El último año en Hipona. Roberto Carrasco Calvente
que acaba de oír. ¿Tan amigo era de los profesores? ¿Ellos le habían contado lo que había pasado el día anterior en las duchas? ¿Lo sabría alguien más? Y lo que es peor... ¿sabrían lo que pasaba por su cabeza cuando ocurrió?
Perdido entre interrogantes, Julio llamó a la puerta del director.
—Pase —dijo carraspeando desde el interior.
Julio abrió y, con las piernas temblando, entró.
—Siéntese, muchacho. Por favor.
Don Raimundo tenía aspecto bonachón. Era un anciano regordete, con barba blanca, labios gruesos que siempre enmarcaban una sonrisa y ojillos pequeños y brillantes. Nunca jamás alguien lo había visto enfadado, pero, por ese mismo motivo, todos lo respetaban. Sabían que, si él estaba ahí y no don Manolo, con su fuerza bruta, ni don Nicolás, con sus gafitas, su nariz aguileña y sus cientos de teoremas matemáticos, ni siquiera el padre Sermones, como llamaban al de Latín, era porque debía ser, entre los malos, el peor. Don Raimundo tenía sobre su mesa una botella de un líquido oscuro. Se sirvió en un pequeño vaso de cristal sin ofrecer al muchacho. Estaba claro cuáles eran las diferencias entre profesores y alumnos. Ellos podían beber después del desayuno, incluso fumar. De hecho, podían hacer lo que quisieran. Eran los amos de todo, ya que pertenecían a la estirpe que se había adueñado del país.
—Diecisiete años ya, ¿verdad? —Fue lo primero que dijo tras dar un sorbo de aquel mejunje negruzco.
—En agosto, don Raimundo.
—Conque en agosto, ¿eh? Muy buena edad la suya. Está floreciendo aún, como quien dice. Estoy seguro de que su cuerpo está experimentando cambios.
—Si se refiere a caracteres sexuales primarios y secundarios, señor, hace tiempo ya que...
—Lo sé, lo sé. Soy el director, tengo los expedientes de todos los alumnos.
—¿Entonces, señor? No lo entiendo.
—No todo es vello, nuez y manos gigantes, Julio. Ni siquiera la cosa termina cuando uno se hace hombre. Hay algo más.
—¿Algo más?
—Algo más. La dignidad, el honor, el hacer bien las cosas. El escoger el camino correcto.
—No lo entiendo, señor.
—Por supuesto que me entiende. ¿Qué pasó ayer en las duchas? Quiero oírlo de su boca. Supongo que no querrá que obligue al padre Mesones a que rompa el secreto de confesión...
—¿En las duchas? Ya fui castigado por ello. No pude evitarlo. Es natural en los chicos de mi edad, lo he leído.
—¿Ha leído que Dios creó sus órganos genitales para algo que no fuera procrear? Espero que no sea eso lo que enseña don Cristóbal.
—No, señor.
—Entonces, estará de acuerdo conmigo en que esta vergonzosa situación no volverá a repetirse, ¿cierto?
Don Raimundo dio otro sorbo a su copita y se la acabó, relamiéndose unas cuantas gotas que se le habían quedado colgadas del bigote.
Julio permaneció en silencio, cabizbajo. No sabía si podía cumplir tal promesa.
—Lo intentaré, señor. ¿Ahora puedo irme? Estoy perdiendo la clase de Historia.
—Estaré observándolo muy de cerca, muchacho. No me gustaría que, después de tantos años, no pudiera graduarse debido a su lascivia incontrolable.
—¿Qué les ocurre a los que no se gradúan, señor?
—Mejor no quiera saberlo.
Julio imaginaba que sería el exilio y el desierto, la humillación pública, lo que esperaba a los malos estudiantes. Despojos humanos que no llegarían al servicio militar ni a honrar a la patria. Niños que no habían sido lo suficientemente fuertes como para convertirse en hombres dignos de besar la bandera.
—Por cierto, a partir de ahora, se acabaron las duchas a solas.
—Pero, señor, es un privilegio inherente al cargo de capitán de la clase.
—Se acabaron los privilegios, jovencito. La tentación será menor si se ducha entre compañeros.
Pero don Raimundo se equivocaba. Precisamente, era en la desnudez de sus compañeros donde residía la tentación. Julio pensó que llorar tan solo empeoraría la situación, no eran lágrimas lo que se esperaba de un hombre de verdad, así que aguantó las ganas con todas sus fuerzas, mordiéndose el interior de los carrillos y apaciguando con pensamientos positivos el nudo que le oprimía la garganta: en cinco meses sería libre, apto para regresar al mundo real. Haría carrera en el Ejército, honraría a sus padres y estos, orgullosos, lo abrazarían y lo besarían por primera vez en muchos años. Trece ya. Llevaba trece años internado en el San Agustín de Hipona y no iba a permitir que, al final, la vida disciplinar no hubiera servido para nada. Lo pensó mejor. Si hacía falta, no volvería a tocarse en su vida, ni siquiera para limpiarse el prepucio. Y los pensamientos… Ya encontraría la manera de deshacerse de ellos. Lo importante era que nadie lo supiera. Si encontraban la manera de salir de su cabeza, estaba perdido.
—No volverá a suceder, señor. Se lo aseguro.
—Así me gusta. Esa es la actitud. Estoy seguro de que llegará muy lejos. Los grandes hombres saben admitir cuándo se han equivocado y, sobre todo, rectificar a tiempo.
—Sí, señor.
—Tome —le dijo el director, alargándole una de las estampitas que amontonaba sobre la mesa—. Rece a san Agustín. Él era uno de vosotros.
El solemne carillón de roble que se erguía junto a la biblioteca de don Raimundo dio las nueve.
—¡Bueno, ahora márchese! —exclamó, recuperando la jovialidad con la que lo había recibido—. ¡Aún está a tiempo de entrar en esa clase de Historia! Don Francisco estará contando un episodio apasionante.
—Siempre lo hace —respondió Julio.
Don Raimundo sonrió mientras destapaba de nuevo su preciada botella azabache y lo dejó marcharse.
«Se acabaron los privilegios», había dicho el director. Ante él, se abrían meses de duchas comunes, raciones más pequeñas y domingos de uniforme. Sabía que no por ello iba a perder el respeto de sus compañeros, pero sí que generaría multitud de preguntas entre ellos. Imaginaba el revuelo, similar al que montó Galileo cuando se atrevió a decir que el Sol no giraba alrededor de la Tierra. El Sol ya no giraba alrededor de Julio Durán, el capitán de la clase A. Una desafortunada ducha caliente había empañado, no de vapor, sino de vergüenza, su último año en el Hipona. Sintiendo que sus pasos recorrían la cuerda floja y que más allá no había red, sino soledad y rechazo, entró en clase.
—Pase, Durán —dijo don Francisco—. Ha llegado justo a tiempo para el desenlace de la batalla del Ebro.
Julio tomó asiento, pero, a pesar de que aquel era uno de sus momentos históricos favoritos, no pudo prestar atención.
A las doce, las campanas dieron aviso de que la batalla, fuera por donde fuera, había llegado a su fin. Los chicos de cada clase formaron filas, salieron de las aulas y se dirigieron sin apenas hacer ruido hasta la capilla. Julio no tenía ganas de acudir a misa. Sabía que aquella desidia podía ser pecado mortal, pero qué más daba cuando tenía claro que, con o sin misa, su alma iba directa hacia la perdición. No sabía si era peor escaquearse y faltar a la cita con Dios o contemplar cómo Tomás, desde el coro, cantaba con voz de tenor alabanzas a Cristo y abría con su timbre, con su pose y su prominente nuez las puertas de la lujuria.
Debería habérselo dicho a don Raimundo, que, de haber un culpable de su caída en la tentación, ese era Tomás y no él. Que, si bien las manos habían sido las suyas, era Tomás el que se había colado en sus pensamientos y lo había provocado, lo había llevado a darse placer bajo la ducha. Pero no lo habría creído, puesto que estaba claro que Tomás