La vida en la cornisa. Inés Fernández Moreno
y que usted hace salir por cualquier punto de su cuerpo hasta quedar libre y renovada. Porque la corbata es definitivamente la parte más delicada del hombre, y es necesario envolver una por una en suave papel de seda.
GUARDE LOS CALCETINES DENTRO DEL CALZADO Y ESTE EN BOLSITAS DE NAILON INDIVIDUALES QUE UBICARÁ EN LOS LATERALES DE LA VALIJA. RESERVE LAS ESQUINAS PARA CINTURONES Y TIRADORES.
En una caja de madera de las dimensiones que ya le hemos indicado, usted guarda pomadas de todos colores, incluso cera de color natural, imprescindibles para mantener la flexibilidad de los cueros. Una vez por mes usted limpia y lustra todos los zapatos de la casa, sin mezclar nunca los cepillos marrones con los negros. El olor del betún le provoca una alegría instantánea, le despierta recuerdos de infancia y un tarareo bajito y desafinado que no coincide con ninguna música conocida. Usted se descalza y pone sus zapatos frente a los de él, un matrimonio de zapatos, piensa, pero dispar. Basta con mirar los suyos para imaginar toda la mujer plantada sobre ellos, los de él, en cambio, cada vez revelan menos al hombre. Sin embargo, si usted entrecierra los ojos, puede dibujar con precisión su manera de avanzar, con el cuerpo un poco inclinado hacia atrás, como contradiciendo el ritmo de la marcha. Y también puede escuchar el sonido de sus pisadas alejándose por el pasillo aquella noche de venganzas. Se detienen un instante, vacilan, pero se alejan por fin hasta desaparecer detrás de la última puerta. Usted se queda sola con su cuerpo, vacío el campo de batalla, con la furia subiendo por su garganta, haciendo añicos la comprensión, la dulzura y la tolerancia que son los tres pilares —querida amiga— de un matrimonio bien avenido. Entonces usted corre hacia el balcón y hace volar uno a uno sus zapatos; con odiosa precisión los hace caer justo en el centro de la calle, donde los autos no podrán esquivarlos, para que al regreso él los encuentre allí, abandonados, impares, despanzurrados, con la íntima y vergonzosa convicción de que aquellos zapatos son efectivamente suyos, de que aquella es su última y miserable cáscara.
ES INDISPENSABLE CONTAR CON UN NECESER PARA LOS ARTÍCULOS PERSONALES, ASÍ COMO CON UN MINI COSTURERO PARA EMERGENCIAS CON ALGUNAS AGUJAS, HILO BLANCO Y NEGRO Y BOTONES DE CAMISA.
Hace tiempo ya que usted tiene un pequeño costurero para viajes, con una trenza de hilos de todos colores, botones blancos y negros de distintos tamaños y hasta una tijerita plegable. Lo único que, lamentablemente, no contiene este primor es el huevo de madera. Un huevo de madera que perteneció al costurero de su madre y que, como la calavera de Hamlet, despertaba entre ustedes cierto ánimo reflexivo. Una noche usted se lo dejó bajo la almohada. Unos días más tarde, mientras se duchaba, lo encontró en la jabonera. Y desde entonces el huevo iba y venía, desbaratando la rutina con su soplo de locura. Apareciendo y desapareciendo sin palabras, según un código secreto que decía que cuanto más arbitrario fuera el momento y el lugar, mejor. Tanto podía ser dentro de la heladera, camuflado entre los verdaderos huevos, como dentro de una cartera de fiesta o haciendo equilibrio en la cornisa de una ventana. A veces usted y él se sorprendían mirándose, y los dos sabían que los dos sabían y ninguno se hubiera sorprendido si una mañana hubiera aparecido una docena de pollitos de madera piando sobre la mesa del comedor. Porque lo único que importaba, lo único real y verdadero, tangible y deseable, era aquel huevo de madera y lo demás, una escena montada, una pura superchería, una automática sucesión de gestos y de palabras.
Usted no podría recordar cuándo desapareció por completo, así como es imposible saber cuál es el momento exacto en que la lana de un suéter se empieza a apelmazar. Pasaron muchos años hasta que una mañana de limpieza general reapareció cubierto de pelusas en el hueco que quedaba entre la pata de la cómoda y la pared. Entonces, lustrado y esterilizado, regresó al costurero donde usted sabe que lo podrá encontrar cada vez que necesite zurcir un par de medias.
PARA QUE NO HAYA OLVIDOS NI SORPRESAS DESAGRADABLES AL REGRESO, ADHIERA EN LA CARA INTERNA DE LA TAPA DE LA VALIJA UNA HOJA CON EL DETALLE DE TODOS LOS ARTÍCULOS QUE CONTIENE, ASÍ COMO CON LA FECHA Y EL DESTINO DEL VIAJE.
Usted ha tenido que utilizar más de una valija y más de una semana para tener todo impecable, como a él y a usted les gusta. Porque preparar una valija es todo un arte, y el amor, como siempre decimos, debe demostrarse hasta en los más pequeños detalles.
Por eso usted le ha pedido especialmente que le permita ocuparse de sus cosas. Una vez más. La última. Sin lista y sin regreso. Pero con el recuerdo de su amor cosido en cada botón de cada camisa, alineado en la raya del pantalón, almidonado en cuellos y puños, zurcido en sus medias e impregnado en cada pañuelo. Y también le recomienda en un pequeño papel adherido con alfileres a la contratapa de la valija que no le pase inadvertido el suave polvillo dorado que sin duda encontrará cuando retire la última prenda. Que no olvide cepillarlo con energía, le indica, con un cepillo de cerdas suaves humedecido en agua. Y que no tema. Es solo el producto de la honesta tarea de años de polillas o de mariposas.
POR ULTIMO, PARA DARLE SU SELLO PERSONAL A ESTA VALIJA Y AUGURAR UN FELIZ REGRESO AL HOGAR, ESCOJA UN RECUERDO PERSONAL PARA EL VIAJERO: UNA BOLSITA DE LAVANDA CON SUS INICIALES, UNA FOTO O UN POEMA DE SU ELECCIÓN.
Usted se ha tomado un día entero para elegir su mejor recuerdo y por fin ha elegido las alcaparras.
Están los dos en un balcón, que podría ser un jardín, y la mesa, servida sin mantel, es casi magnífica. Que qué eran aquellas aceitunas chiquitas que la enloquecían, le había preguntado usted. Y él le contestó terminante que eran alcaparras. Y que además, tampoco los fenicios eran los asirios, ni el Éufrates el Tigris, ni las amapolas los pensamientos. En definitiva, que unas cosas no eran otras, sino ellas mismas. Y que había que animarse a abordarlas así, sin analogías, dando un salto limpio sobre el vacío. Entonces usted salta sobre él y le dice que no sea tan idiota y soberbio y le hace el amor tan sin analogías que durante mucho tiempo basta con decir la palabra alcaparras para que aquel vértigo vuelva a deslizarse entre ustedes.
Usted, que conoce las mejores casas de ultramarinos, adquiere un frasco grande de alcaparras y lo pone, como un corazón, en el centro de la ropa. Después cierra la valija con el juego de minúsculas llaves que guarda siempre en el mismo cajón de la misma cómoda y confía en que el frasco resista, que no se rompa, porque las manchas de alcaparras en conserva se impregnan de tal manera sobre los tejidos que allí donde caen dejan una aureola amarillo pálida para toda la vida.
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