Una emigrante bajo la Torre Eiffel. Sectiva Lozano Aguilera

Una emigrante bajo la Torre Eiffel - Sectiva Lozano Aguilera


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misma iglesia donde me concedieron la fe: la iglesia de la Consolación de Utrera.

      DE CATALUÑA A ANDALUCÍA

      Dejando a mi madre ya bien instalada, con su querido hijo Antonio, en la Vega de Antequera y disfrutando de su corral de gallinas (que seguramente le traía viejos recuerdos de juventud, de cuando se encontraba con mi padre en la oscuridad en el gallinero de Leonor), pero sobre todo disfrutando de un retiro bien ganado de sus muchos años de cocinera en el hospital de San Juan de Dios de Antequera, me dispongo a reflexionar sobre mi nueva vida y esta identidad recién estrenada que no sé aún cómo manejar. Una cosa es «certera»: a mí Argentina me espera.

      —¡Aunque Mari y mi madre se habían confabulado las dos para impedir que me fuera! Aún me quedaba un mes y pico de vacaciones para estar con ellas, pero me habían buscado toda clase de trabajos para retenerme a su lado y, a decir verdad, en mi fuero interno Argentina me daba un poco de miedo, por lo que me dije: «Tan poco pierdo nada en escuchar sus proposiciones».

      Una de ellas se trataba de una bolera que se abría en los baños del Carmen, en el Palo. Medio en broma y medio en serio, mi hermana me convenció para que aceptara trabajar allí, por lo menos para probar, y así lo hice. Lo primero que pensé fue: «Si esto no marcha, siempre puedo volver a Barcelona». Y con mi nuevo pasaporte en mano vuelvo a Barcelona a recoger mis cosas y a despedirme de mi señora Anita. Es domingo y me lleva al teatro que sabe que tanto me gusta; lo que ella quiere es engatusarme para que no me vaya.

      De lo que no cabe duda es que yo soy joven y aventurera y quiero comerme el mundo. Mi decisión está tomada, será Argentina, donde nadie me conoce y donde nadie nunca más me llamará Consuelito. Esos eran mis propósitos, pero claro, sin contar con mi hermana Mari y su poder de persuasión, que es un poco bruja y lee el porvenir, asegurando que mi vida estará aquí en Málaga.

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      Es el año 1953, tengo diecisiete años y estoy en Barcelona, donde trabajo desde hace cuatro años en el bar de Anita Zafón, en la calle Rosellón.

      Mi hermana Mari me enseñará toda Málaga, ciudad que yo encuentro muy bonita, medio pueblo y medio capital.

      —¿Ves Consuelito como, además de Barcelona, hay otros sitios en el mundo para vivir? ¡Por favor, no te vayas que solo quedamos tú y yo como hermanas!, ¿no es maravilloso?

      —¡Sí, es maravilloso, pero yo ya soy más catalana que andaluza y, además, allí tengo un empleo esperándome!

      —¡Piensa en mamá! Que está muy delicada de salud, ¡no te vayas! Además, te arrepentirás toda tu vida de irte tan lejos. Tú eres aún muy joven y no conoces las maldades del mundo, como la trata de blancas y todas esas cosas horribles que se escuchan por ahí. ¡Mira, Consuelito!, quédate conmigo y ya verás que aquí serás feliz en cuanto te acostumbres un poco más al carácter andaluz!

      —Voy a intentarlo a condición de que no me llames más Consuelito. ¡Me llamo Sectiva y así será de ahora en adelante! ¡Además, me quedaré si encuentro un buen empleo!

      —¡Uy!, por eso no te preocupes, ahora aquí hay empleos a montones, tú en Barcelona trabajas en un restaurante. Bien, pues aquí ahora es la moda de las cafeterías y en todas partes meten a chicas como camareras. ¡Tú de eso entiendes un rato!... Y, además, no te has fijado en los malagueños, que son todos guapísimos, y, dicho sea de paso, ya es hora de que te eches un novio. A propósito, ¿qué edad tienes ya?

      —Voy sobre los veinticuatro.

      —Uy, Dios mío, ¡pero si ya eres «casi» mocita vieja! ¡Venga, venga, a ponernos guapas! Una buena biznaga en el pelo, que huele a gloria, y a buscarte un novio andaluz, que son más graciosos que los catalanes.

      —Valiente labia tiene mi hermana, me abruma con tanto discurso.

      A los dos días Pepe Luis llega eufórico con su portafolios de cartero a cuestas y nos cuenta que él ya tiene varias entrevistas de empleo para mí.

      Desde luego que se han puesto los dos manos a la obra para que me quede. Creo que me va a ser muy difícil escapar de aquí y, sobre todo (pero eso yo no lo sé aún), escapar de mi destino, que según me ha vaticinado mi hermana (en ocasiones echa las cartas), está en Málaga y me saltará al paso en cualquier esquina.

      Al día siguiente, a las dos de la tarde, subida en mis zapatos de tacón (para parecer más alta), voy a la primera entrevista de trabajo y para mi sorpresa me cogen a prueba una semana, después de la cual todavía me quedarán quince días de vacaciones, ya veremos qué pasa.

      Primera sorpresa: la encargada me pregunta si tengo traje de baño. Como yo arqueo las cejas en señal de pregunta («¿para qué?»), la señorita de turno me dice:

      —¡Ah!, ¿pero no se lo han dicho? Usted va a trabajar en la bolera de la playa en los baños del Carmen en el Palo.

      —¡Se supone que iba a trabajar en la cafetería de camarera!

      —¡No, para nada! Usted va a anotar los tantos que cada jugador marque en su línea de juego.

      —¿Y eso cómo se hace? —De pronto me tutea y me dice:

      —No te preocupes, ya te enseñaré yo mañana por la mañana. Preséntate aquí a las diez y tráete tu bañador porque tu trabajo se desarrolla en plena playa.

      Para mis adentros me digo: «Nada más apropiado para el mes de agosto». En fin, veremos cómo acaba todo esto. Espero que no me haga contar las olas del mar. Cuando se lo cuento a mi hermana se ríe, pero los andaluces se ríen por todo. Yo en cambio no me río por nada, pero ella no lo entiende, y es que el carácter catalán que yo tanto he adoptado es mucho más serio que el andaluz.

      Cuando me pongo el bañador para ir a «trabajar» me encuentro ridícula, aunque Mari me encuentra preciosa.

      —¡Uy, tienes un cuerpo magnífico! Eres chiquita pero bien proporcionada, seguro que en una semana descuelgas un novio.

      —¡Muy graciosa!, pero ¡qué manía con casarme, yo nunca he sido chica de novios! Con la señora Anita pasaba lo mismo, siempre me estaba buscando novios. Hasta quiso emparejarme con Fermín, el chico de al lado que nos servía el carbón, y a mí lo único que me importaba de él solo era su moto, que me paseaba por Barcelona. Pero cuando el chico quiso pasar a mayores yo le paré los pies y así se quedó mi futuro posible novio.

      A las diez en punto, forrada en mi bañador y con lápices de colores en mano, estoy en mi pupitre de trabajo. Pero esta vez frente al mediterráneo con Málaga al fondo. Patricia, mi instructora, me dice:

      —Ya verás, es sencillísimo, cuando el jugador del lado azul haga un tanto, lo apuntas en el lado azul; si es un strike, le haces una cruz, y lo mismo para el que juega en el lado rojo. Al final de la partida se cuentan los strikes y se suma todo, y el que haya hecho más tantos es el ganador. A ti solo tienen que entregarte los tiques que habrán comprado en ventanilla para ocupar la bolera.

      Sentada en mi pupitre, lápiz y cuaderno en mano, ceñida en mi bañador (que me hace unas tetas en chuzo de punta), me siento mal. Estoy rara, no es la idea que yo me hacía de un buen trabajo, pero aquí estamos en Andalucía, donde la gente ríe por nada y donde el mar y el sol se abrazan todo el día como en un idilio de amor y donde yo tengo la impresión de que no encajo.

      En la bolera solo juegan hombres (no sé por qué), además tengo la impresión de que, más que a jugar, vienen a lucir palmito porque se contonean como niñas bobas y sus bañadores son más cortos los unos que los otros. Al del taparrabos «Tarzán» tendré que vigilarlo más de cerca porque se toma mucha familiaridad. Al final de la partida viene a ver su hoja y me pone las manos donde no debe, me levanto y le digo:

      —¡Oye, guapo!, ¡las manos se las pones a tu hermana en el culo que en el mío mando yo!

      —¡Pero mira esta cursi!, eso quisieras tú, que yo te toque.


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