Amigas. Sarah Orne Jewett

Amigas - Sarah Orne Jewett


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Publicó una docena de volúmenes de relatos cortos y otras tantas novelas.

      Relato publicado en Harper’s Bazaar el 25 de junio de 1887.

Dos amigas

      —Podría usted mirar de nuevo al camino, señora Dunbar, y decirme si alcanza a ver a Abby de vuelta.

      —No hay rastro de ella. Es un auténtico fastidio ser corta de vista, ¿verdad, Sarah?

      —Supongo que sí. No me creerá si le digo que no puedo ver a alguien por el camino y decirle quién es. Puedo advertir algo que se mueve, eso es todo, a menos que tengan algo peculiar por lo que pueda distinguirles. Siempre puedo reconocer al viejo señor Whitcomb… tiene algún tipo de problema al caminar, ya sabe; y la señora Addison White siempre lleva un parasol y por eso la reconozco. Puedo ver algo balanceándose sobre su cabeza, y por eso sé quién es.

      —Qué raro que lleve siempre ese parasol, ¿verdad? La he visto con él en lo más crudo del invierno, cuando lucía el sol y hacía un frío de muerte y no había necesidad de parasol…

      —Tiene que llevarlo para protegerse del sol y del viento porque tiene los ojos delicados, supongo.

      —¡Vaya, no sabía yo eso!

      —Abby me dijo que se lo había contado. Abby se rio en su cara un día cuando la vio con el parasol.

      —¡No!

      —¡Como lo oye! Se rio en su cara. Dijo que no pudo evitarlo; ya sabe que Abby se ríe con mucha facilidad. Iba la señora White navegando con el parasol izado, dijo, elegante como un violín. Ya sabe que la señora White camina siempre un poco apresurada y es bastante llamativa. Y además hacía un frío terrible, y estaba nublado, me dijo Abby. No brillaba el sol, ni tampoco llovía, y no había motivo alguno para usar un parasol, que ella supiera. La señora White fue igual de rápida, según Abby, y le contó brevemente que tenía los ojos muy delicados y tenía que llevar sombrilla siempre que estuviera en el exterior; el doctor así se lo había ordenado. A Abby aquello le causó cierta confusión. No la ve llegar, ¿verdad?

      —No. No obstante, veo a alguien, pero no es ella. Es el chico de los Patch, creo. Sí, es él. ¿Qué piensas de Abby, Sarah?

      —¿Que qué pienso de Abby? ¿A qué se refiere, señora Dunbar?

      —Bueno, quiero decir, ¿cómo crees que está? ¿Crees que la tos sigue igual de mal que antes?

      Sarah Arnold, una mujercita menuda de cincuenta años, con el cuello delgado y la espalda redondeada, los ojos azules saltones en un rostro pequeño y pálido, apretó los labios y siguió con su labor. Estaba cosiendo unas rosas rojas a un sombrero de encaje negro.

      —Por lo que a mí respecta, nunca he pensado que fuese una tos muy mala, en cualquier caso —dijo al fin—. No es más que una carraspera. Su madre la tenía igual. Suena un poco dura, pero no es el tipo de tos que se lleva a nadie por delante. Yo misma toso a menudo.

      Sarah tosió un poco mientras hablaba.

      —La señora Vane murió de tisis, ¿no?

      —¡Tisis! La mismita tisis que yo tengo. La señora Vane murió de un mal de hígado. Lo sabré yo, que vivía en la misma casa.

      —Claro que debes saberlo. Solo me pareció haber oído que fue eso, nada más.

      —Algunos lo llamaron tisis, pero no lo era. ¿Ve a Abby?

      —No. No estás preocupada por ella, ¿verdad?

      —¿Preocupada…? No. No tengo razón para preocuparme, que yo sepa. Es lo suficientemente adulta para cuidar de sí misma. Es solo que la mesa para la cena lleva puesta una hora y no sé dónde está. Solo bajó a la tienda a comprar café.

      —Es una noche húmeda.

      —No lo suficiente para hacerle mal, supongo, sana como está.

      —Tal vez no. Es un sombrero muy bonito ese que estás cosiendo.

      —Sí, creo que va a quedar bastante bien. ¡Quién lo iba a decir! No tenía mucho con qué coserlo.

      —Supongo que es de Abby.

      —¡Por supuesto que es de Abby! No me verá a mí salir con un sombrero como este.

      —¿Por qué no? No eres mayor que Abby, Sarah.

      —Mi aspecto es distinto —dijo Sarah, con una mirada que podría haber significado orgullo.

      Las dos mujeres estaban sentadas en una placita junto a la casa blanca de una altura y media.

      Ante la casa se extendía un pequeño jardín con dos cerezos. Después estaba el camino, más allá algunos prados lisos y verdes donde cantaban las ranas. La hierba de esos prados era de un verdor húmedo y había algunas matas de lirios azules que asomaban a lo lejos. Más allá de los prados estaba el cielo del suroeste, que parecía bajo y rojizo y despejado, por el que volaban los pájaros. Eran las siete de una tarde estival.

      La señora Dunbar, alta y erguida, con un rostro sombrío y curtido con las facciones marcadas con gracia, estaba sentada con delicadeza sobre una silla de madera, más alta que la mecedora de Sarah.

      —A Abby le sienta bien casi cualquier cosa —dijo ella.

      —Nunca la he visto probarse nada que no le quedara bien. Hay mujeres guapas, pero no hay muchas como Abby. La mayoría de la gente depende de sus sombreros, pero ella, nunca. Azul celeste o verde hierba, da igual; todo parece haber sido hecho para ella. ¿La ve venir?

      La señora Dunbar giró la cabeza y su perfil oscuro resaltó en el aire transparente.

      —Alguien viene, pero creo que no… Sí, sí. Es ella.

      —Ya la veo —dijo Sarah, alegre, un poco después.

      —Abby Vane, ¿dónde te has metido? —gritó.

      La mujer que se acercaba levantó la mirada y rio.

      —¿Pensabas que me habías perdido? —dijo, subiendo el escalón de la plazuela—. Fui a casa de la señora Parson y me quedé más de lo que pretendía. Agnes estaba allí, acaba de volver a casa… y… —Comenzó a toser violentamente.

      —No deberías ceder ante a ese picor de garganta, Abby —dijo Sarah con brusquedad.

      —Será mejor que se meta en casa y que evite este aire húmedo —dijo la señora Dunbar.

      —¡Cáscaras! ¡Ni que el aire le fuese a hacer daño! Pero quizá sea mejor que entres, Abby. Quiero probarte este sombrero. Entre usted también, señora Dunbar. Quiero que vea si cree que tiene el suficiente fondo.

      —¡Ya está! —dijo Sarah, después de que las tres mujeres hubieron entrado y le hubo atado el sombrero a Abby, colocando los lazos con cuidado.

      —Le queda precioso —dijo la señora Dunbar.

      —¡Rosas rojas en una mujer de mi edad! —rio Abby—. Sarah quiere emperifollarme como si fuese una jovencita.

      Abby se quedó de pie en la salita de estar frente al espejo. Las contraventanas estaban abiertas de par en par para dejar entrar la luz de la tarde. Abby era una mujer grande y bien formada. Levantó la cabeza con el sombrero, metió la barbilla con aire de orgullo. Las rosas rojas sobresalían lo suficiente sobre su inocente y femenina frente.

      —Si tú no puedes llevar rosas rojas, no sé quién puede —dijo Sarah mirándola con dignidad y resentimiento—. Podrías llevar un vestido blanco a una reunión y tener tan buen aspecto como cualquiera de ellas.

      —Oye, ¿de dónde has sacado el encaje para este sombrero? —preguntó Abby, de repente. Se lo había quitado y lo estaba examinando de cerca.

      —Ah, tenía algo por ahí.

      —Dime ahora mismo la verdad, Sarah Arnold. ¿No lo habrás sacado de tu vestido de


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