Vístete para tu mejor vida. Karen Dawnn

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       Para Rosa-Lee “Baby Cooper” Cooper

      INTRODUCCIÓN

      La historia de mi estilo

      Nos deleitamos con la belleza de la mariposa, pero rara vez admitimos los cambios que ha sufrido para alcanzarla.

      —Maya Angelou

      ¿Qué pasaría si te dijera que la moda es una forma inmediata, sólida y confiable de sentirte con mayor control de tu vida? ¿Si te dijera que hay formas de combinar tu ropa con tu estado de ánimo, usar accesorios que evoquen bienestar, reducir la ansiedad por medio de opciones de color y tela, proyectar poder cuando más lo necesitas? La ropa nos puede ayudar a mantener nuestra identidad cultural, incluso cuando nuestro entorno exige que nos integremos a él. A la inversa, puede ayudarnos a encajar cuando sea una ventaja hacerlo. Con todo lo que he descubierto acerca de la psicología del color, no puedo esperar para ayudarte a escapar del estancamiento del estilo, crear uniformes cuando éstos sean útiles, prevenir el temido sentimiento de “no tengo nada que ponerme”, refrenar los comportamientos de compra compulsiva y evitar las tendencias que no funcionan para tu estilo de vida o tu presupuesto. ¿Qué pasaría si te dijera que la ropa te puede ayudar a salir del abatimiento? La moda no carece de significado. Muy lejos de ello. La moda es la voz que usamos para manifestarnos ante el mundo.

      Desde el momento en que pisé Manhattan me sentí en casa. El ritmo era simplemente agradable. Ya estaba acostumbrada a un estilo de vida de esfuerzo y trabajo, lista para equilibrar las rigurosas demandas académicas con mis pasiones creativas. Cuando era niña era cantante, estudiaba ópera y teatro musical en la Escuela de Artes de Cleveland. Siempre había destacado en mis clases —incluso me adelantaron de año y no cursé quinto—, gracias a mi mente curiosa y a mi deseo interminable de complacer a mis padres. El éxito significaba mucho en mi familia, sobre todo para mi papá, que era un inmigrante jamaiquino que trabajaba como conserje en una secundaria. Mi mamá era asistente administrativa en un hospital, y nos criaba casi sola a mí y a mis hermanos, porque mis padres nunca se casaron. Mi hermano mellizo y yo íbamos y veníamos entre las casas de nuestros papás: entre semana con nuestra mamá y los fines de semana con nuestro papá. (Mi hermano pequeño es hijo de otro padre, al cual él visitaba por separado.) Estudiar duro y aparecer en el escenario me identificaron como “la intérprete” y “la temeraria”, lo que ayudó a distinguirme de mis hermanos, que son más tímidos y reservados.

      Pero definitivamente el hecho de ser el centro de atención creaba cierta tensión entre mis compañeros y yo. Un chico que me criticaba en la secundaria por mi apariencia (era alta, delgada y usaba lentes), quince años después me encontró en Facebook y me invitó a salir. A una chica en particular (mi “mejor amiga” que era todo menos eso, ¿ya sabes qué tipo de amiga?) le encantaba hablar de su ropa de diseñador y me preguntaba deliberadamente sobre la mía. Yo no tenía ese tipo de ropa. Mi papá creía que las etiquetas elegantes eran un desperdicio, porque uno podía comprar el mismo artículo —sin el nombre de la marca— por una fracción del precio. En la preparatoria me acosaban por tener una voz operística y no una voz “de iglesia”. En la universidad, una chica de la fraternidad se burlaba de mí despiadadamente porque decidí raparme y después, en época de frío, por usar mascadas en la cabeza similares a los hiyabs de las mujeres musulmanas. Aunque todo esto me provocó mucha inseguridad, siempre sentí una necesidad imperiosa de desafiar las normas a través de mi aspecto. Ser creativa con mi estilo, usando cualquier cosa que tuviera en mi clóset, fue una gran fuente de placer. Las buenas calificaciones y las audiencias para ser porrista eran afirmaciones externas de que yo pertenecía ahí y que no estaba fuera de lugar, como mis acosadores me habían hecho creer.

      Así que, cuando comencé mi posgrado en Columbia, seguí la fórmula en que confiaba. Estudiaba duro, trabajaba duro y decía que sí a todos los trabajos de modelaje que me proponían. En mi tiempo libre, diseñaba y hacía joyería dramática con perlas y plumas, y estrené mi línea Optukal Illusion (#truth). Hice algunos nuevos e intensos amigos, quienes modelaron mis creaciones para fotografías promocionales. También fui voluntaria en el Centro Barnard/Columbia de Apoyo contra la Violencia y Crisis por Violación. Sentí ese trabajo como un llamado y más tarde se volvió más significativo de lo que jamás hubiera previsto. Yo era lo que mis profesores llamarían una emprendedora ambiciosa. Al ser una de los pocos estudiantes negros en el programa y de provenir de un entorno de clase media baja, sentía que tenía algo que demostrar.

      Estaba motivada, enfocada y trabajando a todo lo que da. Con gran entusiasmo me acerqué a varios profesores para pedirles su consejo, vendiéndoles la idea de que yo tenía práctica en psicología de la moda, con la esperanza de que me ayudaran a conseguir trabajo. Pero por lo que me di cuenta en aquel entonces, ese campo no existía. Una profesora me dijo que mi currículum era como un 50/50, con la mitad de mi experiencia arraigada en el mundo de la moda y la otra mitad en el mundo de Freud. Ella me conminó a buscar un puesto de nivel básico como asistente de una estilista de celebridades muy conocida. Pero esa estilista tenía la pésima reputación de destruir a los clientes antes de reconstruirlos con un cambio de look. Su enfoque no iba del todo conmigo. Tampoco parecía una mujer progresiva, dado que ya estaban surgiendo en la cultura pop los mensajes de aceptación de uno mismo, de pensamiento positivo acerca del cuerpo e inclusión, aunque aún no se habían masificado en la industria de la moda en aquel momento.

      De todas formas, aunque no era fácil encontrar el tipo de trabajo en el que yo creía, no podía dejar de lado la noción del estilo de dentro hacia fuera. Me parecía obvio que uno debería reconocer el perfil humano de un cliente: explorar su historia emocional, su entorno familiar, su autoestima y todas esas cosas personales que me atraían de la psicología, para comprender cómo afectaban a su aspecto. Quería estar involucrada con todos los demás y también ayudarlos a ganar confianza con prendas maravillosas. La gente y la moda me fascinaban con igual placer.

      Comencé a hacer por mi cuenta esta combinación de psicoterapia y asesoría de guardarropa, primero con mis amigos y familia y después con amigos de mis amigos. Se corrió la voz y mi directorio de clientes comenzó a crecer poco a poco. Pero mi camino hacia el éxito no ha sido fácil. Mi idea de crear esta nueva disciplina psicológica sigue inquietando al ámbito académico, y algunos de mis colegas me llaman “psicóloga pop”. Pero como dicen las mujeres poderosas ahora: Aun así, persisto. Después de todo, no se puede aprender a ser persistente sin resistencia. Y siempre recuerdo que la gente a la que le rindo cuentas es a la que quiero ayudar: mis clientes, mis estudiantes y ahora tú. Ellos —y tú— son mi Estrella Polar.

      El tiempo que pasé en Columbia fue fundamental para ayudarme a pulir mi mensaje y clarificar mi misión. Llegué a definir psicología de la moda como el estudio y el tratamiento de la manera en que el color, la belleza, el


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