Todo el mundo sabe que vuelves a casa. Natalia Sylvester

Todo el mundo sabe que vuelves a casa - Natalia Sylvester


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rodeados por los niños de la isla en uniforme de escuela, jóvenes celebrando la hora feliz en sus autos y jubilados en ropa de cuero que habían salido de sus departamentos sin más que una alfombra de playa donde recostarse.

      Pronto le dio hambre y, como si nada, Isabel decidió que era hora de irse.

      Cuando volvieron al auto, había varias llamadas perdidas y mensajes de voz de un número desconocido en el celular de Martín, una notificación tras otra.

      —Alguien que me quiere vender algo —dijo, bajándole el brillo a la pantalla— . Ponlos, si quieres.

      Ella se resistió. Si fuera una emergencia, mandarían un mensaje de texto. En el camino de regreso, se detuvieron a comer fish and chips en un restaurante del muelle. No fue hasta que llevaban casi una hora en la carretera y estaban lo suficientemente cerca de la casa y sus rutinas cuando Isabel empezó a escuchar los mensajes en el al­tavoz. El primero era una voz joven y profunda en español, probablemente número equivocado.

      —Pon el que sigue —dijo Martín.

      Era una variación del primero. Tío. Estoy aquí. En McAllen. Me dijeron que te llamara cuando llegara, para que pasaras por mí.

      El siguiente, más urgente. Estoy justo en la autopista y Second Street. En una tienda llamada H-E-B. Traigo jeans y una playera azul marino con un tigre.

      El último, como si hasta ahora se le hubiera ocurrido mencionarlo: Soy Eduardo.

      —Carajo —dijo Martín—. ¿Por qué nadie me dijo?

      —¿Sabes quién es?

      Le cambió al carril de alta y le pidió a su esposa que volviera a poner el último mensaje. Aceleró antes de que el chico pudiera repetir su nombre.

      —Es Sabrina. O sea, su hijo. No hemos hablado desde que él tenía trece, pero es su voz.

      Ella intentó recordar quién era Sabrina, pero siempre le costaba trabajo con la familia de Martín. Había tantas tías y tíos que nunca podía llevar la cuenta, y más contando a los de México, a quienes no conocía.

      —Sabrina es...

      —Mi tía, del lado de mi papá.

      —¿Hermana de Omar?

      Estaba demasiado concentrado en abrirse paso en el tráfico como para contestar bien.

      —Vamos a arreglar esto —dijo finalmente, y hasta entonces la posibilidad empezó a dibujarse para ella.

      Pudo ver cómo, detrás de ellos, el cielo se oscurecía y el horizonte se volvía brumoso. Se habían ido de la playa justo a tiempo para evitar la tormenta.

      El estacionamiento del H-E-B estaba atascado con los autos de las cinco de la tarde, todos esperando mientras los clientes entraban a comprar provisiones de último momento para el fin de semana. Casi al fondo del lugar había una torre de policía en la punta de una plataforma blanca que se levantaba hacia el cielo. No se veía tan grande como para sostener a más de uno o dos policías, y con sus vidrios polarizados era imposible ver lo que había dentro. Isabel nunca había pensando mucho en eso —asumía que buscaban traficantes de drogas o ladrones de autos insignificantes— hasta hoy.

      —¿Por qué nadie nos dijo? —dijo otra vez Martín.

      Se detuvo en la exhibición de muebles de exteriores a orillas del supermercado, donde una reja negra entrelazada con viñas delimitaba la zona de descuentos. Detrás de eso, al fijarse bien, vio a un chico. Un adolescente, quizá. Sus mejillas y su frente lucían quemadas y parte de su ropa estaba rasgada. Cuando vio a Martín, tomó la bolsa grande del suelo y se dirigió al auto. Apenas hubo tiempo de saludarse o abrazarse antes de que se apresurara a subirse al asiento trasero. Si vio a Isabel, no dio muestras de ello. Jaló el cinturón, que estaba debajo de él, haciéndolo a un lado como si fuera una molestia.

      —Tienes que ponértelo. Es la ley aquí —dijo ella en español, más fuerte de lo que quería. Él le sonrió, asombrado—. ¿Quieres una coca? Hay unas en la hielera blanca que está detrás de ti. También hay un sándwich.

      Los tomó y balbuceó un gracias. Martín finalmente los presentó, a través del espejo retrovisor, una vez que estaban en la salida. Ella intentó observarlo sin verlo fijamente; estaba lleno de raspones y heridas, y se preguntó qué tan pronto podrían llevarlo al hospital.

      —¿A qué hora llegaste? —le preguntó.

      — Hace dos o tres horas.

      Ella asintió. Cuando un chico como él llegaba consciente a la sala de emergencias, ella le preguntaba su nombre, el año en el que estaban, su cumpleaños y si tenía hermanos o hermanas. Hacía tiempo había aprendido que preguntar la fecha o el nombre de la ciudad en la que se encontraban era demasiado específico: si el chico no podía contestar, no había manera de saber si tenía una contusión, si estaba desorientado o si sencillamente no lo sabía. Esta vez no preguntó nada de eso, por miedo a obtener respuestas reales. Volteó para otro lado para darle privacidad.

      —¿Tu mamá sabe que estás aquí? —dijo Martín. Eduardo apretó más fuerte la bolsa con sus cosas.

      —Todavía no.Pero fue su idea. Me dijo que te llamara.

      — Le hablamos entonces. Cuando lleguemos a la casa.

      Su tono era estable y su voz, lenta; Isabel reconoció esa cadencia. Martín tendía a sostener el aire dentro cuando intentaba mantener la calma.

      Cuando llegaron a la casa, Eduardo preguntó si podía bañarse. Martín puso los brazos sobre los hombros del chico y caminó con él hasta el baño, a pesar de que estaba a pocos pasos de distancia. Isabel le trajo dos toallas limpias, un jabón y ropa que a Martín le quedaba un poco chica. La regadera silbó y la tubería crujió a través de las paredes. De cualquier modo, Isabel y Martín bajaron la voz, sus cuerpos acurrucados en la esquina de la cocina.

      —Me hubieran avisado —dijo Martín.

      —¿Qué más da a estas alturas? —No era su intención ser brusca, pero él no había dejado de repetir lo mismo desde que escucharon el primer mensaje— . Sólo tenemos que hablar con su mamá —añadió, frotando el brazo de Martín mientras hablaba.

      —Seguro se fue hace meses.

      Meses antes, Isabel había atendido a una adolescente y a su hermanito de seis años por deshidratación. Habían pasado más de un año de tren en tren, intentando cruzar no una, sino tres fronteras desde Honduras hasta Texas, y habían sido detenidos y deportados más veces de las que podían recordar. Esperaba que Eduardo no hubiera intentado subirse a la Bestia, pero no le dijo nada a Martín. En vez de eso, preparó una cafetera mientas él buscaba en los cajones el pequeño directorio con los teléfonos de su familia.

      Ha sido un verano muy caluroso.

      Afuera de la ventana de la cocina, en el patio de junto, el viento levantaba una espiral de polvo en el aire y el sol del atardecer pintaba el cielo de naranja rojizo. Isabel pensó en las mejillas quemadas de Eduardo, en cómo la grasa de su cara joven parecía sobrepuesta en su cuerpo esquelético.

      —¿Cuántos kilómetros son de camino?

      Una pausa, y luego el sonido frenético, manufacturado, de los dedos sobre una pantalla de celular.

      —Mil ochenta y tres —contestó Martín. Ella respiró profundo.

      Recuérdame, ¿Sabrina es la de en medio?

      —La más joven. La única hermana de los siete.

      Ella intentó imaginarse el árbol familiar. Los abuelos paternos de Martín estaban enterrados en McAllen, aunque él nunca había tenido interés en visitar sus tumbas. De Sabrina sólo sabía que era la única hermana de su papá que él había conocido .

      Espera... eso quiere decir que Eduardo es tu primo, no tu sobrino.

      —Por edad, podría ser su tío. Así me ve él, y así me dice. Ya sabes cómo


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