Ese chico. Kim Jones
Ante mí se alza un hombre con el pelo despeinado y del color del carbón. Ya sabes, de ese tipo de pelo por el que se pasa la mano. El tipo de pelo que agarras con fuerza cuando él te chupa ahí abajo.
Sus mandíbulas tienen todas esas características para las que los escritores usan expresiones como marcadas, fuertes, cuadradas, salpicadas de pelos como si llevara una barba de tres días, para describirlas.
Tiene los mismos labios que Tom Hardy.
Tiene una nariz indescriptible porque ¿cómo diantres se describe una nariz sexy?
¿Y esos ojos? Azules como el océano, tal vez. No los veo bien. Y los tiene entrecerrados debido a… ¿La curiosidad? ¿El deseo? Seguramente sea la ira…
Bajo los ojos. Me fijo en el hoyuelo que tiene en la barbilla. Sigo por la nuez, que sobresale levemente cuando traga. Sigo por el poco pecho que queda al descubierto en la abertura del cuello de la camisa blanca.
El traje oscuro le abraza los largos brazos. Resigo con los ojos sus hombros hasta las muñecas. «Qué cabrón, lleva gemelos». Y un cinturón. Por encima, se adivina una barriga plana y musculosa. Por debajo, se adivina un buen paquete.
Tiene las piernas largas.
Los muslos definidos.
Las zapatos brillantes.
Te lo puedes imaginar. Pero, por si acaso, te diré que Jake Swagger está buenísimo de cojones.
Y cabreado de lo lindo.
—¿Quién coño eres?
Me saco la tontería de encima y me pongo de pie enseguida. La caja de pizza a medias me resbala del regazo y cae al suelo boca arriba, junto a las servilletas sucias y la botella de dos litros de Dr. Pepper.
Estoy de pie ante él y un escalofrío de miedo ante la ira silenciosa que irradia me recorre la columna. Quiero desaparecer dentro de mi cerebro de escritora. Salir corriendo de la realidad y construir el mundo de ficción perfecto en el que se convierte en ese chico y yo, en la protagonista de su vida. Pero es imposible escapar de su escrutinio.
Vestida solo con su camisa, puede verme las piernas enteras. La clavícula. La parte superior de los pechos. Y Jake Swagger no se limita a pasar los ojos por encima de mi cuerpo. Repasa con fruición cada centímetro de piel desnuda. Puede que esté enfadado, pero no hay ninguna duda de que es un hombre a quien le gusta lo que ve.
Como debería ser.
Me he estado matando en el gimnasio. Ya era hora que alguien lo apreciara. ¿Y quién mejor para hacerlo que ese chico?
Centra su atención en mi rostro.
—¿Te conozco? —Trata de evocarme en algún recuerdo. Como si me hubiera visto antes. «Solo puede haber una explicación razonable».
—Quizá me conoces de Para siempre tuya. Es un libro que escribí hace años. Se podría decir que soy una autora conocida. A ver, no he escrito nada desde hace un tiempo, pero todavía tengo fans y un montón de seguidores en las redes sociales. Y grabé un podcast también. Allá por 2014.
—No, no te conozco. ¿Llevas mi camisa?
Miro con una mueca la salsa de pizza que mancha su camisa. Me chupo el dedo y restriego la mancha. «Me cago en la película de terror, que me ha hecho tirarlo todo».
Mientras estoy frotando, ese chico gira sobre los talones y desaparece por las escaleras sin mediar palabra.
Miro a la puerta principal, que está abierta de par en par. Sería el momento perfecto para salir corriendo. Pero, en realidad, me muero por olerlo y ver si puedo descubrir a qué huele. Mi investigación ya ha llegado hasta aquí. No tiene sentido abandonar ahora. Además, si realmente es ese chico, le daré lástima y nos enamoraremos perdidamente antes de que pueda enterarse de todo lo que he hecho.
He doblado la manta y la estoy colocando sobre el respaldo del sofá cuando baja las escaleras.
—¿Has revisado mi casa entera?
—¿Qué? —Suelto una risa por la nariz, algo que siempre hago cuando necesito ganar tiempo para pensar una respuesta—. Em… No. —Me enrollo los dedos con el dobladillo de la camisa y evito mirarlo a los ojos—. A ver, quiero decir, no mucho. Una cosa… —Inclino la cabeza y me encuentro con su mirada—. ¿Qué hay detrás de esa puerta cerrada? ¿Eres un dominante?
No lo admite, pero cuando se pone derecho y deja caer las manos de las caderas para apretarlas en un puño a ambos lados del cuerpo, lo sé.
Y me muero de la excitación.
—¿Cómo has entrado en mi casa? —No es una pregunta. Lo dice de un modo con el que me informa de que me estrangularía hasta matarme si no se lo digo.
—Bueno, todo ha empezado cuando me he metido sin querer en el coche equivocado.
—¡Me cago en la puta!
Explota y me quedo quieta en silencio mientras él saca el móvil. Se pone a chillarle a alguien que suba ahora mismo, cuelga y llama a otra persona. Debe de saltarle el contestador, porque le dice que lo llame.
Se mete el teléfono en el bolsillo y entonces se fija en la bolsita.
La que he dejado en la barra.
Va a agarrarla.
—Yo de ti no…
Me lanza una mirada que dice «cállate la boca». Creo que tiene los ojos más bien gris oscuro. O verdes. Debería acercarme más. O mantener las distancias, puesto que ahora mismo está agarrando la bolsita.
Y se la acerca a la cara.
La huele…
—¿Es…?
—Es caca de perro.
Suelta la bolsita como si fuera veneno. Recobra la compostura, se aclara la garganta y se limpia las manos en un paño que saca de un cajón.
—¿Hay alguna razón por la que tengas una bolsa de mierda de perro en mi barra? ¿La barra donde como, joder?
—Uau —suspiro mientras sacudo la cabeza, maravillada—. Tienes una voz preciosa, de verdad. Muy controlada y grave. Deberías ser locutor.
—¿Por qué cojones has puesto una bolsa de mierda en mi barra? ¿Estás mal de la cabeza o qué?
«Pues vaya con el control».
—Eh, chaval. —Levanto las manos—. Solo es caca de perro. No tienes que ser tan imbécil. Hay quien recorrería todo Chicago en plena tormenta de nieve por esa misma bolsa de caca de perro.
Puede que vuelva a explotar.
¿Sabes cómo en las novelas románticas la protagonista siempre «sabe» que el protagonista nunca le haría daño? ¿Como si pudiera percibirlo o algo parecido? Pues lo estoy buscando en este hombre. Y no estoy nada segura de que lo perciba.
La puerta se abre y los dos nos volvemos para descubrir a un hombre de mediana edad con un traje y un sombrero como los que llevan los chóferes de limusina.
—¿Quería verme, señor Swagger?
«Señor Arrogante». De verdad que el nombre le viene que ni pintado.
Extiende un dedo largo, con la uña arreglada y posiblemente muy diestro, y me señala.
—Ross, ¿quién demonios es esta?
Ross me mira y vuelve a mirar al señor Swagger.
—¿La señorita Sims, señor?
—¿De veras crees que esta «pueblerina cateta, palurda y provinciana» podría ser la señorita Sims? No se parece a la señorita Sims. No habla como la señorita Sims.
Me ofendería su intento de sonar como una pueblerina cateta, palurda y provinciana si no hiciera tanta