Un hijo inesperado. Diana Hamilton

Un hijo inesperado - Diana Hamilton


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a visitaros a ambos cuando me sea posible. No interferiré. Piénsalo.

      Había dejado la copa vacía en una mesa y se había inclinado para darle un beso suave en la frente.

      –Jamás perderás tu libertad e independencia a manos de un marido. Ni siquiera tendrás que pasar por el mal trago de tener que acostarte con alguien para conseguir tener un niño. Y yo conseguiría la única cuota de inmortalidad posible –sonrió–. Piénsalo. Te llamaré por la mañana. Si estás de acuerdo, podemos ir a Londres directamente y comenzar el proceso. Hay una clínica privada dirigida por un profesor de ginecología que me debe un favor. Es útil tener amigos en cargos importantes en ciertos casos. Piénsatelo, Elena. Y ahora, me marcharé.

      Al principio, ella había rechazado la idea, pero a medida que lo pensaba le iba pareciendo más aceptable.

      Sam había hablado de su necesidad y deseo de tener un hijo. Había tenido razón. A veces añoraba tener un hijo en brazos, y sentía pena por la imposibilidad de lograrlo. Cuando sentía aquel vacío, todos sus logros profesionales y personales le parecían no tener ningún valor.

      No se volvería a casar, y la idea de tener que acostarse con alguien para quedar embarazada le repugnaba. Y a ella le gustaba Sam Nolan, y lo respetaba. Incluso lo admiraba. Un niño con sus genes sería una bendición.

      Cuando Sam había llamado a la mañana siguiente ella le había dicho que sí.

      Había ido a Londres con Sam, sin saber que a las seis semanas de aquello asistiría a su funeral.

      La noticia de su muerte la había hundido en la tristeza. Una vida joven y llena de talento había sido segada por una bala en una guerra en África Oriental. No sólo se había sentido devastado por ello, sino también porque, después de un mes de esperanza, había descubierto que la idea de Sam no había funcionado. Ambas noticias habían coincidido en el tiempo prácticamente.

      No había conseguido su cuota de inmortalidad, y ella jamás tendría un niño a quien amar y abrazar.

      Elena había conocido a Jed en aquella triste ceremonia, y desde aquel momento, todo había cambiado para ella. Para ambos.

      Era de noche cuando volvió Jed por fin. Elena oyó el ruido del coche aproximándose y sintió pánico.

      ¿Vería de otro modo su embarazo cuando supiera cómo había sido concebido? ¿Creería que su hermano menor y ella jamás habían sido amantes? ¿Aceptaría el hecho de que sólo habían sido buenos amigos que se habían encontrado en una situación similar de frustración a la que le habían puesto una solución racional?

      Las luces de fuera estaban encendidas. Eran luces doradas sobre paredes encaladas. Las flores daban su perfume dulce al aire.

      Cuando el coche paró se hizo un inmenso silencio. Elena se quedó esperando. El sudor le corría por la cara y la tensión anudaba todo su ser. Ella tenía que lograr que él la escuchase. El amor que sentían la hacía merecedora del privilegio de escucharla.

      Jed apareció en el arco de entrada al patio. La penumbra le daba aspecto de tentación prohibida. Elena se aferró al respaldo de un sillón de hierro que había junto a una mesa a juego. Necesitaba sujetarse.

      –¿Dónde has estado?

      Él no parecía tener prisa por romper el hielo. Pero alguien tenía que hacerlo.

      –En Sevilla –contestó. Se acercó a ella–. Como sabes, los Nolan vamos a adquirir una propiedad en Sevilla. Tenía que ver a nuestro arquitecto dentro de quince días, para elegir la propiedad que vamos a comprar –hizo una pausa–. Por razones que supongo que comprenderás, he pensado que hoy podía ser un día como otro cualquiera para volver a tomar contacto con el trabajo.

      Elena se encogió por dentro. Ellos habían planeado tres semanas de luna de miel en Las Rocas, su casa, y luego, pasar una semana en Sevilla juntos y ver a su arquitecto y visitar la ciudad. Evidentemente la luna de miel había terminado. Pero, después de lo que le había contado, ¿qué otra cosa podía esperar?

      Ella hizo un gesto hacia él. Sentía un nudo en la garganta. Pero Jed no respondió a su gesto de aproximación y ella, derrotada, bajó la mano y dijo:

      –¿Podemos hablar?

      –Por supuesto –dijo él fríamente–. Pero dentro. Ha sido un día muy cansado.

      Jed fue hacia la casa y Elena lo siguió. Casi hubiera preferido sus recriminaciones, su rabia, en lugar de aquella frialdad. Al menos hubiera sabido qué pensaba. Y podría haberlo tranquilizado, pedirle que comprendiera.

      Ella no lo había conocido ni se había enamorado de él cuando había tomado la decisión de quedar embarazada. Y en aquel momento, le había parecido tener razones válidas para ello.

      Jed fue hacia la cocina y sacó una botella de whisky del armario de cocina, la abrió y se sirvió una medida generosa.

      –En vista de tu estado, no te pediré que bebas tú también –se bebió el whisky casi de un trago, luego se sentó en una silla de pino. Tamborileó los dedos insolentemente y dijo mirándola fríamente:

      –Bueno, habla, entonces. Te escucho. ¿O quieres que empiece yo la conversación?

      Elena sintió que aquella actitud le helaba la sangre y el alma. Temblorosa, apartó una silla y se sentó en el borde, no frente a él, sino más lejos, de modo que él tuviera que girarse para mirarla.

      Pero él no la miró. Elena casi se alegró. No quería ver aquella indiferencia en sus ojos, después de que la hubieran mirado con tanto amor.

      Ella se estremeció y entrelazó sus manos en su regazo. Echó una mirada breve a la cocina, a sus cazuelas de cobre brillando en la pared blanca, al suelo de terrazo, los cajones de madera maciza y las macetas con geranios.

      Siempre le había gustado la cocina, y aquella semana, en ausencia de Pilar, Jed y ella habían preparado la comida juntos. Habían cortado la verdura de su huerta, habían lavado la fruta. Habían conversado, reído. Se habían deseado, amado… Y se habían olvidado de la comida.

      No volverían a recuperar aquella magia de amor y risas. Pero ella no se atrevía ni a pensarlo.

      De todos modos, él había erigido una montaña entre ellos. Y ella no sabía si podría escalarla para llegar a él.

      Pero tenía que intentarlo.

      Se lamió los labios en busca de palabras para empezar a hablar. Tenía que elegir cuidadosamente las palabras, para que él la comprendiera.

      –Como parece que te has quedado muda, hablaré yo– se bebió lo que quedaba de whisky y la miró achicando los ojos–. He pensado en nuestra desagradable situación y he tomado algunas decisiones, que no son negociables. Permaneceremos casados –afirmó. Luego tomó la botella y llenó el vaso.

      Elena sintió una punzada en su corazón.

      –¿Has pensado en el divorcio? –le preguntó Elena.

      Ella apenas podía creerlo, después de lo que habían vivido juntos. ¿Podría olvidar ella que él había pensado en apartarla de su vida sin darle siquiera la oportunidad de explicarle la historia?

      –Naturalmente. ¿Qué otra cosa esperabas? –le dijo sin mirarla, con la vista en el vaso–. En estas circunstancias, es en lo primero que he pensado. Pero he rechazado la idea por dos razones. La primera por Catherine, mi madre, a ella le gustas. Nuestro matrimonio ha sido lo único que ha aliviado su dolor después de la muerte de Sam. Un divorcio tan pronto podría afectarla mucho. La segunda razón es el niño no nacido de mi hermano. Él murió sin saber que te había dejado embarazada. Así que por amor a mi hermano seguiremos casados. Pienso ocuparme activamente de la crianza de su hijo. Llámalo sentido del deber, si quieres. Sam se burlaba de mí por ello, pero tal vez, dondequiera que se encuentre él, agradecerá que lo tenga en este caso.

      Por un momento, Elena vio dolor en la mirada de Jed. Ella también sintió su dolor. Deseaba acariciarlo,


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