La libertad del deseo. Julie Cohen

La libertad del deseo - Julie  Cohen


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Warren. Quiero ser una camarera anónima en una ciudad que no conozco –le dijo bebiéndose el agua de un trago y dejando el vaso con fuerza sobre la barra.

      –Y quiero divertirme. Ya es hora. Quiero hacer cosas por diversión y sin pensar. Quiero soltarme el pelo, salir a bailar y no tener que preocuparme por lo que la gente va a decir de mí al día siguiente. Quiero salir de marcha y no volver hasta que amanezca, después dormir hasta mediodía. Quiero nadar desnuda, conducir deprisa y estar con hombres poco adecuados. Sobre todo esto último.

      –Entonces, me imagino que ya has roto el compromiso con Don Perfecto, ¿no?

      Marianne rió con amargura.

      –Sí, Jason y yo somos historia.

      –¿Qué es lo que ha pasado? Pensé que lo vuestro era para siempre.

      –A Jason le encantaba que yo fuera una mujer con éxito y que hubiera sido elegida reina de la belleza en varias ocasiones. También le gustaba mucho que mi padre fuera el hombre más rico de la ciudad. Creía que hacíamos muy buena pareja y que tendríamos un montón de niños muy guapos. Pero no me quería. Sólo quería lo que yo representaba en su vida.

      Y Marianne quería dejar todo eso atrás.

      –Lo siento, cariño –le dijo Warren–. Cuando nos escribíamos por correo electrónico, me parecía que estabas muy segura sobre lo que sentías por él. Pensé que habías encontrado tu media naranja.

      Ella negó con la cabeza.

      –Pensaba que Jason era el tipo de hombre con el que tenía que casarme, pero no lo quería y él tampoco a mí. Intenté convencerme de lo contrario porque él me parecía perfecto. Romper con él no me ha roto el corazón y no estoy buscando revancha. Lo único que quiero es cambiar de vida.

      –Así que la buena de Marianne Webb hizo las maletas hace un par de días y vino para aquí decidida a renacer como persona, como una chica mala.

      –Así es.

      –Bueno, has elegido la mejor noche. No sé si serán tan malos y rebeldes como los quieres, pero este sitio estará lleno de hombres dentro de hora y media. Hoy tenemos una subasta benéfica de solteros.

      –¡Vaya! Creo que será una buena noche –repuso con una sonrisa pícara–. ¿Vas a pujar?

      Warren negó con la cabeza.

      –No, seguro que todos son heterosexuales. ¡Qué lástima! Pero no me quejo. Dentro de una hora, el bar estará lleno de mujeres pujando para conseguir uno de los solteros. Tu primera noche trabajando en el local será bastante ajetreada. Tú te encargarás de recoger vasos y cosas de las mesas; así te irás haciendo con el sitio, ¿de acuerdo?

      –Puedo trabajar tras la barra –protestó ella mientras tomaba la botella de licor de naranja.

      –Sé que puedes hacer cualquier cosa, basta con que te lo propongas. Pero, por esta noche, quiero que te encargues simplemente de recoger las mesas. Es mejor empezar poco a poco. No quiero que acabes con todas mis bebidas. Además, puede que veas algún soltero que te interese. ¿Quién sabe?

      –¿Qué es lo que consiguen al pujar? ¿La que gana tiene una cita con uno de los hombres?

      –Sí, creo que sí. Pero en cuanto pagues por él, el soltero elegido y tú podéis acordar lo que os parezca más adecuado.

      El teléfono sonó en la parte de atrás y Warren fue a por él.

      Marianne se quedó pensando en lo que acababa de decirle. Creía que le vendría bien, ahora que había decidido ser una chica mala, hacerse con la compañía de un chico malo. Necesitaba un hombre salvaje, inquieto y tremendamente sexy.

      Sonrió. Lo cierto era que no sabía si podría identificar a un chico así, nunca había conocido a ninguno. Creía que no lo reconocería aunque lo tuviera delante de sus narices.

      Se sirvió un poco de tequila en un vaso y lo levantó.

      –Por los chicos malos –dijo antes de beberlo.

      –No me puedo creer que haya dejado que me convencieras para participar en una subasta para vender mi cuerpo en el mercado –le dijo Oz.

      Se miró en el espejo del salón de Jack. Iba vestido de cuero. La chaqueta era suya y no le parecía demasiado extravagante. Las botas estaban cubiertas de clavos y cadenas. Se imaginó que a algunas personas les iban ese tipo de cosas, por ejemplo a los sadomasoquistas. Pero además llevaba pantalones de cuero negro que ceñían sus piernas y una camiseta con el logotipo de Harley Davidson que le había dejado Jack.

      –Creo que los pantalones de cuero son demasiado.

      –No, son perfectos –le aseguró Jack–. A las chicas les encanta ese rollo.

      –Bueno, supongo que tú eres el experto.

      –Hoy en día, sólo soy experto en Kitty. Y ella te diría que tengo razón –le dijo mientras miraba a su amigo–. Pero falta algo, quítate la chaqueta y la camiseta.

      Oz negó con la cabeza.

      –No, de eso nada. No me he pasado nueve años estudiando en la universidad para después prostituirme desnudo encima de un escenario.

      –Relájate –le dijo Jack–. No se trata de que vayas desnudo. Aunque creo que podrías recaudar mucho dinero para la causa si lo hicieras. Sólo quiero que me des la camiseta. Y recuerda que todo esto es para construir el centro de jóvenes. Es por una buena causa. Yo mismo saldría al escenario medio desnudo si no estuviera felizmente casado.

      Oz suspiró y se quitó la chaqueta y la camiseta.

      –No creo que vaya a funcionar –le dijo dándole la prenda a su amigo–. ¿Quién va a creerse que esto es mi atuendo habitual?

      –Nadie. Ya lo sé. Portland es una ciudad pequeña y la mayor parte de las mujeres saben que eres el doctor Óscar Strummer, psicólogo clínico, profesor de universidad y soltero de oro. Pero vestido así les ofreces una fantasía que va a resultarles muy atractiva.

      Con rápidos movimientos, Jack arrancó una de las mangas de la camiseta y después la otra.

      –Ya está. Póntela ahora. Ahora pareces Oz, motorista duro y salvaje. Hazme caso, las pujas van a ser muy altas. A todas las mujeres les gustan los hombres responsables e inteligentes, pero que también sean capaces de hacer alguna locura.

      Oz tomó la camiseta y volvió a ponérsela.

      –¡Vaya! –exclamó alguien detrás de él.

      Se giró y se encontró con Kitty, la mujer de Jack. Estaba apartándose su roja melena de la cara para poder verlo mejor.

      Oz se miró de arriba abajo.

      –¿Te gusta el conjunto que llevo? –le preguntó.

      Kitty asintió con entusiasmo.

      –Sí, claro. Estás muy buen. Pujaría por ti.

      –¿Ves? –le dijo Jack orgulloso mientras tomaba la mano de su esposa–. Será mejor que no te guste mucho, cariño –añadió mirando a Kitty.

      Ella lo besó en la mejilla.

      –¿Por qué no te compras unos pantalones de cuero, Jack? Creo que esa imagen de motorista salvaje te quedaría muy bien.

      Oz se miró en el espejo de nuevo. Intentó peinar su pelo rubio pero, como de costumbre, no le sirvió de mucho.

      «Eres demasiado mayor y exitoso para sentir envidia de tu mejor amigo», se dijo.

      Jack Taylor nunca se había planteado casarse, al menos hasta que conoció a la mujer de sus sueños. Óscar Strummer, en cambio, siempre había soñado con casarse y aún no había conocido a la persona adecuada.

      –Cualquiera pensaría que teniendo una doctorado en psicología podría controlar mi propia mente –murmuró Oz mientras se ajustaba los pantalones.


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