Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo
Al no encontrar nada entreabrí un ojo y volví a cerrarlo de inmediato para abrir después los dos de par en par. No podía ser posible, ¡seguía allí! Donde o cuando quiera que eso fuese. Mi compañero de cama me había abandonado y mi manta estaba llena de su pelo. Echaba en falta su calor.
Seguía allí, se me formó un nudo en la garganta que me hizo difícil tragar mi propia saliva. Finalmente, me había convencido a mí misma de que todo había sido una especie de ensoñación derivada de la pérdida de consciencia. Como aquella vez en que, con ocho años, me había desmayado en clase de gimnasia y me había despertado media hora después contando una historia sobre un viaje en barco para regocijo de mis compañeros de clase.
Recuerdo haber llegado a casa con un chichón y a mi abuela mirándome sonriente y abrazándome con ternura. La oí decir que era algo así como mi bautismo. Yo no entendía nada. Me habían bautizado cuando tenía un par de meses, según la costumbre de la época, y desde luego esta vez no había tenido nada que ver con agua bendita ni pila bautismal ni cura ni nada de nada. Más bien me había sentido completamente ridícula por caerme al suelo sin razón aparente.
Ella me sentó delante de una taza de cacao tamaño gigante y un buen montón de galletas y se acomodó en la silla a mi lado. Me miraba en silencio mientras yo engullía con deleite.
—¡Qué vergüenza, güelita! Intenté sentarme, ¡pero me caí de culo!
Ella sonrió.
—¡Ojalá no vuelva a pasarme nunca más!
Pero pasó algunas veces más. Los médicos les explicaron a mi madre y mi abuela que los desvanecimientos eran producidos por mi baja tensión arterial. Resultaba un poco molesto, pero no tenía mayor trascendencia y además me aseguraba una vida longeva. Esa era una cuestión que me traía sin cuidado a esa edad, los niños siempre se creen inmortales.
Al escuchar el dictamen mi abuela sonrió. En aquel momento yo pensé que la explicación la había tranquilizado. No sabía que en realidad sonreía porque por fin había surgido una más, la última de muchas.
Asumimos mis desmayos como algo natural con lo que convivir. A veces eran cortos episodios que lograba disfrazar de mareo ocasionados por el calor o los nervios. Otras eran más largos, casi siempre coincidiendo con mi presencia en lugares rodeados de naturaleza. En esos casos, después de despertarme mi mente había registrado en una especie de bitácora mis vivencias. Era como si yo tuviera que dejar de estar consciente en este mundo para saltar a otro. Y resultaba tan real que llegaba a creerme que mi vida era capaz de ser múltiple. Siempre era yo, en el fondo, pero no en el mismo lugar ni en el mismo tiempo. Eran como esos sueños que se mantienen pegados a la piel cuando las sábanas aún están calientes, pero su recuerdo va desvaneciéndose poco a poco.
Los síntomas siguieron manifestándose hasta que llegué más o menos a la pubertad. Momento en el que empecé a encontrar bastante más atrayente lo que ocurría en el mundo exterior que en el interior y todo se interrumpió sin más.
Pero recuerdo un día, después de la ración de cacao y galletas del desayuno, en que mi abuela me llevó a la sala y abrió el cajoncito de una mesita de castaño. Dentro había un papel amarillento, solo contenía unos cuantos nombres femeninos escritos con una caligrafía pulcra y delicada y unidos entre sí por una línea floreada.
No reconocí los que estaban arriba, pero sí dos de ellos. El último nombre de la lista era el mío, Blanca, e inmediatamente encima de mí estaba el de mi abuela, Inés.
—¿Qué es esto, abuela?
Ella se tomó unos segundos para contestar. Como si estuviera valorando la conveniencia de explicarme la verdad.
—La línea de sucesión, pequeña. Eres la última de nuestra estirpe que tiene el don. La última saltadora.
Hizo una pausa. Yo no era particularmente buena saltando a la comba y no creía que ese papelito mejorara mis habilidades con la misma.
—Antes que yo estuvo mi abuela y antes que ella la suya y así se remonta a mucho tiempo atrás. A los tiempos en que la magia no tenía que esconderse y los nuestros andaban libres por la tierra. Te esperan cosas maravillosas si abrazas el don que habita en ti, pero recuerda que siempre podrás decidir por ti misma.
La miré sin comprender. Cogió mi mano y depositó dentro el papel cuidadosamente doblado. Rodeó mi mano con las suyas.
—La vida es como las cuerdas de una guitarra, Blanca. Algunos pueden hacer saltar sus dedos entre ellas y componer una bella melodía, pero solo unos pocos son capaces de hacer que la melodía se te cuele tan profundamente que resuene en tu alma —explicó, aunque yo no entendía nada de lo que me estaba revelando.
Me sonrió fijando en mí aquellos ojos de color verde musgo idénticos a los míos. Luego levantó la cabeza para mirar al horizonte a través de la ventana.
—Alba rubia, o viento o lluvia —recitó aquel viejo refrán que repetía a menudo y se volvió hacia mí—. No tardes en regresar, Blanca. Pronto lloverá.
Cuando estaba en la casa de mi abuela me despertaba temprano. Creo que la certeza de que me dejaría corretear libre por el valle me emocionaba tanto que mi cerebro se programaba para dormir solo lo estrictamente necesario.
Antes de que terminara de hablar yo ya salía por la puerta a toda velocidad dejando tras de mí la estela de cuadros rosas y naranjas de mi ligero vestido de algodón. De cerca me seguía un perrito de raza indefinida y ojos del color del caramelo quemado.
Tal y como mi abuela había predicho el cielo comenzó pronto a encapotarse. El verano asturiano era siempre una sorpresa.
Yo llevaba un buen rato jugando cerca de la iglesia en compañía de mi fiel y achuchable Simón cuando las primeras gotas se estrellaron contra nuestras cabezas. Nos miramos, había que salir corriendo si no queríamos llegar a casa empapados.
Cogí el ramillete de diminutas margaritas que había estado recogiendo y me lo metí en uno de los bolsillos de mi vestido. Al ir a hacerlo toqué algo, era el papel con la lista de nombres que me había dado mi abuela. No sé por qué, pero sentí el repentino impulso de ocultarlo en algún sitio en que estuviera a buen recaudo. No había mucho tiempo para pensar y los restos del antiguo muro de la iglesia me parecieron una buena opción. Después de todo, se trataba de un lugar sagrado.
Entre las piedras perfectamente encajadas entre sí encontré un hueco en el que un helecho de hojas rizadas, jugosas y de un brillante verde había nacido. Me pareció el lugar ideal para ocultarlo. Lo estrujé dentro del agujero justo antes de que las gotas de lluvia empezaran a multiplicarse. Y luego, como ocurre tantas veces con los niños, me olvidé de él. Mis desmayos se volvieron cada vez más infrecuentes y acabaron por desaparecer… igual que mi abuela y sus historias.
Muchos años después, leyendo una de esas revistas de divulgación que incluyen una pincelada de ciencia aquí y allá me topé con un artículo sobre la teoría de cuerdas y su relación con los vórtices energéticos. A pesar de ser una versión para neófitos era un lío y no llegué a comprenderlo del todo, pero por alguna razón las palabras de mi abuela acudieron raudas a mi mente desde algún recóndito lugar de mi memoria.
Cuando me desperté sobre la cama de heno de los establos del conde Alfonso Enríquez algunos recuerdos volvieron a manifestarse como los fantasmas que eran. Me daba miedo admitir algo que ya sabía que era un hecho, como si ignorarlo pudiera borrar su existencia.
Capítulo 4
SORPRESA, SORPRESA
Llevaba ya tres días en las cuadras. Y había seguido una rutina similar. Aferrarme a las costumbres hacía más fácil asimilar que cada vez que me despertaba volvía a verme allí.
Me levantaba muy temprano, antes incluso de que amaneciera y empezara la actividad. Lo hacía para mantenerme a salvo de miradas indiscretas.
Compartía un desayuno de pan, queso y sidra con un joven mozo recién llegado de