Tea Rooms. Luisa Carnés
—¿Está usted contenta?
—Sí.
—Ya verá cuando lleve dieciocho años, como yo.
—Creo que no me haré aquí vieja.
—Todas dicen lo mismo, y luego… Buenas están las cosas para andar escogiendo.
—A ver si pasa esta crisis…
—Ya usted ve: Felisa, con tanto como sabe, y aquí está va para cuatro años. Y Trini, y Antonia; ya ve, Antonia, con quince años en la casa y ganando un duro… y callandito. Ya hay veinte en la puerta esperando.
—De eso se valen «ellos».
—Vamos; ya ha sido bastante conversación —grita la encargada desde arriba.
Matilde sube.
—¿Ya está usted contándole películas a la nueva, Esperanza?
—Sí, que tendría mucho que inventar si quisiera hablar.
La encargada sale, sin oponer la menor objeción.
—¡Demasiado sabes tú por dónde voy, puta vieja!
6
¡Qué asqueroso este cuarto —un metro cuadrado escaso—, antigua cabina telefónica, forrada con arpillera pintada de amarillo obscuro (nido de chinches y cucarachas), donde se visten y desnudan las empleadas! Una hornacina con tapa. Dentro huele mal. Las zapatillas de suela sucia y pringosa, los zapatos tirados en el piso y los vestidos pendientes de clavos, le dan aspecto de guardilla trastera. Ni un solo agujero por donde la atmósfera pueda renovarse. Sobre la puerta, un pequeño espejo. La bombilla apenas lanza un débil resplandor. La aspiradora de la asistenta hace mucho que no asoma la nariz a este piso sucio y lleno de papeles arrugados, entre los que descuella la envoltura reluciente de algún bombón. En este escondrijo cambian las muchachas sus vestidos de calle por los uniformes de labor. En estos clavos cuelgan las empleadas cada mañana su personalidad para recogerla cinco horas después. Desde ese instante se convierte en el insubstituible, en el utilísimo añadido humano del establecimiento. «¡Qué porquería de cuarto!». «¡Qué mal huele!». En particular por las mañanas, cuando se llega de fuera, donde hay un hermoso sol y unas calles limpias y alegres. Y «hale, adentro». Adentro hace un calor que entontece, aunado al zumbido soporífero de la aspiradora, hábilmente manejada por Esperanza. El suave olor que despiden los pasteles calientes no es nada grato; pero lo verdaderamente insoportable es el ambiente de la cabina, la peste que despiden el montón de zapatos viejos. «¡Uf, qué asco!». «Esto es la peste». «Además de la mierda que una gana, esta porquería de cuartucho». Pero «una» no protesta nunca, al menos ante la encargada o el jefe supremo, el propietario; «una» se conforma con murmurar un poquito de la pocilga inmunda, mientras se viste o desnuda en ella, con la compañera de turno. Lo natural es que no se ocupe siquiera del abandono y carencia de higiene de la cabina. Ya está «una» inmunizada contra el mal olor, de tal modo, que apenas lo siente; sobre todo desde los dos minutos en adelante de hallarse bajo su influencia. Además, se disfruta de tan escasa libertad en la casa que es una lástima perder los cinco o diez minutos que se invierten en el canjeo del indumento en inútiles lamentaciones o en vanos comentarios. Lo único eficaz sería elevar a la dirección una protesta colectiva. Ya se ha tratado más de una vez del asunto, pero tras muchas discusiones no se ha llegado nunca a un acuerdo: el temor de cada dependienta a perder el empleo ha ahogado la protesta. Ya una vez fue despedida una de ellas a propósito de un fuerte altercado con la encargada respecto del tema. ¡Bueno! Es un asunto nada nuevo. Las muchachas hallan siempre motivos más interesantes para sus breves charlas ocasionales; por ejemplo, el vestido de verano o el abrigo de invierno; ese único vestido temporal de la obrera, cuya adquisición y «estreno» reviste en casi todos los casos enorme trascendencia; las confidencias íntimas; los «me dijo», «te dijo», de la compañera; el «asunto» de la encargada. Los problemas de orden «material» (social) no han adquirido aún bastante preponderancia entre el elemento femenino proletario español. La obrera española, salvo contadas desviaciones plausibles hacia la emancipación y hacia la cultura, sigue deleitándose con los versos de Campoamor, cultivando la religión y soñando con lo que ella llama su «carrera»: el marido probable. Sus rebeliones, si alguna vez las siente, no pasan de momentáneos acaloramientos sin consecuencia. Su experiencia de la miseria no estimula su mentalidad a la reflexión. Si un día su falta de medios económicos la constriñe al ayuno forzoso, cuando come lo hace hasta la saciedad. Y las dos cosas dentro de la más perfecta inconsciencia. La religión la hace fatalista. Noche y día. Verano e invierno. Norte y sur. Ricos y pobres. Siempre dos polos. ¡Bueno! A veces —pocas— siente que su vida es demasiado monótona y dura; pero su mente contiene suficientes aforismos tradicionales, encargados de convencerla de su error y de la inmutabilidad de la sociedad hasta el fin de los siglos. Estos proverbios son también quienes la han asegurado que no posee sobre la tierra otro patrimonio que sus lágrimas, y por eso tal vez las prodiga.
Matilde constituye una de esas raras y preciosas desviaciones del acervo común. Matilde no habla, no comenta. Observa. Se adapta. Corta el papel de envolver, coloca el género, atiende a los clientes y los pedidos del salón con la mayor pericia. Consciente en todo momento de su obligación, pero fría.
—Al cliente hay que halagarle un poquitín, querida. Un «señor» o «señora» a tiempo tienen una gran influencia sobre el cliente vanidoso. La buena dependienta debe tener esto muy en cuenta. Es usted demasiado seca con el público. No basta con servir correctamente al cliente, hay que saber halagar un tantico su vanidad.
—¿Tiene usted alguna otra queja de mi trabajo?
—Yo no he dicho que esté descontenta de su trabajo; solamente que es usted demasiado orgullosa.
—No creo que se me pueda exigir otra cosa.
Este breve diálogo sostenido con Matilde ha impuesto a la encargada de la personalidad de «la nueva». Las otras empleadas censuran subrepticiamente; pero Matilde dice las cosas de un modo que no admite réplica. Sin desentonos de voz, sin titubeos. Sus palabras categóricas, sencillas, han establecido una fría laguna entre Matilde y su jefa inmediata. En cuanto a las otras dependientas, varía mucho la situación. Todas ellas son muchachas sencillas, ignorantes y cordiales. Particularmente Antonia. Antonia es la veterana de las empleadas. Antonia es excesivamente gruesa, camina con pasos de pato y tiene unas manos redondas, blandas y coloradas. Antonia es viuda, pero su estado es un secreto para todos los de la casa. La dirección no admite mujeres casadas en el establecimiento, y durante sus diez primeros años de actuación en él, Antonia hubo de ocultar su situación civil como algo vergonzoso. La viudez la redimió de tan violenta esclavitud y la invistió de un aspecto resignado y bobalicón. Desde los primeros instantes Antonia ha demostrado hacia Matilde una especial ternura, que ha culminado en la confidencia de su secreto : «Sólo a ti se te pueden contar estas cosas; las demás son tan locas… Tú tienes una cosa especial…». La «cosa especial» que Antonia atribuye a Matilde es el sello de magnífica serenidad de la criatura marcada por largos años de una vida difícil; de la criatura desarrollada en la mayor miseria, cuyo cerebro no está absolutamente hueco. «Crea usted, Antonia, que lo natural es que yo sea así, y no de otra manera». De ordinario, Matilde y Antonia coinciden en uno de los turnos, precisamente en las primeras horas de la tarde, cuando el silencio y el calor son más absolutos en el local.
A las dos, un camarero sirve el almuerzo a la encargada, sobre una de las mesitas del salón. Ella come muy despacio, deleitándose en cada plato, en cada sorbo de cerveza fría.
Mientras tanto, el camarero —el único camarero del turno— cabecea soñoliento sobre un velador o relee un periódico.
En el mostrador de los fiambres, Paca —treinta años escuálidos y feos— manipula preparando los sandwichs y los botellines de leche para la frigorífica, y frotando el cinc del pequeño tablero donde se preparan los bocadillos y los pasteles de nata y fresa.
Los ventiladores zumban sordamente.
Al través de las puertas y escaparates, velados con crespones obscuros, cruzan perezosas figuras.
El