Las Iglesias ante la violencia en América Latina. Andrew Johnson
protección de la ley, la justicia, organizar nuestros hogares, caminar por las calles y trabajar para el mejoramiento de nuestras familias (citado en Kovic, 2005: 108).
Además,
Tenemos en el derecho a poseer la tierra, a reclamar la tierra, tener árboles frutales, tener ganado, hacer colectivos, tener instalaciones deportivas, caminos, electricidad, agua potable, clínicas de salud, escuelas, comprar productos baratos, recibir un buen precio por nuestras cosechas, cooperar con la comunidad, organizarnos, participar en la solución de problemas de la municipalidad, elegir a nuestras autoridades, hacer manifestaciones, deshacernos del presidente municipal si no trabaja, tener opiniones políticas y ocupar cargos políticos (citado en Kovic, 2005: 108).
La diócesis de Chiapas facilitó estos talleres, creando las condiciones necesarias para reunir a la gente, tales como el transporte, alojamiento, alimentación y materiales de trabajo. Pero la diócesis no creó todo esto de la nada. Los esfuerzos promovidos en Chiapas tomaron energía de toda una serie de iniciativas locales en una región colmada de activismos de todo tipo, incluyendo el movimiento zapatista. Aquí, como en cualesquiera de los casos, el auspicio de una Iglesia institucional proporciona recursos, junto con una valiosa legitimación, la práctica de los derechos recibe la autoridad moral de la Iglesia.
El análisis anterior es relevante respecto del problema general del vínculo entre la teoría y la práctica en las Iglesias, y la expansión general del movimiento por los derechos. La experiencia latinoamericana afirma que lo que subyace en la emergencia de los derechos como foco central y área de práctica para la Iglesia en el período entre mediados de los sesenta y finales de los ochenta, es el encuentro entre individuos y comunidades con necesidades urgentes, grupos de inspiración cristiana y a veces elementos de las Iglesias institucionales. Este encuentro lleva a alianzas, a veces accidentales, basadas en un suceso local, el compromiso de un sacerdote individual o grupo del clero, o el ejemplo de alguien como Camilo Torres que inspiró a muchos en Colombia y en toda América Latina (Tate, 2007; Levine, 2011). Con frecuencia esta alianza también forma parte del esfuerzo deliberado de grupos de Iglesias, agentes pastorales y laicos inspirados en acompañar a los pobres y, de este modo, encontrar salida a su sentido de la misión. Muchos casos, particularmente aquellos enlazados directamente con los derechos humanos desde el principio, surgen cuando individuos con necesidades urgentes e inmediatas aprenden (tal vez a través del contacto directo, o por boca de otros, o con la lectura de volantes) que pueden confiar en los agentes de la Iglesia y que estos pueden darles ayuda concreta. Todos estos esfuerzos destacan el hecho de que cuando se trata de la práctica de los derechos, y de cómo esta crece y se institucionaliza, hay un amplio abanico de grupos de la sociedad civil (donde se incluyen los grupos religiosos) que desempeñan un papel central en articular los derechos, establecer y mantener contactos internacionales, poniendo los derechos en la agenda de las instituciones y actores públicos y manteniendo los problemas activos a través de movilizaciones regulares y la presión pública.[15]
De la teoría a la práctica y viceversa: desencadenando los sucesos
¿Cómo las ideas generales e incipientes sobre los derechos y su defensa se convierten en una práctica sistemática y sostenida? ¿Cómo se identifican y desarrollan las estrategias, se agrupan los recursos y el personal? ¿Cómo actúan los individuos y los casos particulares pasan a ser parte de un movimiento con identidad propia? En todos los casos examinados aquí hay un suceso o grupo de sucesos de cierta naturaleza que encienden la chispa que convierte las nuevas ideas sobre derechos en acción duradera. Los sucesos desencadenantes que pueden transformar las viejas presiones o problemas generales en reacciones específicas incluyen respuestas locales a la guerra o la represión estatal, la búsqueda individual de desaparecidos por sus familiares, los esfuerzos de las comunidades por protegerse de la violencia, y otros. Desde estos comienzos, a veces a través del ensayo y error, y de las conexiones crecientes con redes locales, regionales, nacionales y transnacionales, los involucrados toman el lenguaje de las organizaciones transnacionales de los derechos humanos, lo que significa cómo utilizar las estadísticas, o como Tate (2007) lo plantea, “contando los muertos” mediante formas que dejan eco en la comunidad transnacional de derechos.
Una forma paralela de aprendizaje se relaciona con la expansión del concepto de los derechos que va desde los que tienen su foco central y urgente en la defensa de la vida y la lucha contra la tortura, hasta la inclusión de una gama más amplia de problemas sociales, económicos y culturales. No es fácil desentrañar las ideas de la práctica aquí, pero lo que parece que ocurre es que el encuentro del que hablamos antes, lleva a la formación de una serie de coaliciones entre los individuos o grupos con inspiración o vínculos religiosos con la mediación de la Iglesia institucional y sus líderes, que conduce a iniciativas sobre problemas específicos que pueden consolidar y ampliar. Las Iglesias proporcionan recursos críticos, tanto materiales como morales. Cuando esos recursos y su legitimación son negados o retirados, puede que se mantenga el impulso religioso, pero es posible que se busquen otros canales de acción. En efecto, muchos exclérigos son organizadores de movimientos no religiosos por los derechos.
Ya habíamos mencionado que la transición invisible hacia los derechos con frecuencia se dispara por un suceso catalizador: una invasión de tierras (como en el caso del grupo de campesinos brasileños arriba citado), un golpe militar (Chile), o reacciones simultáneas contra el abuso oficial en diferentes partes de Perú o Chiapas, o una combinación de incidentes locales con nuevas ideas y recursos provenientes del obispo y el clero de una diócesis; en este caso, con la oposición del nuncio papal. Lo que las Iglesias pueden hacer por excelencia en estos casos es vincular comunidades y sucesos aislados entre sí para darles un sentido de solidaridad, de que nadie está solo. Esto legitima a los activistas locales y les ofrece acceso a redes más amplias de recursos, conexiones y promoción. El cambio epistemológico de las Iglesias al que me refería anteriormente, crea una mayor apertura a los problemas de los derechos, coloca al pueblo de la Iglesia en lugares donde están más expuestos a casos acuciantes, y estimula las iniciativas para ir más allá de ayudar a las víctimas, para trabajar en prevenir o al menos contener los abusos. Surge una identificación con las víctimas, si bien es más que eso. El cambio epistemológico se relaciona con lo que Tate (2006) llama “el paradigma del testimonio transformador”. Una idea con varias dimensiones que se debe considerar por separado. En primer lugar, arroja luz sobre cómo la experiencia de la acción en busca de la defensa de los derechos transforma a los que la desarrollan, llevándolos más allá de sus posiciones iniciales. ¿Qué se produce en principio, las ideas o la experiencia? ¿La violencia conduce a la identificación con las víctimas o es el cambio teológico que lleva a la identificación con las víctimas lo que invita a la violencia estatal? Como cuestión empírica es difícil decirlo. Ambos evolucionan juntos, son parte de un proceso común.[16] Además, se entiende como algo positivo en sí mismo, la cuestión del testimonio de este tipo, testimonio a través de la acción. En el lenguaje legal, el testigo dice la verdad de lo que él/ella han visto. La comprensión religiosa del testimonio trasciende esta visión. Se da testimonio de la veracidad de los valores cuando se vive en concordancia con ellos. Y se da testimonio de su valor poniéndolos en práctica (cf. Stokes, 1995).
Los derechos, la reconciliación y la posviolencia
En Latinoamérica, al igual que en lugares como Sudáfrica o Europa del Este, los grupos de inspiración religiosa (ocasionalmente con la participación de líderes de las Iglesias institucionales) que surgieron para articular y defender los derechos, han desempeñado también un papel como agentes en el fin de las dictaduras, mediando treguas, negociando el fin de guerras civiles, preparando y legitimando las comisiones de verdad y reconciliación.[17] Hay que tener cuidado cuando se habla del papel de la “posviolencia”, por ejemplo, en la coordinación de la reconciliación. Aunque las guerras civiles y la violencia política represiva a escala industrial ya no sean parte del escenario, esto no significa que no haya violencia. La violencia de todo tipo perdura y las Iglesias (y sus conceptos operacionales de derechos) han desempeñado diferentes roles en su enfrentamiento. Aunque más fragmentadamente, algunas Iglesias han asumido posiciones basadas en los derechos durante los brotes de violencia relacionados con los conflictos por la tierra (sobre Brasil y Chile, Carter,