La quimera. Emilia Pardo Bazán

La quimera - Emilia Pardo Bazán


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Minia levantándose del taburete.

      —Que me veo ya cómo he de ser dentro de pocos años; con la obra realizada, ¡con mi obra! Haré en el lienzo —añadió palpitando— lo que usted en la música. Interpretaré la luz, el color, la esencia de este país, que no ha tenido intérpretes, hasta la fecha, en la pintura.

      —Verdad es, y quisiera darme cuenta de la causa —asintió Minia—. Aquí no se han producido pintores… Ello es que apenas los produjeron las demás regiones de la zona cantábrica. Casto Plasencia ha sorprendido bien el tono de los verdes húmedos de Asturias. Beruete, que es un realista sincero ha reproducido exactamente algunos paisajes de aquí: vea usted en mi estudio una Ribera de Vigo…

      —Muy buena, muy seria —exclamó Silvio con la ardiente espontaneidad que caracterizaba sus elogios a los del oficio—. Solo que yo no me reduciré al paisaje. Lo completaré con el hombre. Revelaré todo lo que hay aquí; la poesía bucólica de este pedazo del mundo, como otros, por ejemplo usted, la revelaron en la música y en el verso. Descubriré la hermosura de esta ninfa dormida, para que se la admire. Me conquistaré un reino. Haré verdad, verdad. ¡Hurra! ¡Solo de pensarlo bailo!

      Como lo dijo lo hizo. ¡Hip! Rompió a danzar, a lo marioneta, uno de esos bailes ingleses extravagantes, cómicos —zapateando el piso con las botas gruesas de becerro, y castañeteando sus dedos largos, huesudos, ágiles, habituados a tender el color—. La compositora le miraba danzar, y, en vez de reírse, experimentaba una especie de susto. El repentino arrebato de Silvio descubría la nerviosidad mal dominada, profunda como una lesión orgánica, el desequilibrio de aquel temperamento de artista. Lo desmedido del júbilo, la imposibilidad de moderarlo parecíanle a Minia —idolatra del self control—síntoma de debilidad. «¿Es lo físico? ¿Es lo moral lo que se opondrá a que este muchacho de dotes tan extraordinarias llegue a ser artista completo? ¿O me equivoco, y no sé reconocer en el desequilibrio la marca del genio? ¡Ojalá!». Deseó, con piedad inmensa. «¡Dios le dé también el método, la paciencia, la perseverancia!».

      Silvio ya se sentaba, secándose la frente con el pañuelo, acortado el resuello, entrecortada la risa, excusándose.

      —No me diga usted nada; conocida es esa fiebre…

      —Es que hay momentos… hay ideas… ¡Si se me ocurre que yo podría abrirme mi surco, el mío, el mío solo! Porque el resto… patarata. Seguir a este, al otro, al de más allá… porquería. ¿Verdad que sí?

      —¡Sí, criatura! Seguir, nada más que seguir, no vale la pena. Solo que por ahí se principia. ¡Y se ha pintado tanto, y se pinta tanto y tan bien que no será pequeñez eso del surco propio! Calma, calma; aspirar; pero con serenidad resignada de antemano; si no, va usted a padecer como un réprobo.

      —No importa sufrir. Se sufre por algo, ¡qué diantre! ¿Quiere usted hacerme el favor de abrir este libro de Flaubert y que leamos un poco en él? Ahí, ahí, en las últimas hojas, el diálogo de la esfinge y la quimera…

      Minia hojeó, sujetó al fin con el pulgar la página donde principia el diálogo.

      —¿Traduce usted bien a libro abierto? —preguntó la compositora.

      —No; me costaría trabajo.

      —Entonces, yo…

      Y Minia, con su voz llena y clara, recitó. Veíase que el paisaje se lo sabía de memoria; el libro servía únicamente para darle la certeza de no comerse un renglón ni un vocablo… Excepto los que suprimiese de propósito.

      Y frontera, a la otra orilla del Nilo, he aquí que aparece la Esfinge. Estira las patas, sacude las vendas de su frente y se tumba vientre a tierra.

      Saltando, volando, espurriando fuego por las fosas nasales, azotándose las alas con su cauda de dragón, la Quimera de glaucos ojos gira y ladra.

      Los anillos de su cabello, de un lado se entretejen con el vello de sus ancas, de otro barren la arena y oscilan al balancearse el cuerpo.

      La Esfinge. (Inmóvil, mira a la Quimera). —Detente: ¡aquí!

      La Quimera.—¡Jamás!

      La Esfinge.—¡No corras tanto, no vueles tan alto, no ladres tan recio!

      La Quimera.—¡No te vuelvas a llamarme, para que al fin te calles muy buenas cosas!

      La Esfinge.—¡No me soples fuego a la cara, no me ladres al oído: de piedra soy!

      La Quimera.—¡No me atraparás, pavorosa Esfinge!

      La Esfinge.—¡No te quiero conmigo, loca de atar!

      La Quimera.—¡Ahí te quedes, pesadota!

      La Esfinge.—¿A dónde bueno tan aprisa?

      La Quimera.—A dispararme por las revueltas del laberinto, a cernerme sobre las cimas, a rasar los mares, a brincar en el hondón de los despeñaderos, a agarrarme a la faldamenta de las nubes. Con mi rabo arrastradizo rayo la arena de las playas; las colinas remedan la forma de mis hombros. Y tú, ahí, eternamente quieta, o dibujando alfabetos en la arena con las uñas de tus garras…

      La Esfinge.—Es que guardo mi secreto: calculo y reflexiono. El mar se revuelva en su lecho, los trigos ondean, las caravanas pasan, el polvo vuela, desmorónanse las ciudades y la mirada fija de mis pupilas, más allá de los objetos, escruta inaccesibles horizontes.

      La Quimera.—¡Yo soy rauda y regocijada! Descubro al hombre deslumbrantes perspectivas, paraísos en las nubes y dichas remotas. Derramo en las almas las eternas locuras, planes de dicha, fantasías de porvenir, sueños de gloria, juramentos de amor, altas resoluciones… Impulso al largo viaje y la magna empresa… Busco perfumes nuevos, flores más anchas, goces desconocidos…».

      Detúvose Minia: su instinto femenil la impedía continuar, y, por otra parte, ya había recitado los párrafos decisivos. Silvio, con los ojos muy abiertos, conteniendo la respiración, bebía el contenido del diálogo maravilloso. El hálito de brasa de la quimera encendía sus sienes y electrizaba los rizos de su pelo rubio ceniza; las glaucas pupilas del monstruo le fascinaban deliciosamente, y su cola de dragón, enroscándosele a la cintura, le levantaba en alto, como a santo extático que no toca al suelo. El artista se echó atrás, alzó los brazos y suspiró desde lo más secreto del espíritu:

      —¡Triunfar o morir! Mi quimera es esa, y excepto mi quimera… ¿qué me importa el mundo?

      Callada como la Esfinge, que enmudece justamente porque sabe, Minia se levantó; Silvio la siguió, pues la compositora le había hecho una seña con la mano. Tomó hacia la derecha; caminaba despacio, sin volver la cabeza atrás.

      Empujó la puerta de la sacristía que comunicaba con la sala, y estaba semioscura, alumbrada por una lamparilla de aceite ante un crucifijo tétrico, de tamaño natural, de cabellera de mujer, también natural, enredada, como empapada de sudor; y de allí cruzó a la capilla, donde negreaba el alto retablo de talla borrominesca, en contraste con la blancura de las paredes caleadas y del granito de los arcos. Dirigiose al de la izquierda, que era un sepulcro. En la imposta del arco aparecían, toscamente cortadas en el granito, las pifias de pino bravo y las veneras, símbolo de toda la naturaleza de Galicia, las selvas y las costas; el hueco que había de ocupar el sarcófago encontrábase vacío. La mirada de Minia, deteniéndose en aquel hueco y volviéndose después hacia el artista, fue tan elocuente que Silvio entendió igual que si leyese un rótulo escrito en clara letra.

      —¡La única verdad!… —murmuró.

      —¿Es usted de los que encuentran desconsoladora la perspectiva del no ser? —articuló bajito Minia, que se cubrió la cabeza, por respeto al lugar sagrado, con el chal de lana ligera que llevaba al cuello para preservarse de la humedad.

      —Francamente, ¡sí! No concibo el fin de mí mismo: estoy por decir que la muerte me parece absurda —y miró al arco de nuevo, como si le fascinase—. Mejor dicho, ¡ni aun consiento pensar en eso! Déjeme usted que cargue conmigo la quimera y me lleve a la luna, al sol, a las islas fantásticas…


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