Diario de un maldito. Daniel Ruiz Salamanca
de mi cuarto hasta casi romperme las manos. Habían pasado tantos años que ya no conseguía recordar el verdadero rostro de mi madre. Tan solo me quedaban de ella unos viejos zapatos negros que me regaló en unas navidades, destrozados gradualmente por mis múltiples paseos matutinos, donde me debatía entre suicidarme o no. Me perseguía la sombra de la soga allí donde iba. La soga aparecía incluso en mis dibujos más abstractos, quieta, esperando, eterna. La frase favorita de mi madre era «es lo que hay». Mi padre se retiró de la mesa de juego con sesenta y un años. Ya se había cansado de apostar. Sus ojos azul cobalto se perdían en la lejanía del campo. Ahora comprendo que no tenía la menor idea de cómo era yo; no le interesaban mis sueños. Su pensamiento se acercaba más al de un oficial nazi. Jamás me dijo que me quería. Su frase favorita era «la vida es dura». Y luego estaba la casa familiar, cerca del cementerio, fría y vacía, con vistas a la carretera nacional, por donde pasaban los camioneros en dirección al burdel. Las raíces de los árboles centenarios llegaban casi hasta la puerta, levantando las baldosas del viejo paseo, un lugar de fantasmas perdidos que ansían los cálidos recuerdos de un pasado mejor, paredes agrietadas en las que resuenan los ecos de un pis femenino.
Ahora mismo sueño que nevaba copiosamente. Un tren de color rojo con dos vagones descarrilaba al pasar por la ciudad. Caía muy cerca de mi apartamento y una persona moría decapitada. Un policía llevaba la cabeza ensangrentada del maquinista dentro de una bolsa. Después los de emergencias retiraban en una camilla el cadáver tapado con una manta. ¿Qué significa? ¿Qué significan los sueños?
El depredador de caricias ha despertado. No puede dejar de oler el sexo de las hembras. ¿Soy yo el depredador? Sí, porque mi polla se llama Akira y me encanta follar. Busco a María, porque todo su cuerpo irradia vida. Es tan luminoso como una de esas lámparas de araña en una gran fiesta de la alta suciedad. Me pierdo besando su nuca, lamiendo sus redonditas orejas, mordiendo su delicado cuello de cisne. El tacto de su piel me crea adicción. Me resulta imposible separarme de sus labios. Exploro la intimidad de su boca. Su fresca saliva es mi nuevo vicio. Y sus manos milagrosas. ¿Qué tienen esas manos que al tocarme nada me duele? Pero ella no era mía. No poseía sus ojos. No era su dueño. No tenía ninguna autoridad sobre sus decisiones. Apenas la conocía, y deseaba fervientemente ser una pequeña pieza en su extraño mundo.
Encuentro una botella de whisky en la guantera del coche. Tiene una nota pegada que dice: “Ingerir en caso de extrema soledad”. Un trago largo me advierte. La indiferencia es un insulto para las personas que sufren. Me convierto en un repugnante monstruo, me vienen a la cabeza reminiscencias o ensoñaciones que soy incapaz de distinguir. Toda la ciudad es una tumba para poetas.
Os contaré que cuando vivíamos en el pueblo, lejos de la gran urbe infernal, iba montado en la moto de mi primo Simón, bien agarrado a su cintura, subiendo cuestas hacia el campanario, dando brincos mortales en cada bache, levantándoles las faldas a las muchachas en flor para después huir a la carrera, quemando ruedas por la carretera comarcal a la máxima velocidad, sin casco, sin problemas, sin preocupaciones, con el aire golpeando alegremente en nuestras sonrientes caras, pasando del instituto y de sus tediosas clases, leyendo a escritores prohibidos y libros censurados, derrapando por los polvorientos caminos, mientras las chinas saltaban y reventaban las lunas de los coches que se quedaban atrás, para terminar meando en modo “limpiaparabrisas” en los portales de los pisos, acordándonos de aquella chica guapa que lavaba el todoterreno con un chorrito de agua fría.
Ahora mismo recuerdo a gente dormida en los vagones del metro, cansada del trabajo o de la misma vida, como cuerpos inertes abandonados a su suerte, dirigiéndose a donde viven los monstruos. La sombra de nuestros errores son las peores bestias, nuestro temor a equivocarnos, nuestra gigantesca culpabilidad, nuestro pánico a decir la verdad, nuestra insana manía de mirar siempre al pasado, nuestra infidelidad para cumplir los sueños. La más terrorífica criatura inmunda es no quererse. Se llama depresión.
Me asalta el brillo de las alianzas de los judíos amontonadas en una caja, las chimeneas vomitando un humo negro de hedor inefable, la vaca mutilada a machetazos por los locos en una selva venenosa, el soldado destrozado por la metralla y atrapado en la alambrada, las bombas cayendo…
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