universitarios la seguridad de que solo así podríamos contribuir a elevar el nivel de nuestro país. Nada nuevo para nosotros que, ya en nuestras conversaciones de estudiantes en Granada, tratábamos de todos estos temas: la libertad, el nivel de estudios de nuestra facultad y el nivel cultural de nuestra universidad. No se nos escapaba hablar de lo indefinible del atractivo femenino, conversación que solía iniciar yo. Siempre era muy seguro en mis juicios y Antonio no dejaba de llamarme la atención por mi forma clara, vehemente —y a veces autoritaria y sarcástica— de expresarme, sin vericuetos ni matices de suavidad, interpretada por mis interlocutores como una demostración y un convencimiento de superioridad por mi parte. No me importa confesar que este estilo, cargado de superioridad, traté de implantarlo en aquellos jóvenes estudiantes y en otros doctorandos que se unieron a nosotros en años venideros. No podía ser de otra manera. La lucha por estos principios y los logros de los dos últimos años de licenciatura en Granada me impulsaban a seguir por el camino de lo que yo consideraba: la rectitud sin fisuras. En Granada quedaron aquellos pequeños-grandes logros que se iniciaron con una separación ideológica del SEU, apoyada por el nuevo rector, el profesor Emilio Muñoz, catedrático de Farmacología en la Facultad de Medicina, quien mantenía que cada delegado de facultad debería ser el mejor estudiante y de más prestigio de cada facultad, independiente del aparato oficial del SEU. Recuerdo que, cuando esto se alcanzó, el profesor Muñoz respiraba feliz diciendo: «Me siento como el presidente Kennedy, rodeado de la juventud más brillante de esta universidad». Estábamos con él los delegados de las cinco facultades existentes en Granada.
Aquella independencia, vista con recelo por la autoridad gubernativa local y por el gran aparato del SEU de Madrid, gozaba del apoyo del rector y sobrevivió con éxito, pese a cierta vigilancia policial casi imperceptible y al envío por parte del SEU nacional de su «hombre de choque» para resolver conflictos, Equiagaray, a hablar conmigo y averiguar qué es lo que yo quería. Y yo quería algo muy simple: libertad, independencia, nivel de estudios y nivel cultural. Creo que aquella visita de Equiagaray a la díscola Facultad de Ciencias, identificada en mi persona, tranquilizó a las autoridades de Madrid.
Se sucedieron algunos acontecimientos curiosos, como la creación de la revista Gaceta Universitaria, cuyo primer editorial lo escribí yo, con un título y un contenido considerados algo «subidos de tono e insolentes». Iba dirigido al Sr. ministro de Educación, a la sazón Rubio y García Mina, y tenía por título: «¿Hasta cuándo, señor ministro?». En él desgranaba las carencias de mi facultad, la de Ciencias. Participé muy activamente en la implantación del cineclub universitario y en todos los días festivos para celebrar el patrón de cada facultad, prestando especial atención a la festividad de San Alberto Magno, patrón de Ciencias. Y, según mi decano, el temible profesor Rancaño, contribuí a la integración de los estudiantes en la estructura y funcionamiento de la facultad. Las autoridades gubernativas debieron de ver al cabo de un tiempo que aquellos cinco humildes delegados de facultad queríamos únicamente colaborar a que nuestra histórica universidad mejorara en todo. Antonio estaba un poco alejado de estos movimientos, pero yo no dejaba de comentar y consultar con él cada paso que daba. Y de esta forma culminamos nuestra licenciatura y aparecimos en Madrid a hacer nuestro doctorado. Yo llevaba una carta de recomendación que, según las autoridades granadinas, me abriría muchas puertas. No tuve tiempo de leer su contenido antes de llegar a Madrid. Iba dirigida a Rodolfo Martín Villa y firmada por el jefe provincial del SEU de Granada. Hablaba muy bien de mí. Una vez leída, la destruí. Comprendí muy joven algo que me persiguió durante toda mi vida: esta sociedad no concebía que se hiciera algo sin esperar nada a cambio.
Tras aquel primer año de despertar a los nuevos estudios de doctorado, estábamos en aquella residencia con una veintena de jóvenes estudiantes universitarios, a los que me había propuesto servirles de guía y modelo. Establecí un plan riguroso de estudio, incluyendo un día de descanso semanal con salida al centro de Madrid. Todo era voluntario, pero la gran mayoría se integró en aquel plan. Tengo grandes recuerdos de aquellas salidas semanales. Recalábamos en un bar llamado Sherry, cercano a la plaza de Callao; yo era el responsable de que todo se desarrollara con normalidad y de que todo el grupo volviera a Guadiana, 5 en orden y sin estridencias.
A veces recalábamos en Las Palmeras, sala espectáculo con señoritas que eran exhibidas en la pista central de baile por un personaje único, cojo, con una pata de palo, que bailaba su irrepetible tango de letra:
Pobre de mí, ¿qué voy a hacer?
Con las mujeres no me puedo contener.
Las casadas, las viudas, las solteras,
para mí todas son peras
en el árbol del amor.
Este baile nos indicaba que debíamos regresar ya a casa. Lograba siempre que mi grupo abandonara el local, a veces con dificultad. Alguno se había dejado llevar por los encantos femeninos y me costaba alguna discusión poner punto final a aquel «momentáneo embelesamiento».
La Residencia de Estudiantes
A espaldas de la sede oficial del CSIC, noble edificio con espectaculares columnas, se encontraba la inexpugnable Residencia de Estudiantes, otrora famosa por ser un faro cultural que alumbraba no solo a España, sino a muchos países cuyos intelectuales venían a este centro incomparable de intercambios culturales y científicos en la Europa de entreguerras. Sería interminable mencionar los grandes nombres que frecuentaban la residencia desde su fecha de fundación por la Junta de Ampliación de Estudios en 1910. Su emplazamiento definitivo en la Colina de los Chopos se estableció en 1915, tras un rápido paso por la calle Fortuny.
He utilizado la palabra inexpugnable refiriéndome a la época negra de esta ejemplar institución. Yo, becario de investigación que estaba el día y parte de la noche en mi laboratorio tan cercano, pasaba por ese edificio que me parecía inabordable. Contigua a la entrada principal existía una vivienda custodiada permanentemente por dos «grises». Se decía que era la vivienda del director, el profesor Lorenzo Vilas, catedrático de Microbiología y reputado personaje político en el régimen de Franco. Pretendía pedirle que algunas de las muchas habitaciones desocupadas en el edificio central de la residencia fueran asignadas a los doctorandos de los laboratorios cercanos del CSIC que lo solicitaran. Nunca pude realizar mi petición. Aquella residencia semivacía seguía siendo un bastión inexpugnable en los comienzos de aquel curso 1963-1964. Comprendí más tarde que los orígenes de la residencia, su estrecha relación con la Institución Libre de Enseñanza y sus principios básicos de «ser una casa abierta a la creación, el pensamiento y el diálogo pluridisciplinar» eran motivos más que suficientes para dejar sin oxígeno a esta institución en aquel mundo de pensamiento único en el que vivíamos. Cuando supe que por allí había pasado lo más granado de la intelectualidad me hacía cruces: Einstein, Marie Curie, Falla, García Lorca, Ramón y Cajal, Unamuno y muchos otros habían estado allí. ¡Algo había que hacer!
Era por entonces ministro de Educación el profesor Lora Tamayo, gran químico orgánico que supo enseñar y crear escuela de investigadores y profesores universitarios. Era