Illska. Eiríkur Örn Norddahl
—eso seremos todos al final, incapaces hasta de limpiarnos el culo sin ayuda.
Agnes terminó el trabajo de grado en la primavera del 2007 y empezó a trabajar en su tesis de máster a mediados de verano, antes incluso de comenzar las clases. Quería escribir sobre los nazis en Islandia. No sobre nazis muertos —esos tíos embobados por los uniformes que marchaban Laugavegur arriba y abajo con su gorra de visera como los elegantes de Europa—. Ni sobre el interés de Himmler por Islandia. Ni por los islandeses de los campos de concentración, como prisioneros o como guardias, ni sobre los judíos devueltos a Dinamarca y tampoco sobre los islandeses de las Waffen SS —pese a que uno de ellos hubiera sido hijo de un presidente del país.
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Los gitanos eran más bien como ratas. (Seguimos hablando en pasado; aunque los gitanos sean expulsados regularmente del país, extirpados como simples forúnculos). Individualmente eran prescindibles, pero el peligro radicaba principalmente en que se dedicaban a reproducirse a toda prisa (como… ratas. Por eso hablamos de ellos en plural). Los gitanos viven fuera del presente, aún no han llegado hasta aquí.
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Su idea era escribir sobre nazis de carne y hueso. Chicos y chicas jóvenes y fuertes que podrían moldear el futuro. Pensaba escribir de los ultraderechistas y los populistas en el seno de los partidos políticos. Naturalmente, tendría que ir con cuidado en las definiciones —no estaba nada claro que le fueran a permitir que colgara la etiqueta de nazi a todos los populistas racistas que le apeteciera—. Pero tenía intención de poner de relieve los nexos ideológicos. Que, aunque en los últimos años los racistas han optado por vías menos radicales para conseguir sus objetivos, estos no han cambiado, ni las consecuencias son mejores. Tenía intención de poner de manifiesto que los racistas islandeses eran parte del mundo cultural europeo que apoyaba los crímenes y la ausencia total de humanidad, aunque, ahora, cometer atrocidades fuera un derecho exclusivo de las autoridades fronterizas, los burócratas de las oficinas de inmigración y los gobiernos más allá de las fronteras de Europa, que estaban obligados a cometer graves delitos contra aquellos de sus propios súbditos que intentaran salir del país.
Y es por esa razón por lo que, entre otras cosas, fue a hablar con Arnór. Este era uno de los poquísimos neonazis islandeses, si no el único, que no escondía sus ideas («Yo digo lo que todos pensamos. Lo que piensas tú también, en el fondo. A menos que seas más princesa judía de lo que yo creía. No es ningún delito decir la verdad») ni tenía un coeficiente intelectual de chichinabo, al contrario de lo que era habitual.
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También el musulmán es (en presente, singular y con artículo) una especie de bárbaro. Su meta es llevar a cabo un «genocidio demográfico» reproduciéndose (como ratas), pero además pretende convertirnos al islam. No es una persona del presente, vive en el presente, pero lo rechaza. Y nos cautiva con la firmeza de sus valores, su solidez y su fortaleza de ánimo. Nosotros no creemos en nada tan firmemente como para poder lanzar un avión contra un edificio con el propósito de impulsar el avance de nuestras ideas. O hacernos estallar dentro de un autobús. Por algo. Aunque no sea nada más que para salir en un programa de televisión. Para nosotros, es sencillamente demasiado.
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Después de comerse los morros en su primera cita y de ir al cine en la segunda (no incluyo entre las «citas» la cola de los taxis), en su tercera cita, en la zona de marcha de Reikiavik, Ómar y Agnes decidieron hacer una excursión en coche. Agnes fue a buscar a Ómar a su casa de Þingholt por la mañana, muy temprano, y se pusieron en camino hacia Fljótsdalshérað, al este del país. No pararon ni una sola vez en todo el camino, pues tenían bastantes horas de viaje por delante. Estuvieron charlando sobre el Holocausto, como suelen hacer los enamorados.
—Victimología comparada —dijo Agnes—. En el extranjero lo llaman comparative victimology —bajó el cristal de la ventana, encendió un cigarrillo y echó el humo hacia el aire gélido.
—Y se dedica a…
—… a probar o desmentir que algo es genocidio u holocausto.
—¿Es una disciplina seria? —Ómar extendió la mano para gorronearle un cigarro. Agnes se inclinó sobre el salpicadero, cogió el paquete y el encendedor y le puso las dos cosas a Ómar en la mano.
—¿Estás loco? Es más bien un pasatiempo, transversal a varias disciplinas —prosiguió Agnes—. Historia, sociología, politología. No bajes el cristal. Hay demasiada corriente.
—¿Entonces, no quieren reconocer, por ejemplo, que el genocidio de los armenios fue un holocausto?
—¡Ja ja! ¡Muy bueno! La palabra holocausto no tiene plural. No existen «holocaustos». El genocidio de los armenios no está reconocido como genocidio.
—¿Por qué no? ¿Y qué es, entonces?
—No me acuerdo. Tragedia. Crimen. Crimen masivo. Persecución. Pero genocidio, no. Existe toda una industria basada en souvenirs del Holocausto, baratijas y cachivaches relacionados con el Holocausto, aparte de los libros y otros trastos, congresos y especialistas que se ganan el pan con el Holocausto. Y ninguna de esas cosas funciona a menos que el Holocausto sea único e incomparable.
—…
—… la gente discute acaloradísimamente sobre esas cosas. Las discusiones sobre la segunda guerra mundial giran en torno a las virtudes y los defectos de los distintos tipos de tanque, y la discusión sobre el Holocausto gira en torno a la posibilidad o la imposibilidad de compararlo con alguna otra cosa.
—¿Y no se puede?
—No, exacto. No se puede.
Agnes y Ómar pasaron a toda velocidad por delante del Jökulsárlón sin detenerse. Los azulados y antiquísimos hielos del glaciar se deslizaban por la laguna y desde la carretera se oían voces de focas excitadas.
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«Alterización» se llama al arte de aparentar que el mundo está compuesto por personas fundamentalmente distintas de uno mismo. Los otros son peligrosos, tontos, malos, estúpidos, tienen intereses que ponen en peligro nuestra visión del mundo, y así sucesivamente. Curiosamente (y comprensiblemente, añadiríamos), los populistas (léase: «nazis») se ven repetidamente «alterizados» (y son, además, peligrosos, tontos, malos y estúpidos al mismo tiempo).
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La serpenteante carretera de la costa sur le recordó a Agnes una película islandesa. Tenía la impresión de haber visto ya ese paisaje desde un helicóptero, con un tiempo magnífico, y los bancos de nubes apoyándose, como almohadones de plumas, sobre el horizonte, rodeados por un cielo lila, formando un increíble paisaje lunar que dejaba a los turistas sin respiración. Esta montaña es increíblemente bella, decían los turistas. Estamos a punto de echarnos a llorar, añadían unos mirando fijamente a Agnes, esperando que ella les mostrara su aprobación. Sí, es totalmente justificado que te eches a llorar por mis montañas, se supone que debía decir ella. Son las montañas más majestuosas del mundo. Un paraíso en la tierra. Pero sentía repugnancia ante semejante patrioterismo. Podía alzarse en defensa de la pequeña Islandia cuando la criticaban —y lo mismo le pasaba con Lituania—. Pero no podía compartir de ninguna forma, ni por lo más sagrado, los jadeos de los turistas.
Miró de reojo a Ómar, que estaba mirando por la ventana sin hacer ni el más mínimo gesto. Parecía haber dormido regular. A menos que la noche antes se hubiera metido en el cuerpo demasiadas cervezas. Ella decidió no preguntar nada y dejarle que siguiera mirando por la ventana para contemplar aquel paisaje de película.
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Los «otros» de los populistas incluyen, entre otros, a modernas que apoyan el multiculturalismo, terroristas con turbante llegados de Kebabistán, burócratas de la Unión Europea, capitalistas «corruptos», la élite de los medios de comunicación, la élite universitaria, la élite cultural, la élite política, tíos blancos de mediana edad, siempre cachondos, sudorosos y de espaldas peludas, vecinos malcriados e impertinentes, «emigrantes económicos» (solicitantes de asilo y refugiados), heavies, minusválidos,