Todo el mundo sabe que vuelves a casa. Natalia Sylvester

Todo el mundo sabe que vuelves a casa - Natalia Sylvester


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a su padre, Isabel se negó a separarse de él, ni siquiera los miércoles y los fines de semana, cuando le tocaba estar con su madre.

      —¿Qué vas a hacer, reportarlo a la corte?

      Su madre no se había molestado en discutir con ella, y ése fue el momento en que le cayó el veinte de que la enfermedad de su padre no era algo pasajero.

      Había empezado a tomar el autobús en lugar de que su padre la llevara a la escuela. En las tardes, él le ayudaba con la tarea mientras esperaba los tratamientos de radiación, haciéndole preguntas con tarjetas de estudio o fingiendo revisar los problemas de matemáticas. Dos días antes de las vacaciones de Navidad, se enteraron de que el tumor seguía ahí.

      —Y todas esas facturas, que cobran vida propia —dijo su madre cuando se enteró de la noticia.

      Los siguientes meses, en los que Isabel cuidó a su padre, fueron agotadores: lo único más difícil que los días y noches interminables fue que se terminaran repentinamente.Todo se sentía vacío. No había nada más que pudiera hacer por él. Nada más que pudiera hacer.

      Isabel sintió la tristeza aguda de aquellos días volver de golpe.

      —Está en duelo —por supuesto.

      —Sí, probablemente. Piensa en todo lo que dejó atrás.

      —¿Cuándo fuela última vez que te pidió que intentaras llamar de nuevo a Sabrina?

      Martín se tomó un momento para pensar.

      —Hace una semana, quizá semana y media.

      Durante un tiempo, había pedido que la llamaran todos los días, pero los intentos eran cada vez menos frecuentes a medida que avanzaban los días.

      —Cuando estaba viendo las fotos —dijo Isabel— me dijo que ella hubiera llamado si hubiera podido.

      Probablemente es cierto.

      —Pero fuela manera en que lo dijo: Si hubiera podido. Y si no puede, ¿qué significa? ¿Qué podría haberle impedido a su madre comunicarse durante tanto tiempo?

      Permanecieron en el vestidor a oscuras, con miedo a reconocer lo que estaba adquiriendo claridad.

      —Entonces somos todo lo que le queda —dijo Martín finalmente.

      Ella lo había oído hablar así antes, pero ésa fue la primera vez que en serio lo creyó. Pensó en aquel día en la playa, cómo se había quedado parada en la orilla con los brazos alrededor de la cintura de Martín. Entonces le había divertido que sus pies se hundieran más y más en la arena con el paso de cada ola. Ahora pensaba: Esto es todo lo que nos queda de eso, el sentimiento paralizante de hundirse.

      Martín la abrazó y ella se acurrucó en su pecho, haciéndose lo suficientemente pequeña como para que él pudiera descansar su barbilla sobre su cabeza. Lo sintió asentir mientras le decía una y otra vez que todo estaría bien.

      Cuando regresó de trabajar a la mañana siguiente, encontró una nota de Martín junto a su lavabo: un listado de psicólogos infantiles que había reducido a dos y el nombre de un abogado especializado en migración que un compañero de trabajo le había recomendado. Entró al vestidor para cambiarse y le sorprendió ver lo luminoso que estaba ahora que Martín había cambiado el foco.

      Capítulo 10

      Marzo de 1981

      —Esto no es un paseo por Disneylandia —dijo el coyote— .Ace­leren el paso.

      Al decirlo miró a Elda, y ella supo que el mensaje no iba dirigido a todos. Pasó junto a ella y a Omar, apresurándose hacia los migrantes que iban más atrás.

      Elda lo escuchó decirle al niño pequeño y a su padre sobreprotector:

      —¡Ándale!

      A la niña y a su madre detrás de ellos, lo oyó chiflarles como si fueran ganado. El cielo no estaba completamente oscuro todavía, pero la tierra ya parecía un mar negro. Los llamó silenciosa, urgentemente, y agitó una linterna sobre su cabeza dos veces. A la distancia, el cuerpo de la mujer era apenas una figura redonda que cojeaba; su hija, en cambio, era muy ágil. Una bola de energía orbitando a su madre.

      Cuando todos lo alcanzaron, el coyote mantuvo el paso.

      —¿Ven esas luces? —apuntó a un faro solitario que brillaba en el horizonte—. Es el otro lado de la frontera.

      Elda apretó la mano de Omar, soltando el aire. Por un momento pensó que lloraría de alivio. Estaban cerca. Tan cerca.

      Ése es nuestro punto de encuentro. Si no pueden llegar en las próximas dos horas, la camioneta los va a dejar. No espera a nadie.

      ¿Entendido?

      Todos asintieron y ella bajó la mirada hacia sus pies hinchados dentro de sus zapatos, que alguna vez habían sido azules. Parecían un par de esponjas que llevaban demasiado tiempo en el agua, no sabía si por la caminata o por el embarazo. Antes de irse, la madre de Elda intentó decirle todo lo que necesitaba saber sobre traer un hijo al mundo, pero habían tenido poco tiempo.

      —Vas a crecer lentamente, luego degolpe.

      —¿Recuerdas cómo soplabas burbujas en tu bebida con un popote?

      Así se sienten las primeras pataditas.

      —Después de dar a luz, cada centímetro de tu ser estará exhausto y adolorido, menos tu corazón.

      —Cuando llore, recuerda que tu cuerpo solía ser su mundo entero. Aprecia los momentos en que llora por ti, pero déjalo ir un poquito más cada día.

      Se había sentido como una niña, entonces: con deseos, por primera vez en años, de mantenerse protegida en los brazos de su madre. Pero ya no estaba segura ahí. Su madre lo había admitido horas después de que le dijo a sus padres sobre el bebé y su padre salió furioso de la casa.

      No había dicho a dónde iba, pero su madre lo supo de la manera en que sólo las esposas saben cosas de sus maridos.

      —Llamará al doctor para hacerlo venir en plena noche.

      Esto les daba apenas unos días. El doctor estaba a un par de pueblos de distancia, y visitaba su pueblo sólo una vez al mes, siempre en la última semana, para ver a sus pacientes en el cuarto de atrás de la iglesia. Madres e hijos hacían fila toda la noche con bolsas de aguacates o racimos de jitomate para completar el pago.

      Elda no podía aceptar que su padre no quisiera que tuviera al bebé.

      —¿Con ese hombrecito tan poca cosa? —le había gritado, apuntando al único hombre que había permanecido a su lado y enfren­tado a su padre.

      Me dijo que jamás le daría su bendición para casarse. Habían planeado irse desde entonces, pero no tan pronto. No sin despedirse de sus amigos, de los pocos primos en los que podía confiar y de su madre, que los hubiera casado hace tiempo de haber podido.

      En cambio, se habían casado en el quinto día del viaje, en un pueblo 400 kilómetros al norte del suyo, en una iglesia que ofrecía a los viajeros descanso, algunas comidas calientes e incontables oraciones de las monjas.

      —Que Dios los cuide a donde quiera que vayan.

      Volvió a mirar la luz. Ya no sabía cuánto tiempo había pasado desde que el coyote había apuntado al horizonte ni cuánto habían avanzado. No le quedaban fuerzas para caminar más rápido.

      Nadie hablaba. La noche había caído y el cielo era absolutamente negro; la luna, oculta entre nubes densas. Todos seguían la luz de la linterna del coyote, que apuntaba al suelo. Su círculo tenue vibraba con cada paso.

      Escuchó un crujido detrás de ella y no supo si era alguien del grupo o un animal. Sintió rasguños en los tobillos y se preguntó si se había raspado con una planta o una roca. Cuando el viento arreció, se dio la vuelta esperando ver que era un auto que venía por ella.

      A veces


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