Seducción en África - Deseos del pasado - Peligroso chantaje. Elizabeth Lane
hacía sentirse segura, y aquel beso le había dejado una sensación maravillosa. Sin embargo, no estaba segura de que debiese arriesgarse más, sobre todo sabiendo como sabía la razón por la que Cal había ido allí. ¿Podía fiarse de que no intentaría manipularla o que no usaría su vulnerabilidad en su contra? La noche anterior se había portado muy bien con ella, pero no estaba segura de que pudiera confiar en él, ni de que ella no se dejaría llevar demasiado.
Durante el trayecto de regreso, Cal, calado hasta los huesos, estaba deseando llegar para darse una ducha caliente, ponerse ropa seca, cenar… y quizá algo más.
Megan iba acurrucada a su lado, y el contacto entre sus cuerpos era la única fuente de calor en medio de la incesante lluvia. Cuando le apretó suavemente el hombro con la mano, ella lo miró y le sonrió. Lo que había hecho había sido increíble, bajarse del vehículo a pesar del peligro para ayudarle con la rueda. ¿Cuántas personas en la misma situación habrían dado una muestra así de valor?
Y el beso, sin duda, había requerido también mucho valor. Después de la reacción de pánico que había tenido la noche anterior, aquel beso lo había pillado desprevenido. Hubiera sido cual hubiera sido su intención, a nadie le amargaba un dulce, desde luego, pero no sabía muy bien qué esperar en adelante.
Era evidente que Megan quería algo, pero no iba a presionarla. «Sé paciente», se dijo a sí mismo. Dejaría que tomase las riendas y la seguiría. Al fin y al cabo, ¿no había sido su intención seducirla desde un principio? Si eso era lo que Megan tenía en mente, estaba haciendo justo lo que esperaba que hiciera. Tal vez así conseguiría, tal y como había pensado, que se abriese y le contase la verdad sobre el dinero robado.
Todavía estaba lloviendo cuando llegaron. Gideon paró el vehículo delante del edificio principal. Harris pasó dentro, probablemente para entrar en calor en el bar con un vaso de whisky; y Cal y Megan se dirigieron a su bungalow.
Ya dentro, Cal se sacó un chelín del bolsillo y le dijo:
–¿Echamos a cara o cruz quién se ducha primero?
Mirándolo a los ojos, Megan le quitó la moneda de la mano.
–Es una ducha muy amplia –le dijo.
Cal captó el mensaje enseguida, aunque a Megan le temblaban los dedos cuando dejó la moneda sobre la mesita de la entrada.
Tenían la ropa llena de barro, así que pensaron que lo mejor sería quitársela dentro de la ducha, para que se enjuagara un poco. Megan abrió el grifo de la ducha, entró y empezó a desabrocharse la blusa con dedos temblorosos.
Cal, que estaba quitándose el cinturón, lo dejó encima del lavabo junto a su reloj y su cartera y fue con ella.
–Deja que te ayude –le dijo.
La oyó aspirar por la boca cuando le rozó uno de los senos con los nudillos. Tenía que ir despacio, se recordó. Megan estaba intentando poner de su parte, y lo último que quería era asustarla y que volviera a encerrarse en su caparazón.
Sus ojos pardos lo miraron nerviosos cuando acabó de desabrocharle la blusa y quedó al descubierto el sujetador, negro y de encaje. Cal reprimió un gemido cuando su miembro se levantó.
Se moría por acabar de quitarle la ropa, llevarla a la cama y hundirse en su interior, pero dejarse llevar por las prisas podía arruinarlo todo. Si quería hacerla suya, tenía que ser paciente y dejar que ella marcase el ritmo. Eso si era capaz de controlarse.
Cal tenía la camisa a medio desabrochar. Repitiéndose que no tenía por qué estar nerviosa, Megan le desabrochó el resto de los botones, hasta la cinturilla de los pantalones. Había estado casada cinco años; la desnudez y el sexo no eran nada nuevo para ella. Además, deseaba aquello, lo necesitaba. ¿Por qué entonces el corazón le martilleaba contra las costillas de aquella manera?
El chorro de la alcachofa arrastró el barro de la ropa, tiñendo de marrón el agua que caía al plato de la ducha antes de que se fuera por el desagüe. A Megan le recorrió un escalofrío de excitación cuando Cal le bajó la blusa por los hombros, la deslizó por sus brazos y la arrojó fuera de la ducha.
–Mírame, Megan –le dijo con esa voz aterciopelada, tomándola por la barbilla con el pulgar.
En sus ojos, que siempre le habían parecido fríos, ardían las llamas del deseo. Megan le puso una mano en la mejilla.
–Bésame, Cal –susurró.
Cal inclinó la cabeza y le rozó suavemente los labios. Aquel leve contacto hizo que una ráfaga de calor la invadiera, haciéndola aún más consciente de hasta qué punto lo necesitaba. Cuando los labios de Cal tomaron los suyos respondió al beso, y él la atrajo hacia sí. Su boca abandonó la de ella unos instantes para desviarse hacia la mejilla, el lóbulo de la oreja, el cuello… y después volvió a asaltar sus labios.
Cal le quitó el sujetador y lo arrojó al suelo, y luego hizo lo mismo con sus pantalones y las braguitas. Finalmente estaba desnuda en sus brazos. Se sentía algo avergonzada porque estaba muy delgada, pero a él no pareció importarle.
Cal tomó una pastilla de jabón, la frotó entre sus manos para hacer espuma y comenzó a enjabonarla, empezando por los hombros y bajando por la espalda. La tensión fue abandonando su cuerpo, y exhaló un suspiro. Cerró los ojos, y casi ronroneó de placer cuando las palmas de las grandes manos de Cal se cerraron sobre sus nalgas. La atrajo hacia él, apretando sus caderas contra las de él y, a través de los pantalones mojados de Cal, Megan notó su miembro erecto.
Un recuerdo difuso cruzó por su mente, avivando los rescoldos que dormían en su interior. Megan se forzó a bloquear el miedo. Quería que Cal le hiciese el amor, quería creer que podía curarse, lo deseaba.
Cal volvió a inclinar la cabeza para tomar sus labios y la besó con ternura y sensualidad.
–Quiero acariciarte todo el cuerpo –le susurró, girándola para colocarla de espaldas a él.
Sus manos jabonosas se deslizaron por los senos, acariciándolos, sopesándolos, frotándole los pezones con los pulgares hasta arrancarle un gemido de la garganta.
–Eres tan preciosa…
Una de las manos de Cal permaneció en su pecho, pero la otra se deslizó hacia su vientre y acarició el triángulo de vello entre sus muslos. Megan quería sentir el calor líquido que le provocarían sus dedos al adentrarse entre sus pliegues, pero cuando se movieron un escalofrío la recorrió, y cuando empezó a tensarse supo que estaba perdiendo la batalla contra sus miedos.
Quizá estaban yendo demasiado deprisa, pensó. Tal vez si fueran más despacio… Se volvió hacia él.
–Tú también necesitas enjabonarte –le dijo forzando una sonrisa–. Deja que te lave la espalda.
Ignorando la expresión ligeramente perpleja de Cal, lo hizo girarse, le quitó la camisa y la arrojó fuera de la ducha.
Tenía una espalda magníficamente esculpida, ancha, bronceada y musculosa. Megan se deleitó con el tacto de su piel, deslizando sus manos jabonosas desde los hombros hacia abajo. Poco a poco su temor fue disminuyendo. Si iban a hacerlo, se dijo, lo único que tenía que hacer era relajarse y dejar que la naturaleza hiciese el resto.
Megan alargó las manos hacia la cinturilla de sus pantalones, pero vaciló. Cal se rio, se bajó la cremallera y luego los pantalones junto con los calzoncillos para arrojarlos fuera de la ducha con el resto de la ropa.
–No pares ahora –le dijo–. Estoy disfrutando con esto.
Haciendo caso omiso al nerviosismo que sentía, Megan le enjabonó los prietos glúteos. Tenía un cuerpo perfecto, sin un gramo de grasa y perfectamente proporcionado. Cualquier mujer estaría encantada de irse a la cama con él. Sus manos acariciaron cada contorno, y pronto notó que la respiración de Cal se volvía entrecortada por la excitación.
A ella se le había disparado el pulso, pero no estaba segura de si era de deseo, o por aquel terror incomprensible