Por qué nos creemos los cuentos. Pablo Maurette

Por qué nos creemos los cuentos - Pablo Maurette


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Por qué nos creemos los cuentos los cuentos

      Pablo Maurette

      Por qué nos creemos los cuentos

      Cómo se construye evidencia en la ficción

      Clave Intelectual

      Primera edición: febrero de 2021

      Ilustración de cubierta: Julio César Pérez

      © Pablo Maurette, 2021

      © Clave Intelectual, S.L., 2021

      Calle Recaredo 3 - 28002 Madrid

      Tel (34) 91 6501841

      [email protected]

      www.claveintelectual.com

      ISBN: 9788412280074

      Depósito legal: M-31398-2020

      Primera edición en formato digital: febrero de 2021

      Versión: 1.0

      Digitalización: Proyecto451

      Edición y coordinación: Santiago Gerchunoff

      Diseño de cubierta: Hernández & Bravo

      Diagramación: Daniela Coduto

      Corrección: Lola Delgado Müller

      Diseño de colección: Eugenia Lardiés

      Índice

       Portada

       Portadilla

       Legales

       Prefacio

       1. Compenetrarse

       2. De la evidencia

       3. Un espacio de sentido

       Continuidad de los parques

       1. Leer

       2. Compenetración

       3. Espacio

       4. Continuidad

       5. Parques

       6. Casi

       4. Lo perspicuo

       Epílogo

      a Julieta Maurette

      ¿Quién no vagabundea por los campos de la imaginación?

      ¿Quién no construye castillos en el aire?

      LA FONTAINE(*)

      En una de las entrevistas recogidas en Borges el palabrista, Esteban Peicovich le pregunta a un Borges ya anciano: «¿Quién es más real para usted, Macbeth o Perón?». Borges responde: «Bueno, Macbeth, desde luego».(1) El conocido desprecio del escritor argentino por el expresidente anima sin duda esta curiosa ontología, pero la idea de que un personaje de ficción pueda ser más real que uno que existió en carne y hueso se relaciona, según Borges, con el hecho de que el destino de todo lo que existe, de lo histórico y de lo ficticio, es transformarse en recuerdo. Una vez igualados dos personajes por dicho destino, uno puede decidir quién le parece más real atendiendo a cuál proyecta una imagen más vivaz y ocupa, en consecuencia, un lugar más privilegiado en su memoria. Amén del elemento de provocación en la respuesta de Borges, de ella se desprende una serie de preguntas cuyas implicancias y ramificaciones irán delineando el argumento de este ensayo. Es evidente en qué sentido Juan Domingo Perón es, o fue, real, pero ¿de qué modo es real Macbeth? ¿Es posible que también su existencia se nos revele de modo evidente?

      La discusión sobre el tipo de existencia que tiene la obra de arte, ya sea visual o verbal, se remonta a los orígenes mismos de la cultura occidental. Durante más de dos mil años, los filósofos pusieron el énfasis preponderante en el grado de realidad de la obra, entendida fundamentalmente como imitación de la realidad, y sobre todo en relación con aquello que la obra imita, ya sea un cuerpo conmensurable o un paradigma inteligible, es decir, una idea que funciona como modelo. A partir de la Modernidad, y especialmente después de las revoluciones de la física en el siglo xx, la noción de diferencia ontológica (la idea de que hay entidades que existen más, o que son más reales que otras) ha sido relegada a la baulera de las antiguallas. Pero relegar no es eliminar y las ideas no se matan, como escribió Domingo Faustino Sarmiento en el epígrafe de Facundo (1845) citando equivocadamente a Fortoul. En más de un sentido, seguimos convencidos de que hay una gradación en la escala del ser. Seguimos siendo platónicos.

      Platón creía que la idea de una mesa, es decir, la entidad inteligible e inmutable que sirve de modelo al carpintero, es más real y más verdadera que la mesa de madera que, a su vez, es más real que una representación pictórica de dicha mesa. Muchas personas aún creen que hay una dimensión de sí mismas (llámesela alma, espíritu, vibración, energía) que es más real que el cuerpo pues resiste los embates del tiempo y perdura después de la muerte. Y pocos negarían que su propio cuerpo es más real que el reflejo de él que se proyecta en un espejo, o que su propia imagen capturada en una fotografía o en un video. En consecuencia, pocos discutirían la noción de que la vida no es una película ni un cuento de hadas, como tantas veces se nos recuerda con reprobación a los «Pigmaliones» que nos perdemos con gusto en los mundos que crea el arte.

      Si, a pesar de que somos perfectamente capaces de distinguir entre lo que llamamos realidad y lo que consideramos ficción, seguimos buscando y frecuentando con afán esos mundos artificiales es porque hay algo en ellos que ejerce una atracción impostergable y que en ocasiones nos absorbe con tal intensidad que se convierte en receptáculo de nuestras emociones y en imán para nuestra fantasía. Este fenómeno que lejos de ser anómalo bien puede, felizmente, ser algo del orden de lo cotidiano, lleva a pensar que la idea de que existe una jerarquía de la existencia es del todo inconducente. En todo caso, a la vez que ese mundo artificial en el que volcamos temporalmente nuestra sensibilidad y nuestra afectividad se nos revela como una instancia legítima de la realidad digna del adjetivo «existente», entendemos de manera inmediata y sin necesidad de ninguna explicación que un personaje de ficción, una trama, una imagen no son reales del mismo modo ni en el mismo sentido en que son reales el sillón en el que nos sentamos a ver la película o el papel en el que está impresa la novela; son reales de otra manera. Comprendemos, entonces, aunque sea de manera intuitiva, que hay distintos modos del ser así como hay diferentes modos verbales —esferas de la realidad que se despliegan no en forma de una escala vertical y jerárquica, sino unas al lado de las otras, de manera desordenada, entrelazadas y amontonadas en un misterioso pulular—.

      Ahora


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