¿Seguirá soñando?. Wan Suh Park
demás de sus cuñadas y hermanas. Los parientes de la misma generación hacían esfuerzos para que esta hermana menor no se sintiera sola. Evitaban llamarla entre semana porque estaba en el colegio ocupada con las clases o quizás hablaba por teléfono, así que aprovechaban el domingo para comunicarse. Ella, por su parte, agradecía esas llamadas.
—¿No se te ocurre visitar a tu hermana algún domingo? —la reconvenía la mayor de sus hermanas que ya tenía yerno.
De repente, por un impetuoso deseo de contarle lo ocurrido con Jyok-Chu, sintió en la garganta un fuerte escozor, imposible de suprimir. Se precipitó demasiado, no sólo con la llamada de su hermana, sino con todas y cada una de las que recibió. Esperaba un domingo diferente de los otros. Cada vez que sonaba el teléfono, se emocionaba con el presentimiento de que esta vez sería Jyok-Chu.
“¿Puedes acompañarme a jugar con Murmullo?”
Había dejado totalmente libre este día, sin ningún plan, por si acaso el padre y la hija decidieran compartir su domingo. Estaba dispuesta, con los brazos abiertos, a acogerlos. A tal punto había madurado la relación, que por eso la agobiaba no haber tenido hasta ahora ninguna oportunidad.
Anochecía en vano y ante la imposibilidad de encontrarse en algún parque o en una pastelería con Jyok-Chu, un tanto incómodo y torpe, cogido de la mano de su hija, algo frágil, pero hermosa, pensó que a lo mejor él tenía razón. Deseosa de un cambio abrupto después de pasar la noche con él, le parecía ahora más decente y fiable su actitud al mantener el ritmo de la cotidianidad.
Sus anhelos de todo el día no provenían sólo de las ganas de verlo en compañía de su hija. Deseaba encontrarse con él para tener la posibilidad de resolver las dudas y la desconfianza que sentía por lo de anoche, pero como no era posible, trató por sí sola de defenderlo. De todos modos, la verdad era que estaba sumamente ansiosa.
Tanto lo defendió durante la semana, que al llegar el sábado era como si ella tuviese toda la culpa y él ninguna.
Ese día, al salir del trabajo, pasó por un gran mercado de flores y compró 35 tallos de rosas en botón. Rosas color carmesí.
—¡Aproveche, aquí tiene usted unos extra!
Gritó de buen humor el vendedor, ofreciéndole algunos de más. A lo mejor estaba contento de que la mujer le hubiese comprado tantos sin regatear y por eso quería ser generoso.
—No, por favor, no. No los quiero, déjelos.
Turbada, no quiso aceptarlos. “Es que sólo tengo 35 años”, estuvo a punto de gritar.
—¡Vaya mujer! —dijo el vendedor chasqueando con desagrado la lengua mientras, estupefacto, la miraba huir como atemorizada.
A pesar de haber ordenado la casa y preparado ya desde el viernes la comida, se sentía agitada, aunque no le disgustaba la inquietud en su alma. ¡Cuánto hacía que no sentía ese gusto de vivir!
Puso las 35 rosas en un florero de cerámica redondo y decoró con ellas la mesita que estaba junto a la cabecera de la cama. Las rosas iban bien con el éxtasis de sus 35 años. Despacio entrecerró los ojos y aspiró hondo el espléndido y dulce perfume.
Finalmente subió a la cama, se paró de puntillas y descolgó el crucifijo. Se emocionó no por el objeto en sí, sino porque aludía a su madre. Lo guardaría bien en un cajón, pero antes besó el pie del varón. El pie del hombre, muerto a una edad menor que la suya, estaba frío y cubierto de polvo. La mujer susurró en voz baja:
—Ahora soy feliz. ¡Por favor, por favor, ayúdame a no perder esta felicidad! No permitas que vuelva a sentirme solitaria.
“Tu madre ofreció plegarias semejantes por ti. También se culpaba. Pero no puedo hacer nada por ti. Sólo puedo tenerte lástima”, parecía decirle la cara triste del crucificado.
“¡Dios mío!, ¿cómo es posible que mi hija menor, la que he criado con tanto amor, haya sido abandonada?” Le decían que era afortunada por haber criado a los hijos sin ninguna dificultad. Todos estaban bien ubicados, aunque ninguno era rico ni famoso, tampoco tenían que preocuparse por el sustento diario. Por eso le había dolido que la menor se hubiese divorciado tan de repente. Todavía resonaban en sus oídos las palabras que su madre le había gritado. En aquel entonces le disgustaba que la llamase “abandonada” en vez de “divorciada”, pero ahora el recuerdo la emocionaba y hasta la echaba de menos.
La aparición de Jyok-Chu era normal, tan natural como la de un marido que regresa a casa después de pasar el día en la oficina.
—¡Vaya!, ¡qué hambre! Huele bien el chigué1
Con estas palabras fue a sentarse a la mesa, pero la mujer, como si fuese una esposa de muchos años, lo miró irritada y lo mandó al baño para que primero se lavase. Jyok-Chu alabó con mesura sus destrezas culinarias, mientras ella quitaba las espinas del pescado para ponerle en su plato las porciones más deliciosas. La cena transcurrió en armonía y comieron hasta saciarse; después vieron una telenovela, tomaron té y luego se fueron a la cama. Era el mismo orden transcurrido el sábado pasado, pero esta vez todo fue menos incómodo y más fácil. Le había molestado que el hombre, en cuanto tuvieron su primera relación sexual, hubiera comenzado a tutearla, pero por hoy podía aguantarlo.
La espalda ancha de Jyok-Chu era apropiada para recostar su agridulce cansancio, pero él no se quedó por mucho tiempo en esa posición. De pronto, levantándose bruscamente, empezó a ponerse los calcetines.
—¿Mañana también va a quedarse en casa con la niña? — preguntó la mujer mientras se sentaba.
—¿Cómo puedes hablar así? —preguntó hoscamente el hombre.
—¿Qué?, ¿qué he hecho mal?
—¿De verdad no lo sabes? Tener celos de esa pobre niñita… No sabía que eras así.
—¿Yo?, ¿tener celos?
—¿Entonces tu sarcasmo no tiene ninguna motivación?
—Es que yo… Sólo pregunté porque quisiera pasar el domingo con la niña.
Eran trémulas las últimas palabras de la mujer. Su cuerpo, antes tan ligero como el agua, se tensó rígido.
Al presentir que otra vez iban a separarse con algún desacuerdo de por medio —que obviamente no deseaba—, el semblante de Mun-Kyong había adquirido una expresión sumisa. ¿Cómo era posible que el hombre se precipitara a acusarla cuando ella había pasado toda la semana pensando más en la niña que en él? Brotaron sus lágrimas al suponerlo sin corazón. Al verla así, Jyok-Chu se detuvo un momento y, como para tranquilizarla, dijo:
—No hay que apresurarnos tanto.
—Por mi parte, de todo corazón, hace tiempo que vengo pensando en cómo acercarme a la niña y no creo estar apresurándome. ¿Soy culpable por pensar de este modo?
—No me presiones. Como están ahora las cosas, es demasiado complicado.
—¿Ha tenido algún disgusto?
—¿Qué habría de ocurrir para dármelo?
Jyok-Chu se alejó de la cama y, al sentarse en el sofá al lado de la ventana, sacó una cajetilla de cigarros.
—¿No me dijo que había dejado de fumar?
—Es el primero que me fumo. Hazte una idea de lo sofocado que me estoy sintiendo.
—Si es la primera vez que fuma, ¿cómo es que tiene una cajetilla?
—No me presiones, las mujeres deben aceptar algunas cosas sin pedir detalles.
La mujer aspiró fuerte para aguantar, para no pedir detalles. Mientras él fumaba a gusto, fue a la cocina y trajo un platito que le puso al lado. “Quizás el próximo sábado estaré lavándole los pies a este hombre. Aunque así sea, no hay más remedio”, se decía interiormente.
—No