Terroristas modernos. Cristina Morales
y pregunta ¿esos son soldados Pellerín? ¿Disculpe? En lo alto del armario, dice ella acercándose. ¿Esto?, dice Lasso, y coge una fila de soldados de papel, erguidos gracias a una lengüeta. Parecen bailarines más que guerreros, sin una arruga en la ropa, tan redonditos, dice Castillejos. Son los más baratos y los más variados, pero cuesta encontrarlos, y más ahora. Tengo más, anuncia Lasso, se pone de puntillas y alcanza una caja escondida detrás de la cornisa del armario. La abre y sonríe detrás de la tapa. Se los quitábamos a los correos franceses. Muchas láminas venían con mensajes por detrás. Castillejos abre mucho los ojos, dice me permite y coge la primera hilera del montón. Granaderos, dice. Coge la siguiente y dice infantería. Estos son lanceros polacos, por el penacho, dice Lasso, y se sienta en la cama para seguir rebuscando. Se pone la caja en el regazo y dice creo que tengo un Napoleón grande a caballo. ¿Sí?, pregunta Castillejos, y se sienta a su lado. Cuando jugábamos en la universidad o en la academia siempre lo quemábamos con una cerilla, o terminábamos ahogándolo en un vaso de agua, y ya no sé si me quedan. Castillejos está a punto de preguntarle a qué universidad fue usted, qué estudios tiene, a qué academia, pero en ese momento Diego Lasso dice aquí está y saca una figura del tamaño de la palma de su mano. Qué bonito que es. No es Pellerín. Demasiado bien hecho para ser un Pellerín, dice Castillejos. Es de Didier o de Georgin por lo menos. Ya decía yo que lo había guardado por algo. Antes me ha parecido ver un gato con botas, dice Castillejos, se inclina hacia el interior de la caja y al subir le da a Diego Lasso con la peineta. ¡Uy, usted perdone! Nada, nada, responde Lasso frotándose la nariz. Aquí está el gato con botas, dice Lasso. ¿Se sabe usted la fábula? Sí, responde Castillejos, bah, y hace un mohín a medias, hasta que el labio le tira. Ya, yo también prefiero los cuentos de toda la vida, responde Lasso, y sigue sacando soldados. Zapadores, ingenieros, la banda. ¡Yo tengo una igual!, dice Castillejos, ¡igual, igual! ¿A que los de la corneta están bizcos? ¡Lo sabía!
Diego Lasso observa una lámina entera sin recortar, con cuatro filas de siete soldados al galope cada una. Castillejos lee en un francés correcto husars français à cheval, G. Silbermann, Strasbourg. Húsares como usted. Tan viejos, sin colorear ni nada, pueden ser lo mismo franceses que españoles que rusos. Este es usted, dice Castillejos. Lasso sonríe y ve su herida muy de cerca. Piensa que no la afea del todo porque es del morado de la blusa y del marrón de las manchas de vino. Y este es el capitán Plaza, dice Lasso señalando al húsar de detrás. ¿Un teniente al frente de un capitán? ¿En qué academia militar se ha formado usted? Se aclara la voz y responde, mirándola a los ojos, en Zamora. Pero se pasaba usted el día quemando a Napoleón. Lasso coge una alegórica Marianne de la república francesa con dos dedos y dice esta es usted. Mire qué bien le queda el gorro frigio y la toga. ¡Le veo una pierna! Castillejos hace que se ofende y le da un codazo. ¡Oh, Marián, alimenta a los hijos de la república con tu jamón! ¡Pego es tan vastá la patgia! ¡Nu hay sufisienté con unó! ¡Tendgás que dagnós el otgó yamón, Maguián! Castillejos contiene el falso enfado de espaldas a Lasso y a la pequeña Marianne que se agita en su hombro, le roza la oreja y le da un escalofrío, y le pega a Lasso con palmaditas frenéticas. Lasso se sienta en el suelo, coge una hilera de guardias imperiales con la otra mano y declama ¡gasiás, Maguián! ¡Pero es tan dura la campaña en Egipto, son tan fieros los soldados españoles! ¡Necesitamos pechuga, Marián, tenemos hambre! Poniendo voz de pito acerca la Marianne a los soldados y exclama tomad, ciudadanos, tomad mi pechuga de utilidad común. Coge la lámina de Napoleón y la restriega con la de la Marianne diciendo Marián, Marián, procreemos naciones libres, oh, sí, fraternidad entre los hombres, y frota varios recortables juntos, ¡fraternité!, ¡fraternité! A Castillejos se le escapa la risa sin querer, a ronquiditos, con una lástima burlona ante las imágenes arrugadas. Diego Lasso se limpia una lágrima, suspira la última risa, ay, y trae un cuchillo. Pega la lámina de húsares al suelo y hace un corte recto bajo cada fila de jinetes. Anda, dame que les haga las pestañas, dice Castillejos.
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