Maureen. Angy Skay
que no se dirigieran a otro sitio, ya que en esa ciudad era donde ella y su marido residían durante casi todo el año. Pero no preguntó. Si era para bien o para mal, su vida estaba vendida al mejor postor, igualmente.
Llegaron a una impresionante villa a las afueras de Malahide, en medio del bosque, donde nadie podía oírlos ni saber de su existencia. La música sonaba atroz desde la vivienda, la gente salía y entraba con copas en la mano, riendo y hablando con las diversas personas que se encontraban en el lugar. Nadie se percató de las muñecas atadas de Mick, y si lo vieron, lo ignoraron.
—Por aquí.
El tono seco y mordaz de Taragh lo guio hasta unas puertas dobles blancas en un lateral del hall de la casa. Al entrar la música dejó de sonar, para dar paso a un silencio sepulcral, en el que solo se escuchaban sus respiraciones, sobro todo la de Mick, ya que, en cierto modo, estaba aterrado por lo que pudiera llegar a ocurrirle esa noche.
—Siéntate, Mick…
Taragh caminó hacia la vitrina con elegancia en lo alto de sus tacones, cogió dos vasos redondos con media altura y los llenó de hielos, para después verter un poco de líquido amarillento. El hombre supuso que sería el whiskey más caro que habría probado en su vida.
Ella se sentó con delicadeza y cruzó sus finas y moldeadas piernas, dejando entrever más de lo debido su piel. En el muslo izquierdo pudo divisar un tatuaje que le rodeaba el mismo. Era una bella y fina tira de diferentes símbolos celtas, unidos por un nudo en una trenza de tres hilos. Pudo distinguir uno de ellos, el primero: La Espiral.
—Bonito tatuaje.
Pegó un sorbo a su bebida bajo su atenta mirada. Ella no hablaba, solo lo penetraba con sus profundos ojos verdes tan impactantes y bonitos como los prados de Irlanda. Se atrevió a preguntar de nuevo. No supo por qué, algo en ella le llamaba la atención desde hacía mucho tiempo.
—¿Qué significa?
—La vida eterna. —Mick miró a ambos lados sin saber qué contestar y, antes de que pudiera decir nada más, ella continúo—: La Espiral no tiene principio… ni fin… —dejó en el aire las dos últimas palabras.
Mick no lo entendió. Esperó paciente a que hablara, a que le dijera el motivo de salvarle del propio Frank, que podría haber sido mandado a la perfección por ella misma. Taragh dio un sorbo a su vaso y, levantándose de su asiento, le dijo alto y claro:
—Hace un tiempo estuve con tu hijo.
La cara de él fue de un asombro inigualable, ¿su… hijo?
—¿Aidan? —Arqueó una ceja.
Ella sonrió de manera vulgar.
—Sí, el mismo. Un poco joven para mí, pero he de reconocer que sabía moverse en la cama.
Su cuerpo se paralizó, incluso todos sus sentidos. No sabía cómo reaccionar, no sabía qué decir. No por el hecho de que Mick quisiera a su hijo por encima de todo, que no era así, pero tampoco se esperaba algo como esto.
—¿Por… por qué? —balbuceó como un imbécil.
Se puso ante él, inclinó su cuerpo hacia delante y dejó unas espléndidas vistas de los pechos ante sus ojos. Apoyó sus manos en los brazos del sillón de terciopelo en el que se encontraba sentado y clavó sus ojos en los de Mick.
—Si haces lo que tengo pensado para ti… Necesito que alguien cobre tu deuda, si no, cantará demasiado. Ya sabes, tengo que ser discreta…
—¿Vas a usarlo?
—No, querido… Vas a usarlo tú. Porque gracias a tu traición, nosotros vamos a tener que cobrar a tu hijo todo el dinero que has robado…
—No te entiendo… —Estaba empezando a confundirlo de verdad.
Suspiró un par de veces, hasta que ella se irguió por completo.
—Vas a quedarte con un amplio cargamento de droga, y vas a ir a la cárcel durante un tiempo. Esto no saldrá de aquí, ni nadie más lo sabrá. Cuando salgas, hablaremos del trato que tenemos pendiente. Yo agilizaré todos los trámites para que no cumplas la condena completa.
Él abrió los ojos en su máxima expansión.
—¿Quieres usarme de cebo? —se ofendió.
—No me hables en ese tono —su voz sonó amenazante y él no dijo ni media palabra más—. Te preguntarás qué ganas con todo esto. Es muy sencillo. —La miró durante un segundo, sus ojos en realidad intimidaban y era difícil mantenerle la mirada—. Tu vida. Tu libertad.
—¿Mi libertad entre rejas? —preguntó él con ironía.
—Las rejas son solo durante un tiempo. Si te quedas en la calle, Cathal te matará.
—¿Y qué ganas tú con todo esto?
—Matar a Cathal O’Kennedy.
En ese momento el aire se paralizó en la sala. ¿Matarlo? ¿Estaba loca? Era uno de los hombres más importantes en el mundo del narcotráfico en Irlanda, ¿y quería matarlo?
—Taragh…
Lo cortó con la mano.
—Sé lo que estoy diciendo, y sé por qué lo hago. No hagas más preguntas.
Giró sobre sus talones y, antes de salir por la puerta, le tiró unas llaves; las de las esposas.
—Piénsalo, y cuando termines de hacerlo, coge el teléfono que hay en esa mesita —la señaló—. Mañana a las nueve de la mañana alguien te llamará, solo tienes que descolgar el teléfono y decir si aceptas o no. Una vez termines, rómpelo y tíralo lo más lejos posible de donde te encuentres. Y recuerda —lo miró sin pestañear y más seria de lo normal—, nadie puede saber esto. Sí sale de esta habitación, me encargaré de hacer tu vida un auténtico infierno.
—Mi vida ya es un infierno…
—Me da igual si la puta de tu mujer es una alcohólica y el cabrón de tu hijo no quiere ni verte cuando le dejes el marrón. Si para ti ahora mismo es un infierno, traicióname y verás de cerca el inframundo…
Mick sopesó la idea durante unos segundos. Esa mujer era capaz de eso y de mucho más. Dio un leve portazo al salir, pero la puerta no llegó a cerrarse del todo. Se bebió el resto del whiskey que tenía entre manos y, cuando llegó a la conclusión de que ya era hora de marcharse, algo llamo su atención: gemidos.
Se dirigió hacia la puerta por la que Taragh había salido y allí estaba con Frank. Se quedó paralizado. No pudo evitar ver la escena mientras sentía cómo su miembro crecía por segundos dentro de sus pantalones. Él también desearía meterse debajo de las faldas de una mujer como ella.
Taragh arqueó la espalda apoyada en la pared, mientras él la devoraba a besos desde su cuello hasta sus pechos cubiertos por un fino y carísimo sujetador de encaje blanco. En un abrir y cerrar de ojos, Frank desabrochó su cinturón dejando que sus pantalones cayeran a plomo al suelo junto con su ropa interior.
Introdujo dos dedos dentro de su sexo y ella volvió a jadear, esta vez más fuerte. Lo miró con los ojos de una auténtica loba y, cuando él retiró la fina tela de su tanga, se introdujo en ella de una forma bestial. Taragh, se mordió el labio deseosa de que Frank continuara con su ataque.
La garganta de Mick se secaba a cada ruda embestida que Frank arremetía contra ella. Gemidos, gritos y jadeos ahogados se escucharon en toda la estancia, algo que parecía no querer oír nadie. Cuando menos se lo esperaba, los ojos verdes de Taragh se posaron en los de Mick, pero algo le impidió irse de allí. Acababa de dejarle claro que la puerta la había dejado intencionadamente abierta.
Sin apartarle la mirada soltó un par de gritos, lo que le confirmó que había llegado al clímax. Segundos después, Mick, con un abultado pantalón, salió de la sala para dirigirse a su casa. Antes de poder hacerlo, alguien lo agarró del brazo. Vio una fina