Una dosis de melancolía. Javier Zúñiga

Una dosis de melancolía - Javier Zúñiga


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los minutos fluían sin más regaños, de pronto Don Rodolfo, el Santo, se levantó de su sillón y con una mano apretó el pecho, igual que hacía en las películas cuando le daban una cachetada al bíceps, y con la otra mano, derechito, sin que nadie lo desviara me señaló y se quedó mirando mis ojos. Sentí una extraña vibra que me erizó el cuerpo, como cuando le declara la guerra a Ruvinskis, en La Invasión de los Marcianos. Luego se dejó caer ya todo desbaratado, como si se hubieran roto los hilos que lo sostenían.

      Silencio.

      Alguien pidió auxilio y un médico. Ordenaron que la gente abandonara la sala y como una docena de fulanas le arrojaban aire a la cara, le quitaban los zapatos y lo recostaban en el suelo. Yo sólo pensaba, quítenle la máscara, que respire libre.

      — Ahora sí se lo llevó la chingada. —Dijo mi abuela sintiéndose defraudada— pero te pasó la batuta ¿viste cómo te señaló?

      Yo con más ganas de espiar, por puro morbo, que de hacerle caso a mi abuela, sólo miraba de reojo como se nos iba el Santo al más allá, sin malosos ni monstruos que lo fregaran.

      3

      Desde ese momento la abuela no paró de fastidiarme con que yo tenía la misión de continuar el legado del Santo. Tanto me decía cosas de la vida del luchador que comencé a encontrar similitudes en su historia, empezó a crecer un paralelismo que hasta ese momento ni Plutarco hubiera sospechado.

      Cuando en la televisión pasaron la escena de Black Shadow y Blue Demon cargando el féretro, ya tanto me había convencido la abuela, que hasta sentí una tremenda vergüenza de no estar en uno de los extremos. Ya estaba tan convencido de mi papel que podría haberlo cargado con un brazo.

      Tuve la certeza de haber soñado que abría los ojos y frente a mí, tenía el cristal del féretro. Había una luz blanquísima y cegadora, y a mi alrededor la gente aplaudía y gritaba a coro Santo, Santo, Santo. Me llevé las manos al rostro y sentí claramente los bordes de las costuras de la máscara.

      Por supuesto lo pasé muy mal. Sudé mucho. Perdí como dos litros de sudor.

      Al amanecer aún me retumbaba en la cabeza el grito de las multitudes.

      Era martes, se iba a hacer una función de lucha libre en homenaje, para recaudar fondos.

      Las filas para ayudar al Santo eran enormes.

      Conseguí un boleto.

      Apuré mis pendientes y antes, mucho antes de que comenzara la función, ya estaba en la fila, esperando se abrieran las puertas. En cuanto entré, me puse la máscara que la abuela guardaba celosa en una caja de zapatos.

      Mis brazos, juro, se hincharon como si los rellenaran con agua. Sentí que la camisa me apretaba y que mis axilas se cortaban con la tela. Ya tenía visualizado mi destino.

      Para estar seguro, muy seguro de nuestro paralelismo, haría cualquiera de dos cosas: un tope desde la tercera cuerda o someter con la “de caballo” a los rudos.

      Los vendedores me estorbaban, con sus cervezas y sus cacahuates, obstaculizaban mi paso. Pero mi impaciencia fue creciendo mientras la función inició y pasaron las dos primeras peleas.

      El sonido casi nos hizo aullar, con una conocida canción de luchadores. Se desató un tremendo coro de Santo, Santo, Santo; que opacaba el anuncio de la pelea estelar.

      El aire se hizo espeso, la garganta seca, los ojos sin parpadeos.

      Corrí hacia el ring en el momento que vi en el suelo, cerca de las butacas, a Blue Demon. Me trepé a la tercera cuerda. Me valió madre que un día antes se viera buena gente cargando el ataúd del Santo. Yo quería inaugurar la nueva historia.

      — Ahora sí volvió el Santo, huevón. Le grité queriendo ser violento.

      Me arrojé de cabeza directo al pecho de Demon. Quien nada solidario, ni deportista, ni humanitario, ni siquiera porque soy la reencarnación de su casi compadre, el muy cabrón me recibió con las piernas directo al pecho y a pesar de que crujieron mis costillas me lanzó de espaldas hacia las butacas que me doblaron el espinazo “de caballito”.

      4

      Reencarnar es muy complicado. Aunque la abuela me insista en que una pequeña dolencia no es justificación para escapar del destino. Ya no le daré el gusto. Ella tiene tantos ídolos, que mañana que salga del hospital no estoy tan seguro de qué alma habitará mi alma.

      Sólo en algo le doy la razón, cuando me dice, no te agüites mi hijo, heredaste un alma ya cansada, medio jodida, de un Santo ya retirado, que si te la hubiera dejado en sus buenos tiempos, los traerías bien intimidados.

      En eso sí quizá tenga la razón porque yo me siento medio morir, la espalda me está acribillando, y por la herida de la cabeza, entre punzada y punzada, estoy seguro que el alma avejentada del Santo se me está escapando.

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