Papeles de Ítaca. Bernardo Pérez Puente

Papeles de Ítaca - Bernardo Pérez Puente


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los cuartos emergió la risa apagada de una mujer.

      El humo del cigarrillo no fue suficiente para ahuyentar a los mosquitos, así que regresé a la habitación. Encendí el ventilador del buró y me tumbé en la cama. El viaje me había dejado exhausto. Sumido en la oscuridad intenté convocar al sueño mientras recordaba las tardes de mi infancia y primera juventud en el hotel.

      Mis padres y mis tíos acostumbraban beber una copita de anís después de comer y luego tomaban largas siestas. Durante ese tiempo, mi prima y yo éramos libres para jugar en compañía de Gagarin y de los niños con los cuales habíamos hecho amistad ese año. Indiferentes al calor nos entregábamos a nuestras fantasías. Organizamos complicados juegos y montamos improvisadas piezas teatrales en el jardín. Aquel espacio verde cubierto de flores se transformaba en nuestro reino, en un Edén privado que nos permitía aislarnos del mundo.

      Fue durante una de esas tardes, poco antes de entrar en la adolescencia, cuando Amelia y yo nos besamos por primera vez. Ella tomó la iniciativa; fue casi una reacción instintiva. Ocurrió a la sombra de nuestra palmera. En la recóndita penumbra verde, recargado contra el tronco, recibí el ofrecimiento de unos labios que primero me llenaron de confusión y después de asombro. Fue una revelación que duró unos cuantos segundos, pero que nos trastornó a los dos. Salimos a la luz llenos de perplejidad, sin entender muy bien lo que había sucedido ni por qué.

      Y fue precisamente esa confusión la que, creo yo, nos llevó a repetir la experiencia al día siguiente. Quizá queríamos desentrañar el sentido de aquello y la única forma que se nos ocurrió era fundir nuestros labios una vez más para beber el uno del otro. Varias veces durante aquellas vacaciones regresamos con sigilo hasta la palmera para encarar el enigma y dejarnos sorprender por él.

      Las cosas no llegaron más allá de los besos y algunas torpes caricias; sin embargo, fueron suficientes para trastornarnos.

      Hacia el final de aquel verano, aún sin entender con claridad lo que estaba ocurriendo y sin atrevernos a utilizar la palabra amor, decidimos poner a buen resguardo nuestro secreto.

      La idea de la cajita fue de Amelia. Era una pequeña caja de lata, propiedad de mi prima, que alguna vez contuvo caramelos importados y en cuya tapa podía verse una aldea tirolesa. Uno de los dos guardaría allí un tesoro, algo que apreciara mucho y que deseara regalarle al otro, pero sin decirle lo que era. Enterraríamos la cajita al pie de la palmera hasta las próximas vacaciones. De esta forma el tesoro estaría esperando al destinatario durante un año. Entonces le correspondería al otro poner algo en la caja.

      No me pregunten cómo se relacionaba esto con el descubrimiento que habíamos hecho durante esas vacaciones. Lo único que sé es que, en ese momento, la ocurrencia de mi prima me pareció lógica y natural. El primero en dejar un tesoro fui yo. Después de pensarlo un poco decidí que mi posesión más valiosa era el reloj de pulsera que me había regalado mi madre. Lo envolví en un pañuelo sin que Amelia lo viera y, tras introducirlo en la cajita, lo deposité con mucha ceremonia en el agujero que previamente había excavado en el suelo, a cuatro pasos de la palmera. Luego ambos cubrimos el hoyo con tierra.

      Durante el tiempo que medió entre ese verano y el siguiente nuestras respectivas familias se reunieron por distintos motivos (bautizos, aniversarios, cenas). En esas ocasiones el trato entre Amelia y yo fue el de siempre. Nada en la conducta de ambos revelaba lo ocurrido. Ello tenía que ver, por supuesto, con la necesidad de ser discretos, pero también con la certidumbre de que la atracción que habíamos experimentado se encontraba aplazada; permanecía oculta dentro de una caja de caramelos importados al pie de una palmera. Allí aguardaba, junto con mi reloj, a que ambos regresáramos por ella.

      Así, cuando al año siguiente volvimos al Vista Tropical y abrimos la caja descubrimos que nuestro idilio se había conservado intacto. No puedo decir lo mismo de mi reloj, el cual no resistió la humedad del suelo y quedó inservible. Eso no me importó. Tampoco le importó a Amelia, quien lo recibió como si se tratara de una gema valiosísima.

      Ese verano vivimos en un estado de enajenación permanente, sumidos en una ebriedad que nos impedía notar el paso del tiempo. Nos debatíamos entre el deseo de encontrarnos bajo la palmera del jardín y el temor a ser descubiertos; entre la fascinación que suponía adentrarse en un territorio ignoto y el sentimiento de culpa por estar haciendo algo que considerábamos terrible. Tampoco entonces hubo otra cosa que besos y caricias furtivas (quizá algo más). Sin embargo, para nosotros era una conmoción, un vértigo y una incertidumbre que nos fascinaba y torturaba al mismo tiempo.

      A diferencia de los veranos anteriores, los cuales, como ya dije, resultan indistinguibles los unos de los otros. Ése en particular se presenta nítido en mi memoria. Son días luminosos hasta el punto de volverse cegadores. Nunca como entonces el mar fue tan azul ni el cielo tan inmenso. También fueron días que transcurrieron con insólita rapidez. En nuestra inconsciencia habíamos terminado por olvidar el paso del tiempo y un día, para nuestra consternación, nos dimos cuenta de que las vacaciones habían llegado a su fin.

      La víspera de la partida realizamos por segunda vez nuestra ceremonia secreta. Ahora le tocaba a Amelia colocar un tesoro dirigido a mí en la caja de caramelos. Sin mostrarme lo que era, puso algo dentro y cerró la tapa con rapidez. En su rostro se dibujó una sonrisa enigmática.

      Más tarde, ese mismo día, el clima cambió de manera inesperada. Nubes de tormenta se congregaron sobre nosotros como un anuncio de lo que vendría. Abandonamos el hotel junto con nuestros padres en medio de una lluvia ligera que algunos kilómetros después se transformó en tormenta. Ni Amelia ni yo imaginábamos que ésas habían sido nuestras últimas vacaciones juntos.

      Algunos meses más tarde su padre enfermó y murió. Mi papá emprendió un negocio que se fue a pique, por lo que la situación económica en casa se tornó difícil. Luego entré a la secundaria. Mi prima se fue a vivir a otra ciudad con su mamá y pasó mucho tiempo antes de que volviera a saber de ella. Estudié arquitectura, viajé al extranjero, conseguí un empleo mal remunerado, luego otro (también mal remunerado), me casé con Marcela y tuvimos a las gemelas…

      Un par de veces, Amelia y yo coincidimos en alguna reunión familiar. Se había casado con un italiano y tenía una hija. Lucía feliz y serena. En una de esas ocasiones, mientras conversábamos con una copa en la mano sobre lo que éramos y lo que hubiéramos querido ser, le pregunté si recordaba los veranos en el Vista Tropical. Ella asintió con una sonrisa. Luego, cuando me atreví a mencionar la cajita de caramelos soltó una carcajada divertida. Pese a mi insistencia no quiso revelarme qué había puesto en ella. “Si quieres saber, ve y desentiérrala”, me dijo.

      Luego, una tarde de enero me informaron que Amelia había perdido la batalla contra el cáncer. La noticia me sorprendió, pues no estaba enterado de su enfermedad. Durante la ceremonia fúnebre conocí a su marido y a su hija, a quienes no he vuelto a ver. En aquel entonces me hallaba demasiado perturbado por mi inminente divorcio y, quizá como una forma de evasión, comencé a buscar cobijo en los recuerdos de una época que consideraba más feliz. El mar, la playa, el Ford Fairlane de mi padre, los versos que recitaba mi tío y, sobre todo, el cuerpo de mi prima apenas cubierto por un traje de baño amarillo. Todo ello ocupó mi mente durante aquel periodo.

      Por eso quise volver al Vista Tropical.

      Desperté alrededor de las nueve de la mañana con dolor de cabeza. La luz del sol se filtraba entre las persianas. En algún momento de la noche el ventilador había dejado de funcionar por lo que la habitación era un horno. Las sábanas estaban húmedas de sudor.

      Me incorporé y fui a tomar una ducha fría. Al terminar llené el vaso del lavabo con agua del grifo y tomé dos aspirinas. Salí al pasillo a medio vestir y me aproximé al barandal para mirar hacia abajo. La hierba, las flores y los arbustos habían tomado posesión de cada centímetro cuadrado hasta convertir el jardín en una verdadera selva. Las palmeras se alzaban bajo el sol como guardianas de aquel espacio verde que ningún jardinero parecía haber tocado en mucho tiempo.

      Como suele ocurrir cuando un sitio es confrontado con su recuerdo, el jardín me pareció en ese momento pequeño e insignificante. Nada tenía que ver aquel ruinoso pedazo de terreno con el reino


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