Infierno - Divina comedia de Dante Alighieri. Alfonso López Quintás

Infierno - Divina comedia de Dante Alighieri - Alfonso López Quintás


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el culmen del éxito y se encuentra en la cumbre de su carrera política; y, sin embargo, es justo entonces cuando se extravía en la «selva oscura». Viene a decir que, aunque a primera vista todo va bien y podría hacer un balance positivo de su vida, se da cuenta de que, en cambio, todo lo que ha conseguido (éxito, fortuna, satisfacciones) no es nada. Como me dijo un alumno hace unos años: «Profesor, todo me va bien. No me puedo quejar de nada, todo va bien. ¡El problema es que no sucede nada!». Es decir, no hay nada verdaderamente nuevo. Y no hay vida de verdad sin novedad, sin asombro ni conmoción.

      Podríamos decir lo mismo desde otro punto de vista. Toda la Divina comedia se juega en el binomio luz/tiniebla. La Comedia es el poema de la luz porque la experiencia humana —y el canto I del Infierno la describe de forma despiadada— es una inevitable experiencia de tiniebla, de ceguera. El comienzo es la selva oscura, es decir, cuando el hombre no ve las cosas a causa de la oscuridad. Y no ver las cosas quiere decir que no puede conocerlas y, por lo tanto, no puede amarlas por lo que son. Y esto es un infierno, la experiencia de una muerte. Es como si Dante nos dijera: «El punto de partida es que estamos todos ciegos, por lo que nuestro problema es la luz. El problema es que llegue algo que ilumine la existencia y, por consiguiente, nos capacite para conocer de verdad».

      Conocer de verdad significa comprender el significado que tienen los amigos, los hijos, la mujer, el marido, el trabajo, la fatiga, el dolor, la carne y la sangre de la vida. Por paradójico que pueda parecer, el tema de la Divina comedia no es el más allá o el problema de Dios. El problema inicial de Dante no es una pregunta sobre qué hay después de la muerte, sino cuál es la verdad de la vida.

      Porque cuando el hombre llega al mundo no se plantea el problema de Dios. Desde que sale del vientre de su madre, el hombre se encuentra con las cosas, la realidad le atrae y de ahí nace el problema de cómo tratar las cosas adecuadamente. Más tarde, emerge el problema de que las cosas terminan, se desvanecen, mueren. El problema de Dante —y de cada uno de nosotros— es querer bien a su amada, saber qué quiere decir tener amigos y ser fiel a ellos; saber el porqué del comer y del beber, de la verdad y la mentira, del bien y del mal; saber por qué morimos y por qué hay tanto dolor. De ahí que surge la pregunta: «¿Habrá algo que resista al embate del tiempo? ¿Algo que sea capaz de salvar toda la realidad aparentemente abocada a la muerte? ¿Habrá Alguien?». Y así nace el problema religioso como búsqueda de una posible respuesta al interrogante que plantea inexorablemente la vida. El problema de Dante y de cada uno de nosotros es, ante todo, cómo vivir en esta tierra.

      La problemática de la Divina comedia es si existe una luz que pueda iluminar la vida y que, por tanto, le permita al hombre conocer lo verdadero, practicar el bien y construir con esperanza. El paraíso resplandece, pero la cuestión de la luz ya se plantea desde estos primeros versos. Si el hombre es leal consigo mismo, debe decir: «Necesito la luz, necesito algo que ilumine la vida; necesito que las cosas tengan un sentido, un sentido que no sé encontrar yo solo». Ese es el camino que nos propone la Divina comedia.

      En este sentido, no es casual que los términos más recurrentes en la obra sean los relacionados con la acción de ver. Ver, poder ver es la salvación. La vida depende de lo que miramos, hacia dónde dirigimos la mirada, porque muchas veces la luz está, pero nosotros vivimos con los ojos cerrados. La condición necesaria para empezar a leer el texto, así como para empezar a vivir de verdad, es abrir los ojos, alzar la mirada. La condición humana es como la de un ciego, un ciego apoyado en una pared, como el del Evangelio (Lc 18,35-34). Siendo leales y sinceros, ¿qué es lo que podemos decir de nosotros mismos? Solo que tenemos una necesidad extrema de ver y que somos incapaces de ello (vv. 7-9).

      Pavor tan amargo, que dista poco de la muerte; mas, para tratar del bien que encontré en ella, contaré otras cosas de las que en ella vi.

      Vivir así, a oscuras, sin una luz que aclare el camino, hace que la vida se amargue; la oscuridad nos entristece y la tristeza nos hace malos. Entonces domina la muerte, todo termina en la nada. Vivir así es como estar muerto, porque ¿qué clase de vida es la que no goza de ninguna esperanza?

      Pero enseguida cambia de tercio: «mas, para tratar del bien que encontré en ella, contaré otras cosas de las que en ella vi». Esta ceguera vivida en serio puede dar lugar al descubrimiento de un bien. El papa Francisco lo dice con una expresión impresionante: «El receptáculo de la Misericordia es nuestro pecado».2 Si reconocemos nuestro pecado, empieza el camino hacia el rescate, porque entonces la exigencia de salvación emerge sola. Nuestra debilidad, nuestra fragilidad y pobreza pueden ser nuestra fuerza.

      Como veremos en algunos versos, nuestra dificultad debe convertirse en petición, en oración, en invocación, pero la conciencia de nuestro límite es justamente lo que nos impulsa a buscar la salvación. Dichosos los pobres, dichosos los humildes, porque los que parten de ahí, los que solo han podido decir: «Soy una prostituta, soy un ladrón, soy un desgraciado, pero entiendo que la vida contiene una promesa grande y misteriosa» han reconocido a Jesús; podríamos decir que han hecho todo el recorrido que se describe en la Comedia. El primer paso de la gran aventura que es la vida, el primer paso hacia la salvación es reconocer con humildad y rectitud la propia ceguera y la propia necesidad. Con una aclaración importante (vv. 10-12).

      No sabría explicar ahora cómo entré. De tal modo me dominaba el sueño cuando abandoné el buen camino.

      Dante dice: no recuerdo cómo acabé en esta selva oscura, no hubo un desencadenante, un hecho grave o llamativo. No es necesario que nos pase algo sorprendente para darnos cuenta de la necesidad que tenemos, ya que todos venimos al mundo con esta debilidad, con la fragilidad debida al pecado original.

      Después, Dante consigue llegar al margen de la selva, a los pies de una colina, levanta la cabeza y ve el sol (vv. 13-18). La dignidad humana se refleja en este gesto de levantar la mirada. Todos estamos ciegos, presos de un mal que parece invencible, pero quien levanta la cabeza y busca con la mirada intuye que hay un bien posible. El problema es levantar la cabeza.

      Levantar la mirada es un desafío. De hecho, ¿qué es lo que nos sugiere el mundo? «Quédate quieto, con la cabeza agachada, no levantes los ojos al cielo porque, a lo mejor, mirando las estrellas, te vienen extraños deseos de lo eterno y lo infinito, mejor déjalo estar…». Pero, aunque estemos en un mundo en el que todo nos dice «vuela bajo», debemos tener la valentía de vivir a la altura de nuestros deseos, porque nuestros deseos están hechos de tal forma que no podemos contentarnos (Dante también nos enseñará la diferencia entre contentarse y estar contento) con menos que con el cielo, con menos que con el infinito y lo eterno.

      Levantar la cabeza significa usar la razón. ¿Qué es lo que me lleva a decir «la razón»? O, lo que es lo mismo, ¿qué me hace decir el corazón? Porque el corazón de la persona no es la sede de la emoción, sino el nudo esencial, el núcleo duro, el conjunto de las exigencias de bien, verdad, belleza, amor y justicia que el Padre Eterno pone en cada hijo de hombre. Pues bien, ¿qué dice el corazón? Dice que el sol existe, que está en alguna parte, aunque yo no lo vea todavía. Puesto que yo existo y tengo deseos infinitos, aquello hacia lo que tiendo tiene que estar en alguna parte; porque, de lo contrario, ¿cómo se explicaría la tensión que experimento? Como escribe Cesare Pavese: «¿Acaso alguien nos ha prometido algo? Y entonces, ¿por qué esperamos?».3 Si todos esperamos algo, si de algún modo esperamos siempre, es porque en el origen hay una promesa. Entonces, al reflexionar sobre mi experiencia, me doy cuenta de que el objeto que suscita este deseo infinito también tiene que existir, el sol tiene que estar en alguna parte.

      En todas las culturas y tradiciones, en toda la historia de la humanidad, el sol es imagen de Dios, del Ser, del Misterio que hace todas las cosas. Y el corazón del hombre, la razón del hombre llega a decir esto: «No lo conozco, no sé quién es, pero tiene que haber un dios en alguna parte, un sol a cuya luz podamos caminar todos y sería precioso alcanzarlo». De ahí nacen las religiones. Y entonces hay quien esculpe un trozo de madera, quien adora al sol… todos intentan alcanzarlo. La clave de la vida es descubrir ese sol capaz de salvarlo todo.

      Así que Dante, cuando ve el sol, recobra el aliento y empieza a subir a buen ritmo, y todo parece fácil (vv. 19-30). Sin embargo, esa misma colina, que parecía el lugar de la salvación,


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