Prosas para leer en la silla eléctrica. Gonzalo Arango

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       Al Cid. A Rose Girasol

      I

      En mi ciudad de Leteo hubo un terremoto hoy, el más siniestro de toda su historia.

      Miles murieron bajo las ruinas.

      La terrible sacudida duró dos minutos eternos durante los cuales todo se vino abajo, y un arcoíris de polvo y furia oscureció el cielo.

      Mi hermano y yo habíamos salido a pescar tortugas al mar, y por eso estamos vivos. Allá oímos que una desgracia había caído sobre la ciudad, hasta pensamos que era la Bomba Atómica, o algo terrible como eso, tal vez un castigo del cielo.

      Entonces corrimos a ver qué era, y Leteo había desaparecido: nada quedaba en pie, ni las estatuas, salvo unos árboles que se sacudían sobre la tierra rota. Lo demás era una llanura dantesca de desolación.

      Cuando llegamos a la ciudad, ahora en ruinas, los pocos sobrevivientes lloraban, o miraban al cielo sin decir nada. Era como si se hubieran muerto de pie.

      De todas partes, como de agujeros, salían gritos desesperados. No era un dolor como es el dolor de siempre. Era algo tan espantoso que yo no puedo describirlo. Creo que no eran gritos salidos de la voz humana, sino de la carne. En todo caso eran aullidos.

      Cuando el miedo permitió otra vez pensar, se organizaron brigadas de salvamento y se levantó una tienda bajo el árido y ardiente sol para atender a los heridos.

      Uno que parecía alcalde organizó la cosa, aunque dudo que el alcalde estuviera vivo. Lo cierto fue que el señor dividió las ruinas en sectores, y nos asignó uno para cada dos sobrevivientes: tal había sido el desastre.

      Mi hermano y yo formamos la Brigada K, del sector 7. Nuestra misión era rescatar heridos de las ruinas y ponerlos a salvo, lejos de los muertos que ya estaban abandonados a su suerte.

      Mi hermano y yo, él adelante y yo atrás de la camilla que fabricamos con dos palos y una lona que resistía el peso del tamaño de un herido.

      Empezó, pues, una lenta y callada procesión de nuestro sector 7 a la colina, donde se iban amontonando los mutilados, algunos de los cuales agonizaban en el intervalo de dos viajes, y luego morían.

      Los otros se retorcían de dolor, se revolcaban espantosamente o llamaban a Dios. Pero nadie quedaba para socorrerlos, y nosotros nada podíamos hacer, o muy poco. ¡Era horrible! No podíamos consolarlos porque otros que también querían vivir nos llamaban en el sector. También para ellos éramos su última esperanza.

      Nos pareció que el sol nunca había calentado más fuerte. Era un sol áspero, de hierro. En vista de un sol tan asesino resolvimos quitarnos la ropa y trabajar desnudos. En Leteo todo el mundo estaba desnudo, muerto o desamparado. Era desolador, y nada explicaba por qué no estábamos todos muertos.

      Pero la vida es así, una cosa rara que nos eligió para un oficio doloroso.

      Mi hermano Alción sí lloraba de vez en cuando al regreso de la colina, cuando su corazón podía darse el desahogo de un sentimiento, o el lujo de un recuerdo. Hasta llamaba a su novia que seguramente ya estaba muerta con su bello cuerpo. Él la amaba.

      Yo no lloraba, ni llamaba a nadie. Todo era inútil. Hacía lo que tenía que hacer.

      Si Leteo vuelve a existir alguna vez; si la ciudad vuelve a fundarse sobre la nada, nuestros nombres serán registrados en la historia del terremoto, como sobrevivientes y salvadores.

      Tengo que confesar que a mí no me importa la tal inmundicia de la gratitud: ni compadezco a la humanidad, ni la odio, ni la amo. Hago lo que tiene que hacer un sobreviviente, sin alegría, sin lágrimas. Eso es todo.

      Pienso que otros harían lo mismo que yo, aunque no sé. No espero nada de los hombres, y no soy un santo para que se esperen de mí esas grandes cosas morales como la nobleza y el valor.

      Desgraciadamente al caer la tarde, el sol ya se dejaba sentir sobre los muertos descomponiéndolos un tris. Un gas venenoso ascendía al cielo desde las ruinas. Los gritos eran inmensamente desesperados, pero más reducidos, seguramente porque los muertos eran cada vez más, y los vivos menos: cosas de Dios que no mueve una ola, ni tumba una ciudad sin su poderoso consentimiento.

      De noche, en plena oscuridad, el rescate fue más difícil, y aunque no se veía nada –la luna era del tamaño de una hoz rusa– nos guiábamos por las lamentaciones.

      Remover los escombros que aplastaban los cuerpos era casi imposible. Muchos quedaban allá abandonados para siempre, esperando la muerte, pero enloquecían antes de morir. Era terrible escuchar sus plegarias o sus blasfemias a los dioses o al Destino, pues para todos, según su fe, había desesperación y consuelo.

      Muertos en vida, o condenados a morir con los ojos abiertos, bajo la bóveda de aquel cielo estrellado, ya purificado de polvo, nítido y azul: un hermoso cielo de verano, pero de una cruel belleza para los que iban a morir y lo veían por última vez. Creo que la belleza de ese cielo los enloquecía.

      Sería media noche cuando nos ofrecimos un merecido descanso restaurador, pues estábamos agotados. Yo me tiré boca arriba sobre la hierba, lejos de los heridos para no oír sus malditos quejidos.

      A pesar de la desgracia que se extendía a mis pies, el cielo me pareció bello y turbador, y en las claras estrellas identifiqué mi loco amor por la vida, y me sentí feliz. Lo que había de pureza en el mundo estaba allá arriba, en el firmamento, goteando una luz espléndida sobre el afligido cementerio de la ciudad.

      Alción estaba tan desesperado que no sentía cansancio y fue a buscar a su novia, o lo que quedaba de ella, adivinando el sector donde vivía, cosa imposible de saber porque nada había quedado en su sitio: los rascacielos estaban patas arriba; la ciudad había sido arrancada de raíz, y lo que antes estaba en un extremo, ahora podía estar en otro.

      Por eso no me preocupé de buscar a mis padres, aunque sí pensaba en la posibilidad de que mi gato Ternura estuviera herido y me necesitara. Pero yo estaba muy cansado para buscarlo. Tal vez mañana él vendría a mí por su cuenta.

      Cuando Alción regresó sin saber nada de su novia, ni un quejido siquiera, yo me había sumido en un éxtasis con el endito cielo estrellado, y qué furioso me puse cuando Alción llegó desilusionado y loco de pena, arrojando lágrimas como una dolorosa, o cosa semejante a lloronas, quebrando el sortilegio de mi contemplación nirvánica que era la antesala del cielo místico donde la Santa Nada ya abría sus puertas para ponerme en comunicación con el misterio.

      No tuve más remedio que volver a mi ingrato oficio de sepulturero, yendo y viniendo entre gemidos, lágrimas y demencia, y un amotinado olor de tumba abierta.

      Al fin se derramó un alba fresca como un loto, y salió el sol. Con los primeros rayos me sumergí en el sueño para no ver aquello macabro que el sol iba a calentar, y también porque estaba cansado hasta la muerte.

      Así que decidí dormir, y ni siquiera me preocupé por buscar a Ternura. Ya que el diablo se había llevado a Leteo, que se llevara también a mi gato, aunque Dios sabe cuánto lo quiero, o quería, si por desgracia está muerto.

      A mediodía recibí en pleno rostro una bofetada, que me despertó: una ola de calor intenso extendía por la ciudad un hosco olor de corrupción. Todo estaba podrido, hasta el cielo puro. En el aire caliente y pegajoso zumbaban enjambres de moscas, como nubes infectas que amenazaban caer sobre la ciudad y devorarla.

      Miles de cuervos migratorios surcaban el cielo y se arrojaban con sus picos filudos consagrándose a una horrenda rapiña, sin que nadie los espantara.

      Todos estábamos ocupados con los vivos, o con los medio vivos. Los muertos no importaban, y tal vez quedaban mejor digeridos en el vientre de los cuervos que olvidados a la furia del sol, pues este los


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