2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado
los factores que explican esos conceptos. Vamos a tratar, en fin, de personas reales, no de figuras de cartón piedra.
Resulta casi risible que personajes como Stefano Mastrogiacomo, diseñador del Team Alignment Map, plantee como novedoso en el siglo XXI preguntas como (Objetivo): ¿qué intentamos conseguir juntos?; (Compromisos de unión): ¿quién hace qué?; (Recursos): ¿cuáles necesitamos?; (Riesgos comunes): ¿qué puede evitar que tengamos éxito?
Fueron cuestiones recetadas por la práctica totalidad de los emprendedores que indagaremos, aunque las explicitasen con otras palabras.
Escribió Unamuno que el cientificismo o fe ciega en la ciencia es una enfermedad de la que no están libres ni aun hombres ilustrados: «Sobre todo si esta es muy especializada, (…) hace presa en la mesocracia intelectual, en la clase media de la cultura, en la burguesía del intelectualismo (…). Los felices mortales que viven bajo el encanto de esa enfermedad no conocen ni la duda ni la desesperación». Pascal lo expresaba de otra manera: «¿Qué razón tienen los ateos para decir que no se puede resucitar? ¿Qué es más difícil, nacer o resucitar? ¿Que sea lo que nunca fue o que lo que ha sido sea de nuevo? ¿No es más difícil venir que volver? La costumbre hace fácil concebir el nacer; la falta de costumbre hace lo otro imposible. ¡Chabacana manera de juzgar!». Autores tan supuestamente novedosos como Yuval Noah Harari –Sapiens, de animales a dioses; Homo Deus, breve historia del mañana– deberían profundizar en esta historia espiritual rabiosamente humana antes de formular constructos auto-explicativos donde, tras espectaculares artificios intelectuales, un abrumador repertorio de datos filtrados, saltos lógicos y guiones chanchulleros, proponen de forma voluntarista, omni abarcante, ayuna de conocimientos metafísicos y en formato de cursilonas revelaciones, los axiomas que habían salido a defender. Reducir la religión a un cuento, eso sí que es un cuento, aunque solo sea por la simpleza de sustraer algo que con diversas formas, pero muchas veces con parecidas esencias, ha forjado el devenir de la humanidad y ha estado presente en todas las culturas. Presentarse como el lúcido que muestra que todo hasta él es milonga no deja de ser una proterva milonga propia de la verborragia de quien con voz atiplada asegura que su crecepelo es el mejor. Aun dando por cierta esa presuntuosa y aventurada afirmación, quedaría claro que el hombre, a diferencia de otras especies, es un ser simbólico, espiritual, necesitado de dar sentido a vacíos existenciales. Incluso, por seguir a modo de charada los razonamientos deterministas de Harari, cabría suponer que la fe es en el fondo una eficaz herramienta evolutiva. Entre otros aspectos, sirve para fortalecer una comunidad o para proporcionar consuelo y guía al individuo en momentos de zozobra. La ciencia es una herramienta necesaria y extraordinaria –pensemos en los avances médicos y tecnológicos–, pero no sustituye a la religión y viceversa. Sus propósitos son distintos. Están condenadas a convivir sin remisión, mostrando las contradicciones humanas en una dialéctica trabucada pero beneficiosa cuando la habilidad comportamental de la humildad está presente.
Este libro no es de historia, aunque acumule mucha en sus páginas. Tampoco es de filosofía, aunque hormiguee el pensamiento y la reflexión. No es un texto de religión ni de teología. Es fundamentalmente un análisis de estilos de gestión de personas y organizaciones (management). Se trata de un análisis científico en el ámbito de las ciencias sociales.
Laicismo no es objetividad. Esa aproximación implica parcialidad con frecuencia sectaria. Conviene desmontar ese extendido cliché, dada su bobería categórica. Yerran quienes afirman que la Iglesia católica es una institución inmovilista. El mensaje que predica trata de identificarse con Jesucristo, el mayor y más auténtico revolucionario que ha existido, y con maneras inagotablemente innovadoras. Por eso, y porque los hombres que a ella pertenecen han de esforzarse una y otra vez por otear el cielo para no quedar apoltronados, anclados en lo tangible, se ha reiterado una y mil veces que Ecclesia semper reformanda, la Iglesia ha de permanecer siempre abierta al cambio, que no significa destrucción, a diferencia de lo que sostienen quienes quieren ver el mundo arder solo por el placer de contemplar las llamas. Resulta donosa la metáfora del árbol de hoja caduca que cada primavera es otro sin dejar de ser el mismo. Parafraseando a Chesterton, en el corazón de todo aparente conservador anida un rebelde.
La mezcolanza de bien y mal en los directivos de la Iglesia ha sido una constante. Escribía Amiano Marcelino (330-395), historiador de la época del papa Dámaso I (366-384): «No es extraño que para obtener un premio tan importante como es el obispado de Roma, los hombres compitan con tanto ímpetu y obstinación. Recibir los espléndidos donativos de las principales mujeres de la ciudad; viajar en carrozas majestuosas y vestidos espléndidamente; sentarse ante una mesa más abundante y lujosa que una imperial, estas son las recompensas de una ambición triunfante». También sobre vidas no ejemplares leemos en san Pedro Damián (1007-1072) las frases con las que fustigaba al clero y sus meretrices: «Me dirijo a ustedes, queridas de los sacerdotes, pedazos del diablo, veneno de la mente, dagas del alma, hierbas venenosas para los bebedores, muerte para los que comen, pecados personificados, ocasiones para la destrucción. A ustedes me dirijo, y digo, rameras del enemigo de antaño, aves de rapiña, vampiros, murciélagos, sanguijuelas, lobas indecentes. Vengan a oírme, rameras, camas en que se revuelcan los cerdos, alcobas de sucios espíritus, ninfas, sirenas, arpías, Dianas, tigresas malvadas, víboras furiosas…».
Frente a casos tétricos tendremos ocasión de visualizar a innumerables personas –¡la mayoría!– que han encontrado en la antropología y los mensajes católicos motores que les han impulsado a desarrollar existencias plenas con entrega, excelencia y heroísmo, y alentado de ese sublime modo un retorno a la metafísica, huyendo de la superficialidad conductista. Nos escabulliremos, por innecesario, del afán malsano de explorar vidas ajenas sin respeto ni discernimiento. Hablamos de una institución compleja, cobijo de corrientes diversas, incluso enfrentadas, que pulveriza la atolondrada imagen de la Iglesia como realidad monolítica. La Iglesia ha sido motor; solo en momentos puntuales ha ido a remolque.
Ha sido preciso realizar un punzante esfuerzo de criba para espigar individuos e instituciones que han realizado aportaciones de calado a la ciencia artística que consiste en gestionar personas y organizaciones. Esto no supone necesariamente desinterés por los no citados. Lo mismo puede decirse sobre los papas elegidos. Muchos podrían haber sido objeto de investigación, pero ha resultado inevitable optar. El criterio ha sido recoger aportaciones significativas desde el punto de vista de la gestión.
Este libro puede interesar tanto a quienes dirigen como a quienes son gobernados en cualquier organización financiera, mercantil, política, pública, no lucrativa y, ¿por qué no?, religiosa. Las claves son en buena medida las mismas, ya que trabajan con la misma materia: el ser humano. En las que hacen referencia a Dios la dificultad se incrementa. No se trata solo de pilotar equipos para un fin colectivo, sino que han de añadirse el respeto y preocupación por la evolución espiritual de los implicados. Ese anhelo de trascendencia ha sido imitado torticeramente por otras organizaciones que aspiran a la eternidad, ya fueran el Reich de los mil años o el Paraíso en la Tierra que proponía el comunismo. Sin olvidar que, como veremos reiteradamente, más allá de normas, leyes, reglamentos, constituciones, vademécums, praxis… lo que más motiva es el ejemplo.
Que son precisos directivos preparados lo explicaba santa Teresa de Jesús en una misiva del año 1563 al padre García de Toledo: «Deseo grandísimo (…) siento en mí de que tenga Dios personas que con radical desasimiento le sirvan (…); que como veo las grandes necesidades de la Iglesia (…), que me parece cosa de burla tener por otra cosa pena, y así no hago sino encomendarlos a Dios, porque veo yo que haría más provecho una persona del todo perfecta, con fervor verdadero de amor de Dios, que muchas con tibieza» (Relaciones espirituales, rel. 3, n. 7).
Quienes pertenezcan a la Iglesia de forma diocesana o a través de cualquiera de sus múltiples organizaciones comprenderán de manera especial la reflexión de Rahner: «Si hubiera solo un adoctrinamiento sobre Dios hecho desde fuera, igual que me cuentan que existe Australia, yo, a fin de cuentas, hoy no podría ser cristiano. Tengo que tener que ver con Dios, desde dentro, desde el centro de mi existencia; y debo obrar de forma que esta interioridad penetre cada vez más mi vida. En otras palabras –que corren el riesgo de resonar demasiado patéticas– se podría decir: ‘Hoy, si no se es místico, no se puede ser tampoco cristiano’» (Rahner, Confesare la fede).