El desaparecido. Franz Kafka
trata de dificultades que Kafka resolverá solo tras el abandono del proyecto de “Descripción de una lucha”, relato del que, en su momento, solo se publicaron dos pasajes en una revista literaria alemana y, en Contemplación, unos pocos fragmentos. Esta colección de textos breves, la primera publicación en libro de Kafka, recoge otras redacciones antiguas. Kafka juzga a esta brevísima colección como un librito “no muy bueno”. Hay que escribir algo mejor, le dice a su prometida Felice Bauer en una carta de septiembre de 1912, apenas publicada la colección y en pleno proceso de gestación de El desaparecido. En la depuración a la que fue sometida esa breve antología se ha borrado la especificación del espacio, sea Praga o sus alrededores; callejas, ríos y puentes aparecen sin nombre determinante. El protagonismo todavía está en el yo o en el nosotros; son textos íntimos que aún dependen del sistema de la interioridad que Kafka ha desarrollado –y lo seguirá haciendo– en los diarios, cuyo registro comienza en 1910 y cuyo tema central, además de la obligada referencia a la propia persona, es la escritura.
Kafka se estudia, se disecciona, se recompone; teje especulaciones, hace cálculos de lo que vendrá. Hacia 1910, ha comenzado a establecer un sistema del vivir que combina reducción y expansión: reducción de la vida y expansión de la escritura. Trabaja desde hace un tiempo como funcionario en el Instituto de Seguros de Accidentes Laborales para el reino de Bohemia, tras un breve paso por el mundo inhabitable del negocio de los seguros privados. Como discute con su amigo y mentor Max Brod en cartas y encuentros, “la oficina” amenaza con obturar bajo su órbita –de seis horas diarias, frente a las tantas más del comercio– el proyecto literario que necesita, para hacerse real, ocupar el lugar central del esquema de la vida. Entonces, Kafka empieza a introducir su orden: ir a la oficina –donde forjará con los años una reconocida carrera de funcionario–, volver a casa, dormir por la tarde, cenar, dar un paseo y regresar a su cuarto para escribir. Un resto, con suerte, será dedicado nuevamente al sueño de madrugada. Se trata de una esgrima con las horas, y la crónica de esos días, que mantendrá hasta casi el final de su vida, es la de la claridad y la del lamento.
El yo que no escribe es un montículo de paja, cuyo destino –antes del “vuelco” de 1912, en la primavera de 1910– no es otro que prenderse fuego cuando llegue el verano. Por ese entonces, aquella esgrima se daba también por la fuente de la escritura: todavía la imaginación, las ocurrencias, no salían de la raíz sino del medio del tallo, según la metáfora del propio Kafka en sus diarios. Y hacía falta la radicalidad de la raíz para que la escritura fuera verdadera. ¿Pero de qué radical se trata? Ojalá fuese como los artistas japoneses, piensa Kafka –estuvieron de visita en Praga ese año–, que son capaces de trepar una escalera sin mayor sustento que el de otro artista que la sostiene con los pies. El mismo diagnóstico de inestabilidad le corresponde al yo: “¿por qué no me quedo en mí?”. Nada se sostiene como debiera. Al año siguiente decide comenzar de nuevo, como un infante que empieza a caminar. Ya no debe escribir como antes, cuando lo representado debía estar “palabra por palabra” unido a la propia vida (19/1/1911). En este contexto de sus reflexiones en su diario, aparece la primera mención de un antiguo proyecto de novela donde el tema “América” entra en foco: dos hermanos luchan entre sí, ante lo cual uno se va al otro continente –al continente otro– mientras que el segundo permanece en una “prisión europea” –en Europa como prisión–. La narración planificada se concentraba en el prisionero, la cárcel, sus corredores, en el lugar autóctono y no en el lejano mundo nuevo, según recuerda Kafka de su antiguo proyecto. Un año más tarde la ecuación se invertirá, y en la división bíblica de la dicha y la desdicha entre hermanos, El desaparecido se enfocará en el afortunado que parte al nuevo continente. Para entonces, Kafka ha descubierto un carácter particular de su inspiración. “Cuando escribo una oración cualquiera [es decir, por fuera de un relato específico] por ejemplo: ‘Él miró por la ventana’, ya está perfecta” (19/2/1911). Esta es la fuerza de lo clásico, una oración suelta que se sostiene en sí misma, a diferencia del yo. Pero el niño que debía comenzar todo de nuevo en 1911 no logra tan fácil ese comienzo; tiene un cuerpo demasiado largo para ser recién nacido, para el cual la circulación de la sangre no alcanza o solo a duras penas. Al mismo tiempo, la atención también se posa sobre el cuerpo de los otros. En las páginas del diario se suceden las descripciones de caras, de rápidas caídas de la línea de la nariz, de movimientos de brazos que aparecerán luego en los escritos narrativos, porque el diario es escuela estilística; todo el amplio dominio de la gestualidad, tan mentado por la crítica, se hace presente primero en estas páginas personales. Ese largo cuerpo débil y atravesado de sueños –que en la noche se alternan con periódicos insomnios–, no es más que un rejunte, como compuesto “de los trastos de un altillo” (23/11/1911). Todavía para diciembre de ese 1911 el yo auscultado continúa su dominio: “Tengo en este momento y lo tuve ya al mediodía un gran deseo de quitarme escribiendo todo este estado de desasosiego en mí, y tan pronto lo haya sacado de la profundidad, volcarlo a lo profundo del papel […] Este no es un deseo artístico” (8/12/1911). Este deseo no artístico podría materializarse en una autobiografía; entonces la escritura sería una gran alegría, imagina Kafka, pues resultaría tan sencilla como la puesta por escrito de los sueños, y de sueños esos mismos cuadernos de diarios están llenos. Lo mismo de contemplaciones; por algo aquel primer volumen publicado lleva semejante título. Lo visto más que lo oído, lo tocado o lo olfateado, en forma de gestos y fisonomías. La novela de América, cuya redacción definitiva comienza en septiembre de 1912, está construida sobre el sentido visual, pero ya despojada de la trampa del yo. Es la primera muestra evidente del carácter radical de los comienzos, reconocibles en todas sus novelas y en buena parte de los relatos: cada vez empezar de cero, percibir un mundo y tratar de comprender, en suma, ser nuevo.
IMÁGENES
Así, Karl Roßmann llega en un barco a las Américas y a la más prometedora de todas, al puerto de Nueva York, y lo primero que hace es ver –y ser visto por los edificios de la ciudad–. Ve una alta escultura dedicada a la libertad, pero que alza una espada en lugar de una antorcha. Bajo este desplazamiento quedará todo el libro.2 Cada una de sus imágenes se construirá sobre el deseo de precisión. Karl Roßmann observa al fogonero y a quienes lo rodean en el primer episodio; lo sabemos por un narrador en tercera que nunca abandona la perspectiva del protagonista. Este narrador no dice lo que los otros personajes hacen, puesto que para eso debería juzgar sus movimientos como acciones reconocibles. Está un paso antes: ve y describe. Hay unas personas que se mueven de tal y cual modo. A cada uno de estos modos de moverse corresponde el nombre de ciertas acciones en el mundo de la comprensión. Pero no estamos en ese mundo de los sentidos comunes y las palabras que nombran lo que pasa; estamos en el nivel más bajo, el de las impresiones y de la conciencia inmediata que luego, en un segundo momento, intentará hacer un juicio sobre esas acciones, esto es, atribuirles una designación. En este grado cero del apercibir, el mundo se vuelve primario, como una superficie lisa y brillante. En el caso de Roßmann, son ojos limpios los que miran, pues el suyo es el ver de los comienzos.
Una serie de sucesos contemporáneos sugiere que esta preocupación de Kafka no es contingente, que la preeminencia de la mirada y la pregunta por la interpretación de lo percibido se estaban combinando variadamente para el cambio de siglo. La doctrina de la conciencia inmediatamente previa al psicoanálisis3 había pasado del estudio exclusivo de la razón conocedora y volitiva –Kant– a un examen de los procesos psíquicos. Captamos lo que nos rodea, antes de conocer, mediante diversos actos de la conciencia. Lo dado del mundo incluye no solo los objetos existentes afuera sino los que se presentan a esta conciencia en su interior, sean estos imaginaciones, recuerdos o expectativas. La naturaleza de estos últimos objetos internos fue el centro de prolongadas discusiones, que nos alcanzan hasta hoy. De ahí –también– la actualidad de Kafka. Edmund Husserl, Christian von Ehrenfels y Anton Marty –todos ellos vinculados a Bohemia– fueron discípulos de Franz Brentano, maestro antimetafísico del siglo XIX alemán y refundador de la doctrina de los fenómenos que, aunque dominante ya por entonces, se concentrará ahora en la intuición como captación intencional de objetos. Los lectores biográficos tendrán en esto algo en que solazarse: tanto Ehrenfels como Marty dieron clases en la Universidad de Praga, ante alumnos entre los que también estuvo Kafka.4 A