Conectados. Emma León
a mis padres, a contarles lo que me sucedió y allí estaban en la cocina tomando una taza de café negro sobre el mantel rosa viejo.
—Mamá, papá, ¿dónde estaban?
—Estábamos aquí, hija. –Mi madre y mi padre lloraban y sonreían al mismo tiempo que hablaban–. Pensábamos que jamás te volveríamos a ver, cariño.
—¿Por qué dicen eso?
Al decir esto, observé que mi madre estaba leyendo Connecticut y lo miré a mi padre paralizada. Como si el viento me hubiese llevado las palabras y quedé ahogada sin habla.
—Luego del accidente en Washington, no te encontrábamos. Por suerte el guardabosques te encontró un mes después en el bosque a kilómetros de aquí, pero ya no importa. Importa que estés a salvo ahora con nosotros y vamos a encontrar a aquella persona que te llevó allí. Acaso, Sarah, ¿tú lo recuerdas?
—No, no… Creo que aún estoy algo confundida –dije estas palabras con un aspecto de temor y curiosidad al respecto.
—Los médicos del hospital te revisaron apenas te encontraron y no hay indicios de nada. Pero los policías se encargarán de todo.
Al oír lo del bosque, una extraña sensación me recorrió todo el cuerpo, una sensación que no podría explicar, como un nudo en el estómago de que me faltaba algo, como si algo o alguien hubiesen arrebatado algo de mí. Comencé a pensar: ¿por qué me encontraría en un bosque, si no recuerdo ningún bosque?
Pasaron días y la cabeza me daba vueltas, pensaba qué hacía yo allí, qué pasó realmente ese día, por qué me llevaron a mí y no a mis padres. Pero no podía seguir pensando en aquel suceso, tenía que olvidarlo o simplemente no tenía la certeza de querer recordarlo.
Después de cenar, me dirigí a mi cuarto. Pero no podía dormir. Esa extraña sensación me seguía recorriendo todo el cuerpo.
Tomé un vaso de agua algo agitada y perturbada. Por último tomé la decisión de recostarme y cerrar los ojos.
Al día siguiente regresé a mi escuela, una escuela normal, de la cual lo único que disfrutaba era estar con mis amigos, aunque no sabía si era bueno regresar… Parada frente allí me ocurrió la misma sensación de agobio o tal vez confusión. Era como la típica sensación de que algo no encajaba en todo esto, como si fuera un simple juego.
—Ey, Sarah, ¿cómo estás?
—Bien…
—Bueno, la próxima vez que te vayas de vacaciones avisa, así hacemos una fiesta previa.
—¿Vacaciones? ¿Acaso a nadie le han contado la verdad?
En ese momento, entramos al aula y, como era de suponerse, todos mis compañeros me alababan por haber regresado, hasta la profesora sonreía al verme nuevamente. Me resultaba algo muy incómodo.
Luego de la clase, decidimos con las chicas ir a almorzar al comedor. Al sentarnos tuve una sensación rara, que no pude evitar demostrar en mi rostro.
—Oye, Sarah. ¿Estás bien?
—No me siento muy bien, perdónenme, creo que iré a refrescarme y vuelvo.
—¿Quieres que te acompañemos?
—No, no se preocupen, aparte no creo perderme en la escuela. ¿Ustedes qué opinan?
—Ja, ja, ja, está bien. Cualquier problema que tengas llámanos al celular.
Me levanté sigilosamente y me dirigí al corredor a paso ligero.
Me encontraba en el baño lejos de todos. Intentando pensar qué me sucedía. Me encerré en el último baño, al cual no llegaba la luz de la pequeña ventana que alumbraba el pasillo. Intentaba respirar profundo y presionando mis uñas sobre mi piel abrazándome sentada en el piso como un niño de 8 años. La cabeza me empezó dar vueltas…
—Estoy bien, solo es la calefacción, me desacostumbré –me hablaba a mí misma, pero no sabía si realmente quería convencerme de algo o realmente pensarlo antes de suponer cosas. Decidí regresar donde estaban mis amigas y dejarme de locas tonterías.
Antes de girar la perilla del comedor, cerré fuertemente los ojos y respiré profundo. Pero al cerrarlos sentí que alguien me observaba en el fondo del pasillo. Rápidamente me di vuelta y no vi a nadie. Desconcertada giré la perilla y entré.
—¿Estás mejor?
—Sí. Sí, no se preocupen, solo fue la calefacción, me desacostumbré.
Luego de almorzar, sonó la campana y tuvimos que regresar a clases, en realidad, a entrenar. El básquet, mi deporte favorito. Me hacía salir más allá de cualquier pensamiento paranoico. Pero nuevamente la sensación horrible apareció dentro de mí y en mi pálido rostro reflejado hacia los demás al ver a un chico parado en la otra esquina mirándome fijamente.
—¿Lo conocen?
—No, es nuevo. Se llama John creo. ¿Por qué lo preguntas?
—No, por nada. Curiosidad –le respondí sonriendo a una compañera.
En ese entonces descubrí qué era, qué era lo que sentía, lo que no quería sentir, por qué tenía miedo a sentirlo, por qué quería mi ser que ese sentimiento se vaya para que no logre realmente descifrar qué era en realidad. La vigilancia de alguien desconocido.
Capítulo II
El reencuentro
Pasaron días y días, y aquel chico seguía mirándome fijamente. Me observaba siempre de lejos, pero con una mirada cálida y algo abrupta. Como si quisiera lograr algo mirando. Como protegiéndome de algo o alguien, como si me conociera de algún lugar, como si en realidad me conociera de toda la vida. Me intimidaba. Esa noche empecé a dibujar como solía hacerlo cuando era pequeña. Solían agradarme las sorpresas que salían de mi mente. En ello después de encontrarme dibujando más de una hora, estaba descubriendo que no eran sorpresas, sino recuerdos sobre un paisaje umbrío y algo desolado. ¿Y si lo que dibujaba en realidad no eran sorpresas?
Fui hasta la alcoba de mi madre y comencé a buscar la llave del ático donde tenía todos mis recuerdos de niña. Apenas la encontré sin dudarlo subí a verificar mi hipótesis. Me paré frente a la caja de mis dibujos sentándome en cuclillas y comencé a verlo. Algunos eran sobre animales, sobre mi familia y había en el fondo una cajita roja con llave que logré abrir con uno de mis clips al no encontrar la llave. Había dibujos extraños. Unas personas totalmente negras sin rostros contándome cuentos en la cama o llevándome al parque, pasaba los dibujos con cautela hasta que escuché la voz de mi madre.
—¡Sarah, ven a cenar!
—¡Un segundo, ya bajo!
Me preguntaba a mí misma qué demonios era esto. Guardé las fotos y la caja. Apenas me dirigí a la puerta, escuché un sonido de un auto frente a mi casa, me asomé a la ventana y vi que era una patrulla que se paró frente a mi casa. Tocaron la puerta y mis padres fueron a atenderla, mientras yo bajaba las escaleras para poder ver qué sucedía en la entrada y quién tocaba a estas horas. Me pareció extraño. Al abrir la puerta con algo de cuidado vi la figura de dos oficiales reflejada en el espejo del frente.
—Oficiales, ¿qué desean?
Vi que en el momento de haber terminado esa oración los oficiales miraron fijamente a mis padres y les dispararon. Corrí rápidamente al cuarto, pero ya era tarde, ya había alguien esperándome detrás de la puerta. Un hombre que no tenía piedad de mí y del que jamás pude lograr ver su rostro. Comencé a gritar: “¡Ayúdenme!”, lloraba como si no hubiese mañana, aquel hombre sacó de su bolsillo una jeringa con un líquido verdoso.
“Por favor, señor. ¡No! No lo haga, se lo ruego”.
Pero sin piedad, me inyectó aquel líquido en el cuello que logró herirme y desmayarme sin tope alguno.
En