La quimera. Emilia Pardo Bazán

La quimera - Emilia Pardo Bazán


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      CASANDRA.—Te dirá que honres a Belerofonte como al propio Apolo.

      YOBATES.—Eso será. Veamos. (Abre las tabletas; una pausa, en que descifra) ¡Dioses! ¿Qué acabo de leer? ¡Desgracia, afrenta sobre nosotros! ¡Maldición al hijo de Glauco!

      CASANDRA (Le arranca las tabletas y descifra): «Belerofonte el fratricida ha deshonrado a tu hija y mi esposa Antea. Arbitra medio de darle segura muerte apenas llegue a tu palacio». ¡Ah! (Cae desvanecida. YOBATES la sostiene y la saca afuera por otra puerta lateral, frontera a la que acaba de cruzar BELEROFONTE).

      ESCENA V

      BELEROFONTE, YOBATES

      BELEROFONTE.—He oído un grito… Era la voz de tu hija… ¿Corre algún peligro Casandra?

      YOBATES.—Ninguno. Grita de terror porque imagina ver llegar a la Quimera. Es preciso que tú seas el héroe encargado de exterminarla.

      BELEROFONTE.—La exterminaré si me concedes llamarme esposo de tu hija.

      YOBATES.—Después de que hayas vencido a la Quimera, puedo prometértelo todo.

      Acto segundo

      Los jardines del palacio de Yobates. Una estatua de Eros.

      ESCENA I

      CASANDRA, BELEROFONTE. Viste aún el traje de viajero.

      CASANDRA.—¿Nadie nos ha seguido? ¿Nadie nos espía?

      BELEROFONTE.—Nadie. Rumor de hojas agitadas por el viento de la noche es lo que escuchas, amor mío, y sombras movedizas de ramas es lo que tomas por cuerpos de perseguidores.

      CASANDRA.—Tengo miedo, miedo delicioso.

      BELEROFONTE.—Acércate a mí. No tiembles. Aquí hablaremos libremente. ¿Qué es lo que tanto ansías decirme?

      CASANDRA.—Casi no lo recuerdo. Antes de verte componía mil discursos para recitártelos; y ahora que estoy a tu lado, ni una sola frase se me ocurre. Sin embargo, algo grave… (Dando un grito). ¡Ah! Sí, ¡ya sé, ya sé! ¡Huye, huye cuanto antes de este palacio! Mi padre tiene encargo de darte muerte.

      BELEROFONTE.—¿Encargo? ¿A mí?

      CASANDRA.—Las tabletas que trajiste contenían un mensaje de Preto… ¿Comprendes? (Pausa, BELEROFONTE guarda silencio). ¡Veo que comprendes! (Con horror). ¿Era cierto?

      BELEROFONTE.—Sí, Casandra. No he de mentir; cierto era.

      CASANDRA.—¡Mi hermana!

      BELEROFONTE.—Te amé en ella antes de amarte en ti misma. Es tan hermosa como tú, pero tú, piadosa virgen, por dentro eres blanca como el vellón de las ovejas de tu aprisco; a ti, no a ella, aspiraba mi espíritu, ansioso de algo muy grande. Le propuse que siguiese mi errante destino y rehusó: no quería dejar el palacio donde es reina, el lecho de marfil, las ricas estancias con artesonados de cedro. No me quería.

      CASANDRA.—Yo iré adonde tú vayas, y pisaré tu huella con los pies descalzos. Si esposa, esposa; si amante, amante; si esclava, esclava. La helada Escitia y la Libia ardorosa, infestada de áspides, me son iguales contigo. Descender al reino de las sombras reunidos, ¡qué alegría! Tu vista fue para mí como filtro de maga. Quisiera bajar a lo más secreto de tu espíritu, como bajan al fondo del océano los buzos para traerme las perlas de mis collares.

      BELEROFONTE.—Baja y solo encontrarás tu imagen celeste. Casandra, mañana a esta misma hora huiremos de aquí juntos.

      CASANDRA.—¿Mañana? No; hoy mismo, ahora. ¿No ves que quieren hacerte morir? Pronto, pronto. Conozco el camino hasta la selva: he ido allí con mis rebaños. Te guiaré.

      BELEROFONTE.—Antes de arrebatarte de aquí como el milano a la paloma, tengo que cumplir mi destino heroico: tengo que vencer y exterminar a la Quimera.

      CASANDRA.—¡A la Quimera! Pero ¿no ves que ese es el medio que han elegido para enviarte al reino de las sombras? Nadie vencerá al monstruo. Hace pedazos a quien se aproxima. No irás: te sujetaré con mis brazos.

      BELEROFONTE.—Iré y la venceré. Presiento que la sombría Diosa que me guía, la más poderosa de todas, la Fatalidad, cuyo templo se eleva frente al palacio de mi padre, ha decretado que yo extermine al endriago. La sola idea del peligro y del horrendo combate, la perspectiva del momento en que hundiré mi espada hasta el puño en el escamoso pecho de la Quimera mientras sus garras de acero pugnarán por clavarse en mi cuerpo y resbalarán sobre la tersura de la coraza, ¡ah!, estremece mi corazón de gozo y de locura, como a la virgen el abrazo del esposo. Casandra, Casandra mía, ¿de qué nos sirve haber sido concebidos en el vientre de nuestras madres y haber visto la luz de Apolo y gustado el tuétano y el añejo vino, si hemos de vivir en cobarde oscuridad? Antes morir joven, espiga segada verde aún, que envejecer en miserable inacción. Déjame ir a la Quimera. La adoro con rabia: ¡de otro modo que a ti! pero ¡también, también la adoro!

      CASANDRA.—Yo siento igualmente una especie de atracción extraña por el monstruo. Quisiera conocer su aspecto terrible. ¿No sabes? Desde que apareció por estos contornos, mi padre no me permite salir al aprisco ni visitar los establos. Teme que encuentre al monstruo y sufra la suerte de otras doncellas, que arrastró a su cueva para devorarlas. Y yo, sin pavor, anhelo verla: mis ojos tienen sed de ella, como tienen sed de ti.

      BELEROFONTE.—Muerta te la traeré y a tus pies arrojaré sus despojos. Y mañana, a esta hora…

      CASANDRA.—¡Juntos!

      BELEROFONTE.—Para siempre.

      CASANDRA.—¡A pesar de todos!

      BELEROFONTE.—De todos y de todo.

      CASANDRA.—De aquí a mañana, ¡cuánto tiempo!

      BELEROFONTE.—Acortémoslo. No me separo de ti hasta que amanezca.

      CASANDRA.—De aquí al amanecer, ¡qué corto plazo!

      BELEROFONTE.—Ya declina la luna.

      CASANDRA.—Y el aroma del nardo es menos penetrante.

      BELEROFONTE.—Todavía embriaga.

      CASANDRA.—Desfallece con él mi espíritu.

      BELEROFONTE.—¡Qué silencio tan dulce!

      CASANDRA.—Oigo los latidos de tu corazón.

      BELEROFONTE.—No; es el tuyo.

      MUTACIÓN.—Sitio solitario y salvaje, donde se ve la entrada de la cueva de la QUIMERA.

      ESCENA II

      CASANDRA, MINERVA

      CASANDRA.—Aquí debe de ser. Veo la boca del antro. Escondida detrás de aquellos peñascales asistiré al combate; y si mi amado perece, saldré a entregarme al monstruo para que me haga pedazos también.

      MINERVA.—¿Cómo


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