La noche inolvidable. Mary Lyons
con sir Robert Brandon, empezaba a dudar de que aquel alto en el camino hubiera sido buena idea.
—Lo siento, pero parece ser que el cargamento se ha ido directamente a Ipswich, en Suffolk. Pondré a todo mi personal a buscarlo de inmediato.
Por desgracia, la idea que sir Robert tenía de lo que era «inmediato» se traducía en dos semanas de espera.
—¡Dos semanas! —había exclamado Antonio con horror—. Pero yo no tenía previsto quedarme aquí dos semanas.
—Lo suyo sería que fueras a visitar las oficinas y el enorme almacén que tenemos en Ipswich, Suffolk. No está demasiado lejos en coche.
El hombre había insistido, además, en enseñarle las instalaciones de Pall Mall, y en que comieran juntos para que le contara cosas sobre su antiguo amigo Emilio.
Antonio se había visto forzado a aceptar la invitación.
La comida en su enorme casa de Pall Mall se había alargado más de lo previsto y pronto se dio cuenta de que no llegaría a Ipswich antes de que cerraran.
Cuando ya se disponía a concluir aquel encuentro, sir Robert le contó que su nieta era la directora de la sucursal de Ipswich.
—Gina es una muchacha muy inteligente y la única pariente viva que me queda. Me parecía que dirigir una sucursal le daría la experiencia necesaria antes de tomar las riendas de todo el negocio.
Aquella pequeña pieza de información fue lo que le hizo pensar que tal vez lo de aquel viaje no había sido tan buena idea, pues no sabía cómo resultaría tener que tratar con una jovencita a la que no veía desde hacía ocho años.
La conversación siguiente sobre el estado de salud del anciano, no había hecho sino agravar aquella sensación.
Antonio comenzó a golpear ligera pero repetitivamente el volante de su coche, mientras trataba de encontrar el modo de salir de todo aquello.
Recordaba con absoluta claridad lo sucedido aquel lejano fin de semana en la Feria de Sevilla.
No había olvidado cómo se habían perdido parte de la fiesta para poder estar juntos, tampoco el terror de su rostro casi de niña mientras trataba de controlar un caballo al que, claramente, no sabía montar. Recordaba también, la sonrisa dulce y tímida de aquella encantadora adolescente, con aquel cabello largo y rubio enroscándose en su cuerpo mientras bailaban unas sevillanas.
Pero donde su memoria era más clara y concisa era con aquel último capítulo en el carruaje, con su joven rostro, iluminado mágicamente por la luz de la luna, que hacía que pareciera mayor de lo que realmente era. Su edad había sido la única excusa que había podido aludir para retroceder y poner fin al inadecuado comportamiento de aquella noche.
«Olvida todo aquello», se dijo él. Había ocurrido hacía mucho tiempo. Era muy probable que ella ya no recordara aquel desafortunado incidente.
En cualquier caso, lo que haría sería limitar la conversación a temas exclusivamente profesionales y, a primera hora del día siguiente, buscaría el cargamento extraviado y volvería a España.
Minutos después, llegaba ante las rejas de Bradgate Manor.
Una vez ante la entrada principal, detuvo el coche, bajó y se aproximó a la puerta, seguido por el sonido de sus propios pasos.
Se sorprendió al darse cuenta de que estaba abierta, a pesar de lo cual tocó al timbre varias veces, sin que nadie atendiera a su llamada. Entró en la casa, y llamó en voz alta, pero no obtuvo otra respuesta que el eco de su propia voz.
Perplejo, se dirigió hacia una gran puerta que conducía a una terraza. Salió y admiró desde allí la excelente vista de la que se disfrutaba.
De pronto, a lo lejos, vio un caballo y un jinete que galopaban hacia la casa.
Se protegió los ojos del sol con la mano y observó la escena con detenimiento. Pronto se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. El caballo parecía fuera de control y la amazona, una joven de largos cabellos rubios tenía problemas.
Sin pensárselo dos veces, Antonio corrió hacia ellos y saltó la valla de madera que separaba el jardín. Tenía que evitar que el jaco llegara hasta allí.
Antonio se situó delante de la bestia y alzó los brazos en un gesto amenazador, desconcertando al animal por completo.
El caballo se detuvo y retrocedió al ver a aquel hombre extraño. El animal se movía agitadamente y tenía la boca llena de espuma.
Antonio sujetó las riendas y el equino alzó las patas en el aire con furia. Poco a poco, logró controlarlo, pero no se tranquilizó hasta que no comenzó a susurrarle suaves palabras al oído, mientras le acariciaba el cuello.
Solo entonces tuvo la oportunidad de prestarle atención a la amazona, que respiraba con dificultad. Se retiró el pelo que le cubría la cara. Sus ojos mostraron confusión, y su rostro palideció.
—Hola, Gina —dijo él con una sonrisa. Ella no pudo decir nada, se limitó a mirarlo en silencio, como si de un fantasma se tratara—. Parece que sigues teniendo problemas con los caballos, tal y como te ocurrió en Sevilla —se rio y se dispuso a ayudarla a desmontar, mientras mantenía las riendas firmemente sujetas—. Una vez más, he tenido que venir a rescatarte, ¿no?
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