Lo que no se olvida. Susana Miguélez
está primero. Yo ya me arreglaré con los primos.
—Mañana es fiesta, tía —le mentí—. Podemos venir temprano mamá y yo, así te ayudo a mudar las sábanas de tu cama. Y me enseñas a lavar en el río con la tabla, como hacías antes, ¿vale?
Ni sí, ni no. Me sonrió y me tendió la lechera. Antes de irnos la abracé, como siempre, y me subí al coche deseando retenerla conmigo, aunque en el fondo sabía que lo mejor que ella tenía ya me lo había dado. Le dejé la lumbre de la cocina encendida para evitar que tuviese frío y se quedó, como todos los anteriores domingos que yo recordaba, diciendo adiós con la mano desde la puerta de la casa mientras yo le respondía de igual modo a través del cristal trasero del coche. Por la mañana su cuerpo de pájaro gris amaneció sentado en la silla en la que cenaba. Tenía el pan de su corazón partido entre las manos. Su vasito de vino tinto y la sopa de ajo estaban sin tocar, y aún había rescoldos del fuego entre la ceniza del hogar. «Muerte natural por paro cardíaco», dictaminó el médico. Yo creo que la mató su sentido práctico: ya no tenía trabajo que hacer, se sentía inútil y se desechó a sí misma como desechaba todo lo que ya no se podía aprovechar, lo que para nada servía. Si me hubiese preguntado a mí… Si lo hubiese hecho habría sabido que yo aún necesitaba su saber enciclopédico acerca de las cosas del campo, del tiempo, del pueblo, de la molienda y las gallinas, de la harina y la levadura, de refranes, consejos, de la curación de las carnes, del ciclo de migración de las cigüeñas, de las tradiciones de mi tierra y de muchos otros asuntos de los que nadie se iba a preocupar de informarme nunca. Su buen juicio y su sentido del deber me han seguido haciendo falta toda mi vida. Si ella lo hubiera sabido quizá ahora sería la mujer más anciana del país, porque mi formación como persona, a mis cuarenta y muchos años, todavía no ha terminado. Y mi curiosidad sigue tan viva como cuando era niña.
Es muy difícil hacer pan en casa. Lo he intentado docenas de veces, pero no hay manera: la masa no sube como debe, es complicado dar con la levadura y la harina adecuadas. Además, los hornos domésticos están bien para asar pollos, pero carecen de la magia necesaria para dejar el pan como tiene que estar: crujiente por fuera y suave y esponjoso por dentro. Por eso, aún hoy, cuando tengo algún problema que digerir, preparo natillas. Sobre la crema amarilla dibujo, con caramelo líquido, aquello que me preocupa, y luego me lo ceno. Mis hijas me preguntan por qué lo hago, pero todavía son pequeñas, no lo entenderían aunque se lo explicase. Un día, más adelante, las llevaré a coger moras o a pescar cangrejos y les hablaré de la tía Tomasa. Les diré que a su lado comprendí muchas cosas, entre ellas que me entendía bien con las personas mayores. Mi relación con ella puso los cimientos de esta profesión mía de cuidadora: cuando la tía dejó mi mano entendí que otras manos como la suya podían necesitarme para seguir transitando la vida. Y aquí estoy, muchos años después, caminando por el mismo sendero.
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