La espiral infinita. Jana Crespo
Había sido una estupidez ir a la comisaría. En ese momento me di cuenta de que no estaba razonando con claridad, me sentí idiota. Acababa de hacer el ridículo y de ponerme en evidencia.
Salí de allí sudando. No miré atrás cuando crucé la puerta; pero intuía las miradas de desprecio. Me sentí asqueado, con ganas de vomitar. Tenía la sensación de estar completamente cubierto con papel de celofán y me estaba asfixiando. Me acababan de tomar por tonto y eso me irritaba profundamente. En ese momento lamenté no tener una pistola; habría entrado de nuevo en la comisaría dando tiros al aire y seguro que de esa forma me habrían dicho lo que quería. En vez de eso, me quedé como un gilipollas en la puerta, con mis ojeras, mis dudas y mi dignidad por los suelos, sin saber muy bien qué hacer. Tuve ganas de llorar.
Seguí caminando hacia ninguna parte. No sabía dónde vivía ahora Sandra. Seguramente se habría mudado. Ella pensó que quería matarla. Se equivocaba. No era un asesino, o al menos eso creía. Sin embargo, Sandra, la esquiva y complicada mujer con quien había convivido, lo tenía claro. Eso fue lo que más me dolió. El hecho de encontrarla con él, también. Cuando llegué y los vi, no pude reaccionar. Estuve paralizado mirando la escena a cámara lenta. Tenía la sensación de que el tiempo estaba esperando por mí, congelado. Ese momento no quedará entre los mejores de mi vida. No tengo armas en casa, así que cogí un cuchillo de la cocina. Fue un impulso. Nunca supe reaccionar bien ante las sorpresas, tengo la habilidad de escoger la peor de las opciones. Lo que sucedió después apenas lo recuerdo. Eso fue lo que argumentó el abogado que me libró de una pena de seis a diez años por tentativa de homicidio. Me impusieron una pena de dos años y una orden de alejamiento de por vida. No llegué a pisar la cárcel. Era mi primer delito y no tenía antecedentes. No me importó demasiado. Asistí al juicio desmotivado y sin ningún interés por lo que hicieran conmigo. Había perdido totalmente mi autoestima.
Mientras caminaba miré mi reflejo en un escaparate. Veía a un fracasado en todos los aspectos. Antes de todo eso yo era una persona corriente. Trabajaba en una empresa de software haciendo implantación de aplicaciones en empresas clientes. No era el mejor trabajo del mundo, pero me gustaba y lo hacía bien. Después del juicio me dijeron que no podían permitirse tener en plantilla a una persona conflictiva, políticas de empresa. Mis compañeros hasta entonces no se molestaron en disimular su desagrado. Ni uno solo se acercó a desearme suerte. No volví a encontrar empleo, aunque para ser sincero no me involucré demasiado en la búsqueda. Estuve muy ocupado sintiendo lástima de mí mismo a tiempo completo. En cuanto a mi familia tampoco llevó bien el tema. A mi padre no lo había vuelto a ver desde el incidente. Mi madre sin embargo sufrió mucho por mí. No eran un matrimonio bien avenido. Ella estaba siempre a su sombra, no tenía opinión, era una mujer frustrada e insatisfecha. Mi padre era un cabrón que me detestaba. No me importó la indolencia de mi padre a la que ya estaba acostumbrado. Sí la desolación de mi madre en el juicio. Eso me rompió el corazón.
Seguí dándole vueltas a la cabeza un buen rato. Era el momento perfecto para llamar a un amigo. Me hizo gracia que fuera precisamente eso lo que me recomendó el poli. Pero había un problema, ya no tenía amigos. Mis conocidos se pusieron de parte de mi ex. Se dice que los amigos no juzgan, solo aceptan, y yo nunca tuve ese tipo de conexión con nadie. De niño era bastante solitario y fui un adolescente introvertido y acomplejado. No guardaba grandes recuerdos de ninguna etapa de mi vida. Estoy seguro de que me mi padre me despreciaba y no tuve hermanos con los que compartir ese privilegio. Yo nunca quise tener hijos, tenía miedo de ser igual que él. Hubo un tiempo en el que Sandra intentó hablar de ese tema, me cerré en banda en todo momento. Quizás fui un cabrón egoísta al actuar de esa manera.
Ya nada de eso importaba, solo eran pensamientos inútiles que no me llevaban a nada. Tenía que concentrarme en mi objetivo, tener la mente clara. Volví a casa sin respuestas, pero con la convicción intacta. Al entrar de nuevo en el piso me pareció todavía más feo. Pensé en lo mal decorado que estaba, no había nada interesante, ni rastro de esas cosas que hacen de cuatro paredes un hogar. El típico calendario colgado en la pared de la cocina con algunas citas, fechas importantes marcadas con rotulador, el cajón con facturas de la luz, la caja de galletas llena de objetos absurdos que no sabes dónde meter, todas esas cosas que vamos dejando como el rastro de los caracoles allí por donde vamos viviendo. Nada de eso, allí solo estaban los muebles y la suciedad. Todo era impersonal. Esa casa no tenía alma, y yo tampoco. Estos pensamientos me estaban deprimiendo. Caí rendido en la cama.
2
Había dormido a pierna suelta y me sentía descansado. Tras una visita al lavabo, preparé un café. No sabía qué hora era, quizás media tarde, daba igual. Lo único importante de este día era que iba a conseguir avanzar en mi búsqueda. Me tiré en el sofá libreta en mano. Empecé a anotar los nombres de las personas que conocían a Sandra y podrían aportarme algo de información. Por supuesto, anoté a su madre. Era una mujer fría y bastante engreída. No me gustaba nada. Siempre sentí que le parecía poca cosa para su hija. Obviamente, no iba a llamarla. La taché. ¡Empezábamos bien! Continué con los amigos comunes. Todos resultaban poco apetecibles para una llamada, y sabía que ninguno de ellos iba a darme lo que necesitaba. Repasé y repasé en mi mente las personas con las que habíamos coincidido durante nuestra vida juntos. Tras un buen rato dándole vueltas, no había anotado nada. Cerré la libreta.
Salí a la calle a despejarme. Caminé sin rumbo fijo, estaba anocheciendo y resultaba agradable caminar bajo ese cielo. Tenía ganas de entrar en un bar, hacía mucho tiempo que no tomaba una copa. No tardé mucho en ver uno, parecía un antro, pero al fin y al cabo tampoco iba vestido de etiqueta. No me fijé en el nombre; en el barrio todos los bares tenían nombres anodinos, nada que mereciera la pena recordar.
El local era horrible, una barra vieja, decoración pasada de moda, mesas baratas distribuidas sin gracia. La limpieza brillaba por su ausencia. Me senté en un asqueroso taburete en la barra y enseguida se acercó el camarero, cuyo aspecto hacía juego con el resto del tugurio. Le pedí una cerveza, que me sirvió enseguida. Al menos no era un pesado de esos que dan la murga con comentarios absurdos acerca del tiempo. La cerveza estaba fresca, me relajé.
Tras un rato ocupado en mis cosas, noté que a mi lado se había sentado un tipo. Me miraba fijamente, incomodándome. Era un hombre de unos cincuenta años, mal vestido, con unos rasgos duros, el típico perdedor que se dedica a emborracharse hasta perder el conocimiento. Jamás le hablaría a un tipo como ese, pero él se había fijado en mí por algún motivo. No sabía lo que quería ni me importaba, estaba decidido a quitármelo de encima cuanto antes y seguir con mi cerveza tranquilo.
—¿Se puede saber qué miras? ─le dije.
— ¿Tú que crees? ¿Eres tonto o qué?
Su respuesta me dejó descolocado. Ese imbécil me estaba insultando, así de buenas a primeras. Pensé que buscaba pelea; estaría frustrado por su mierda de vida y querría desahogarse conmigo. No le iba a dar el gusto. O sí.
—Ya sé que me miras a mí, idiota. Lo que quiero saber es por qué —largué con cierta chulería.
—¿Cómo? ¿A quién llamas idiota? —dijo visiblemente irritado.
—No eres muy listo para darte tantos aires. Si digo idiota mirando hacia ti, te lo digo a ti. ¿No os enseñan nada en la cárcel? —Lo empujé levemente con el brazo—. ¡Pírate y déjame en paz!
Se produjo un silencio tenso. Notaba su mandíbula rígida, iba a arrearme. Solo tenía unos pocos segundos para decidir mi siguiente movimiento y no tenía ni idea de qué hacer en esa situación. No hice nada. Me quedé allí, pasmado como un espantapájaros mientras aquel tipo se preparaba para descargar sobre mí su ira. Me arreó fuerte, en la cara y con el puño cerrado. Ese día comprendí por qué dicen eso de que el que golpea primero lo hace dos veces. ¡Vaya que sí! Lo que recuerdo de ese momento fue el sonido. Los puñetazos en la cara hacen un ruido tremendo, como si te partieran los huesos. No me tumbó. Estaba de pie, frente a él, dolorido y con cara de bobo, pero seguía allí como una ramita de bambú que se dobla pero no se parte. Al fin y al cabo, era más duro de lo que yo mismo pensaba. El hombre estaba un poco desconcertado, no esperaba que yo aguantara