Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant

Fuerte como la muerte - Guy de Maupassant


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bruscamente un proyecto de bodas y la llamó antes de la fecha fijada para que conociera a su futuro esposo, el marqués de Farandal.

      Este proyecto se mantuvo en secreto, y sólo Oliverio lo sabía por la confidencia de la señora de Guilleroy.

      —Entonces —preguntó Oliverio—, ¿es un hecho el proyecto de su marido?

      —Completamente, y lo creo acertado.

      Hablaron de otras cosas luego; volvieron sobre la pintura y Any lo animó a hacer un Cristo, a lo que él se negó, diciendo que era ya tema agotado, pero Any se obstinó impaciente en la idea.

      —Si yo supiese dibujar —le dijo—, vería lo que he pensado; es nuevo y atrevido; lleva el acto del descendimiento y el hombre que ha desatado las divinas manos deja inclinar la parte superior del cuerpo. Este cae sobre la muchedumbre que abre los brazos para sostenerlo y recibirlo... ¿comprende?

      Oliverio comprendía y hasta juzgaba la idea original, pero estaba en un acceso de “modernismo” y sólo se fijaba en su amiga medio echada en el diván.

      Por bajo de la falda asomaba un pie finamente calzado y revelando la carne a través de la media casi transparente.

      —Esto —exclamó —es lo que hay que pintar, esto, que es la vida: un pie de mujer asomando por una falda. Así cabe pintarlo todo: verdad, deseo, poesía. Nada más gracioso y bonito que un pie de mujer... y el misterio que revela, la pierna velada y adivinada bajo la tela.

      Se sentó a la turca en el suelo, tocó el pie, lo levantó y lo descalzó; el pie pareció moverse mejor con las alegrías de la libertad.

      —Esto es fino, distinguido y más tangible que la mano... ¿A ver su mano, Any?

      Llevaba guantes largos hasta el codo.

      Para quitarse uno lo tomó por el extremo, y lo hizo resbalar, volviéndolo como si arrancase la piel de una serpiente. Apareció el brazo blanco, regordete, mórbido, tan rápidamente descubierto, que pudo hacer pensar, al que lo hubiese visto, en un desnudo atrevido y completo. Any enseñó su mano caída por la muñeca. Brillaban las sortijas en sus dedos blancos, y las uñas, rosadas y puntiagudas, parecían garfios amorosos puestos en aquella pequeña garra de mujer. Oliverio la manejaba suavemente admirándola y retorcía los dedos como si hubiesen sido juguetitos de carne.

      —¡Qué cosa más rara! —dijo. —Este gracioso miembro inteligente y diestro es el que elabora lo que se quiere, libros, encajes, casas, pirámides, locomotoras, pastelillos... y caricias, que es su mejor empleo.

      Quitó las sortijas una a una, y al sacar el anillo de boda saludó.

      —La ley: saludemos —dijo riendo.

      —Tonto —contestó Any un poco mortificada.

      Oliverio había tenido siempre espíritu burlón, tendencia de todo francés, que mezcla siempre un poco de ironía en los sentimientos más serios; muchas veces ponía triste a Any sin sospecharlo, sin saber apreciar las sutiles distinciones de la mujer, ni tantear el límite de los “rincones sagrados”, como él decía.

      Any se enfadaba, sobre todo cada vez que Oliverio hablaba con cierto tono humorístico de aquellas relaciones de ambos tan largas, que decían eran el más grande ejemplo de amor del siglo XIX.

      —¿Nos llevaría al “Salón” el día de la inauguración a mí y a Anita? —preguntó la condesa después de un momento de silencio.

      —Seguramente.

      Any le preguntó acera de los mejores cuadros del próximo “Salón” que debía abrirse dentro de quince días; pero como recordando de pronto un quehacer olvidado, le dijo:

      —Me voy. Deme el zapato.

      Oliverio volvía y revolvía el zapatito con aire pensativo entre las manos.

      Se inclinó. Besó el pie suspendido entre la falda y la alfombra, inmóvil y un poco enfriado al contacto del aire, y luego lo calzó.

      Any se levantó y se fue a la mesa, cubierta de papeles, cartas abiertas, antiguas y recientes, y un tintero de pintor, con la tinta seca. Revolvió los papeles curiosamente y los levantó para ver debajo de ellos.

      —Va a descomponer mi desarreglo —dijo Oliverio acercándose.

      —¿Quién es este señor que quiere comprarle sus “Bañistas”? —preguntó Any sin contestar.

      —Un americano a quien no conozco.

      —¿Ha hecho trato con la “Cantante callejera”?

      —Sí, diez mil francos.

      —Bien hecho; es muy bonita, pero no un asombro... Adiós, amigo mío.

      Any le presentó la mejilla, que él rozó con un suave beso, y la condesa desapareció tras el tapiz, diciendo a media voz:

      —El viernes a las ocho. No salga; ya sabe que no me gusta... Adiós. Cuando Any se fue, Oliverio encendió otro cigarro y paseó lentamente por el taller.

      Todo el pasado de aquellas relaciones volvía ante sus ojos. Recordaba lejanos detalles olvidados, y los soldaba unos a otros, complaciéndose a solas con aquella caza de recuerdos.

      Cuando él se levantó como un nuevo astro en el horizonte del París artístico, en tiempos en que los pintores habían acaparado el favor del público y llenaban hoteles un barrio, ganados con algunos trazos de pincel, en 1864, volvió de Roma y permaneció algún tiempo sin nombre ni éxitos.

      Pero de pronto, en 1868, expuso su “Cleopatra”, y en pocos días le levantó la crítica hasta las nubes y después el público.

      En 1872, después de la guerra, y cuando la muerte de Henri Regnault colocó a todos sus compañeros sobre glorioso pedestal, una “Yocasta” de atrevido asunto y factura sabiamente original y gustada hasta por los académicos, clasificó a Oliverio entre los audaces.

      En 1873 lo puso fuera de concurso una primera medalla por su “Judía de Argel”, que pintó al regreso de un viaje a África.

      En 1874 se le consideró por la sociedad elegante como el primer retratista de su época por un retrato de la princesa de Salia.

      A partir de entonces, fue el pintor mimado de los parisienses y el mejor intérprete de su gracia y su espiritual naturaleza. En pocos meses todas las mujeres conocidas en París solicitaron de él el favor de un retrato. Se dejó querer y se hizo pagar bien caro.

      Como estaba de moda y visitaba con la frecuencia de hombre de mundo, vio cierto día en casa de la duquesa de Mortemain una joven de luto riguroso que salía cual él entraba y que fue como una aparición llena de gracia y distinción.

      Preguntó su nombre, supo que era la condesa de Guilleroy, esposa de un señor campesino de Normandía, agrónomo y diputado, que llevaba luto por el padre de su marido y que era mujer espiritual muy admirada y muy deseada.

      —Es mujer cuyo retrato haría de buen grado —dijo Oliverio preocupado por aquella figura que seducía sus ojos de artista.

      Llegó al día siguiente la frase a oídos de la joven, y Oliverio recibió aquella misma tarde una cartita azulada, ligeramente perfumada, de letra fina y regular, un poco torcida hacia el lado derecho y que decía:

       Caballero:

      La duquesa de Mortemain acaba de salir de mis casa y me ha asegurado que está dispuesto a hacer con mi pobre rostro una de sus obras maestras. Se lo confiaría con gusto si supiese que no había hablado por hablar, y que realmente había visto en mí algo digno de ser reproducido e idealizado por usted. Reciba, caballero, el testimonio de mi más distinguida consideración.

       Ana de Guilleroy.

      Oliverio contestó pidiendo hora, y fue invitado sencillamente


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