Por qué nos creemos los cuentos. Pablo Maurette

Por qué nos creemos los cuentos - Pablo Maurette


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      La importancia del distanciamiento no pasó desapercibida al análisis hermenéutico del discurso. Según Paul Ricœur, el fenómeno que llamamos «literatura» es producto del desfase de dos ámbitos referenciales. El texto de ficción inaugura una esfera de referencialidad que no es la de la realidad concreta. Al mismo tiempo, «no hay discurso tan ficticio que no se conecte con la realidad», aclara Ricœur, pues ambas esferas comparten el lenguaje ordinario. Esta conciencia de la separación de los niveles de discurso y referencialidad es el distanciamiento. Dice el fenomenólogo francés: «El mundo del texto del que hablamos no es pues el del lenguaje cotidiano. En este sentido, constituye un nuevo tipo de distanciamiento que se podría decir que es de lo real consigo mismo. Esta es la distanciación que la ficción introduce en nuestra captación de lo real».(8) Gracias a esta distancia, la obra trasciende su contexto inmediato y se abre a una cantidad ilimitada de lecturas ulteriores. El texto se descontextualiza para recontextualizarse, concluye Ricœur. Esto es agua fresca en el desierto del contextualismo recalcitrante con su lectura moralizante, historicista, politiquera, en que se ha convertido gran parte del feudo de la crítica contemporánea. Pero también es un recordatorio de que la diferencia ontológica, que está en las raíces mismas del pensamiento premoderno, subsiste hasta el día de hoy de manera inconsciente y acrítica. La experiencia de la apreciación artística, la sustitución de emociones, la compenetración, son procesos que se sostienen gracias a una aceptación tácita de que hay distintas esferas de realidad que coexisten y pululan de manera no jerárquica. Entre ellas, construimos puentes. Y, ¿qué es un puente sino una estructura que acerca al tiempo que marca una distancia?

      La distancia también explica una de las características más notables de la compenetración: su carácter intermitente. La compenetración puede funcionar como el tercero en discordia que quebrante la dicotomía «concentración (o recogimiento) — distracción» que discute Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.(9) Si bien es técnicamente posible compenetrarse con una obra desde el primer instante en que se produce el encuentro hasta el último, lo más común es entrar y salir del estado de absorción, pasar de la concentración a la distracción y de la distracción a la concentración. En esta oscilación se revela con mayor intensidad la disonancia temporal y, con ella, la distancia referencial entre el mundo de la obra y el nuestro. El mundo circundante y nuestra actividad mental gusta de interrumpir acá y allá la experiencia de la compenetración. Hay ruidos y hay distracciones que vienen de fuera, hay digresiones y ensoñaciones diurnas que vienen de dentro. Pero este entrar y salir del estado de compenetración, lejos de templar los efectos de la experiencia estética, puede exaltarlos pues la intermitencia nos abre a la distancia y es en ella donde adoptamos nuestro papel de testigos de ese otro mundo inaugurado por la obra para construir sentido. Participamos de ese otro mundo propuesto por la obra sin abandonar nunca nuestro mundo cotidiano. Oscilamos como quien pasa del sueño a la vigilia y de la vigilia al sueño. O, más bien, como alguien que entra y sale de un estado de trance lúcido.

      La comparación con juegos infantiles, ritos primitivos y el estado de trance invita a una conexión entre el compenetrarse y la dimensión de lo ceremonial. Da lo mismo si el arte nació como elemento de una liturgia animista, o si tuvo un origen independiente de la esfera religiosa y simplemente la acompaña desde tiempos inmemoriales. Lo cierto es que hasta el día de hoy la apreciación artística y el consumo de obras de arte se suele practicar a la manera de un rito. Las reglas de estas modestas ceremonias seculares varían. Pueden ser el reflejo de idiosincrasias individuales, familiares, sociales, pero suelen ser relativamente regulares y bastante rígidas. Para leer, nos sentamos o nos recostamos en nuestro sillón preferido, en la cama con dos o más almohadas como respaldo, en una silla, en la biblioteca, en el metro, en un café. Hay quienes leen de pie, hay quienes leen en voz alta. Preferimos ciertos momentos del día a otros, ciertos tipos de luz a otros (natural o artificial, blanca o amarilla) y ciertas posiciones de la luz a otras (lateral, cenital). Sabemos de antemano aproximadamente de cuánto tiempo disponemos para leer y la lectura puede medirse en minutos, en páginas, en capítulos, en cuentos, en poemas. Leemos libros en papel, libros digitales y ambos indistintamente; o escuchamos audiolibros, en cuyo caso no hace falta estar quieto y el ceremonial cambia por completo. Subrayamos con lápiz, con bolígrafo, resaltamos, tomamos notas u obedecemos la prohibición terminante de dejar marca alguna en el libro. Y cuando damos por concluida la sesión, usamos un señalador o un lápiz, o doblamos la esquina de la hoja, o retenemos el número de página en la memoria.

      El hábito ceremonial es similar si nos disponemos a ver una película en casa. Apagamos las luces (o no, o tal vez dejamos una sola luz prendida), nos arrellanamos en nuestro sillón favorito, o nos acostamos en la cama y la vemos de corrido, o hacemos interrupciones. Una ida al cine, o al museo, también se celebra como una pequeña ceremonia. Durante la película se come o no se come, se bebe o no se bebe, se apaga el teléfono celular, se evita el cuchicheo, se le chista al cuchicheador. Asimismo, la apreciación de un cuadro o una estatua suele tener sus reglas. ¿A qué distancia nos ubicamos? ¿Cuánto tiempo le dedicamos a cada pieza? ¿Nos movemos para apreciar la obra desde distintas perspectivas o contemplamos estáticos desde un punto en particular? ¿Leemos la información de la placa o nos concentramos en las emociones que suscita en nosotros la imagen sin contaminarnos con datos y evitando toda intromisión interpretativa? A lo largo de los años, todas estas pequeñas decisiones fluctúan y modelan en su variación segmentos de ritos y costumbres que se van solidificando hasta formar un auténtico ceremonial privado de la apreciación artística. El propósito último de todo esto es facilitar la compenetración.

      La mecánica ceremonial de la compenetración acompaña una de sus características fundamentales: la replicabilidad. Lejos de ser un acontecimiento excepcional, el compenetrarse es algo que nos puede suceder regularmente, a diario incluso. No se trata de una epifanía transformadora, un nirvana, una kénosis, un satori estético, un ataque de síndrome de Stendhal (que podría describirse, por cierto, como una violenta conjunción de compenetraciones que resulta en una sobredosis sensorial y afectiva). La compenetración es una instancia de absorción moderada, intermitente y replicable; y la ceremonia, con su regularidad y su replicabilidad, es el marco apropiado para que acaezca. Es una manera de acondicionar nuestro espacio a fin de entrar en contacto con la obra de la manera más propicia para la creación de ese otro espacio donde sucede la compenetración, el espacio de la evidencia.

      Como veremos más adelante, ese espacio generado espontánea e instantáneamente es mucho más que una condición de posibilidad de la compenetración, ese espacio es la compenetración. Su aparición es sorpresiva e impredecible. Es imposible determinar con precisión qué aspecto puntual de la conjunción de la obra y nuestra mirada lo hace aflorar. Es algo súbito y violento pues se nos impone independientemente de toda volición. Allí donde solo estaba nuestro mundo cotidiano, ese collage formado por la realidad de las cosas concretas y la inmaterialidad de nuestra vida mental y afectiva, de pronto hay otro mundo, un mundo intangible pero no por ello menos concreto, que nos atrapa, que nos excita o asusta, que nos puede incluso aburrir. La palabra es arriesgada, pero describe el fenómeno mejor que ninguna otra: magia.

      La compenetración es una variación de la magia. Primero, porque consiste en la aparición efectiva de una dimensión de la realidad que, a pesar de no estar regida por las leyes naturales, tiene injerencia real (sensorial, afectiva, intelectual, mnemónica) en el mundo cotidiano. Segundo, porque sucede en el contexto de un rito de sustitución de mundos y de emociones. Tercero, porque como la magia de salón, como la rough magic que practica Próspero en La tempestad, se desarrolla a la manera de un espectáculo que tiene como número central la creación artificial de vida. En este sentido, la compenetración está íntimamente conectada con la creación artística. Más precisamente, con el momento en que el artista da el toque final a la obra, la vivifica y la convierte en una entidad autosuficiente con la capacidad de entrar en conexión con el espectador/testigo. Algunos ejemplos paradigmáticos en la tradición occidental son la creación de Adán y Eva, la reanimación del pastiche de cadáveres en Frankenstein, Miguel Ángel dándole un martillazo en la rodilla al Moisés terminado e increpándolo: «Perché non parli?». Pero ningún modelo ilustra mejor este fenómeno que el mito de Pigmalión.

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