La sirena negra. Emilia Pardo Bazán
dormir! ¡Arrorró!...
—No puedo sosegarme... No soy mora, no soy judía. ¡He pecado, estoy en pecado mortal!... ¡El mayor pecado!... Y estoy... en lo último... —Todos pecan... Tranquilícese...
—No, no, yo soy otra cosa; para mí no hay perdón; yo...
Hízome con la mano señal de acercar mi oído a su boca, y entre un vaho de calentura pronunció:
—¡Yo... estoy... condenada!... ¡Condenada!
—¡Qué disparate! Usted se va al cielo... dentro de muchos años...
Bueno, no se aflija, la complaceré. Ahora mismo traigo al sacerdote. Tome primero la poción, recobre fuerzas...
Regresó de la botica Marichu, y al entregarme un frasco envuelto en papel, me secreteó afanosa.
—Un cura se necesita, pues... No ha de ir como los perros, señor... Cristiana es, cura han de llamar...
—Iba a salir a buscarlo... Tráete una cuchara de plata.
No la había. Marichu fregó una de vil plomo. Cucharada tras cucharada, administré a Rita la dosis. Pareció reanimarse un poco, y recargó:
—El confesor... ¡Volando!
El médico volvía ya, dispuesto a pasar la noche a mi lado. Olía su boca barbuda a vino barato, a queso de Flandes.
—Mandaré a la chica que le haga a usted una taza de café, doctor... Y que le saquen una botellita de coñac. Hay de todo aquí; yo confiaba en el alcohol y en la cafeína para sostener este organismo. Usted queda en su casa; voy por ahí en demanda de un sacerdote. Desea confesarse... ¿Ve usted peligro? ¿Inconveniente?
—No. Si lo ha pedido ella misma, le servirá de consuelo. No es uno creyente fervoroso, pero hay que respetar mucho estas exigencias... Salí, tomé un coche y di las señas: las de un anciano expárroco, bondadoso y sin tacha, hombre aficionadísimo a libros, y que por satisfacer sus manías de erudición y bibliografía ha renunciado a un curato pingüe. Encontré al inofensivo viejo en un cuartucho donde hay pilas de infolios por el suelo y polvo de tres años, y le expuse el caso apremiante. Él me conoce de tertulias de librería y de coincidencia en casas de gente estudiosa, pues yo gusto, temo que con exceso, de estas vanidades. Plegó las arrugas de su cara avellanada y titubeó antes de soltar la pregunta:
—¿Es... parienta de usted esa... señora?
—No. Es amiga. Nada, nada más que amiga; palabra de honor. Descolgó su manteo en mal uso, se arropó rezongando «corre fresquete» y rodamos hacia la vivienda de Rita. Por el camino enteré de algo al sacerdote...
—Es un alma sin rumbo, sin norte y sin hiel; seguramente ha vivido a la inversa de lo que viviría, si poseyese fuerza de voluntad. Se acusa de maldad tremenda; asegura que para ella no hay perdón.
—Oveja descarriada... —asintió él—. ¡Pobrecilla! Más suele ser el yerro que la malicia en esta clase de pecados. Y que no es maligna se ve en el solo hecho de llamarme. Este rato que ahora tiene que pasar es el que decide la suerte de las personas... Una buena muerte; y lo demás no supone nada. El pensamiento del soneto está integro en el último verso.
Se me escapó una frase confidencial:
—Todas las muertes son buenas, porque todas son la conclusión de la vida.
Soltó el viejo una risita inocente.
—¡Jesús! ¡Dios nos dé vida, hasta que se le antoje, el más tiempo posible!... Yo no estoy a mal con la vida. Si tuviese sitio donde colocar tanto librote como se me junta, me consideraría feliz. En otro tiempo, con mis aficiones, estaría yo en grande en un convento de esos de biblioteca regia y muchas horas para disfrutar, revolviendo los estantes. Hogaño no; en los conventos no hay libertad, no hay frailes privilegiados, a quienes se los deje con su manía del estudio, y las bibliotecas que algo valían, ¡dónde irán ellas! Ayer mismo, en casa de Celso el anticuario, ¿qué dirá usted que encontré? Un libro de profesiones de Santo Domingo el Real: todo lleno de acuarelas y empresas y alegorías de los profesos...
Antes que pudiese pegar la hebra de su tema favorito, estábamos en casa de la enferma. Me adelanté para anunciar:
—¡Rita, criatura, aquí le traigo a un sacerdote amigo mío; ya ve que los caprichos se le cumplen! ¿Quiere usted que entre? Si no quiere..., esperará.
La cara, cuya palidez parecía enverdecer un reflejo fosfórico, se removió un poco entre las tinieblas encrespadas de la cabellera suelta, y los labios marchitos, sin color, susurraron:
—Que pase, que pase... ¡Jesús... mío, misericordia! —impetró la moribunda, con ardiente ruego.
Entró el anciano, vacilante y torpe, a fuer de erudito miope que se ha dejado en casa los espejuelos. Tuve que guiarlo, que indicarle una silla, al lado de la revuelta cama. En el aire flotaban olores farmacéuticos. Así que lo vi instalado, me retiré. La sala estaba contigua al dormitorio. El médico, ante el velador, terminaba su café y su copa.
—No se moleste, siga... Marichu, café para mí también... Muy cargado.
Mientras esperaba la infusión que había de despabilarme para la vela, me senté en el sillón de raído forro. Colocado de espaldas a la puerta de la alcoba, y bastante próximo a ella, el cuchicheo que partía de allí me llegaba en truncados sonidos, como si el diálogo estuviese en verso y los que dialogaban se interrumpiesen y luego acentuasen con trágico énfasis un trozo, un arranque más sentido de la poesía. Acechador involuntario y cobarde, no entendía yo bien las frases, pero alguna palabra era para mí cual son en los antiguos gráficos de ignorado idioma esas letras repetidas y ya descifradas, que permiten interpretar, por relación de lo conocido, lo que se desconoce. A veces, no oía distintamente un vocablo; lo que me guiaba en mi malvado espionaje de un alma era el acento con que pronunciaban lo que no oía. La voz del sacerdote, sobre todo, me daba luz, siniestra luz. Tenía el timbre sordo y ahogado de un grito que se sofoca por terror. Y la penitente, enfervorizada, hablaba con singular energía, con no interrumpido bisbiseo vehemente, como si vaciase el absceso purulento de tanta iniquidad, apretando duro para expulsar todo lo nefando. Me sería imposible decir si entendí nada concreto de la terrible conversación; y, sin embargo..., entre modulaciones de voz, interrupciones, preguntas, gemidos, fraseo desgranado —Yo repetía para mí...—: «Era eso, era eso...». ¡Sublime horror pagano, tremenda carga en la conciencia católica...!
Sin embargo, la nube de espanto se despejó; se apaciguó el murmullo, convertido en una especie de himno o plegaria de reconocimiento. La mano del sacerdote, bendiciendo, se interpuso ante la luz de la alcoba. ¡Rita estaba perdonada!... La pobre alma, transida de espanto, sudando hielo y castañeteando los dientes, se calmaba, se envigorizaba, y, agarrada a un cabito de seda blanca, iba a atravesar valerosamente el puente del abismo...
En efecto: cuando el viejo salió del dormitorio, tembloroso, desemblantado, horripilado de lo poco que se parece la realidad a los libros con polilla, y de cómo las viejas fábulas mitológicas no están solo en las ediciones de viñetas, sino que se codean con nosotros en las calles, y me precipité a ver en qué estado se encontraba la enferma, la faz verdiblanca sonreía expresando beatitud. Las pupilas de asfalto se fijaron en mí, invitándome a compartir aquella dicha.
—¿Qué tal? Mejoría, ¿eh? Doctor: acérquese...
—Sí, mejoría —repitió sin convicción—. La respiración no es tan... —se interrumpió; yo adiviné el término exacto que suprimía, «tan estertorosa». ¡El estertor!...
—Don Gaspar —murmuró Rita; y comprendí su ruego, y me incliné. En mi oído, deslizó:
—¿No abandonará al niño?...
—Palabra. No temas —dije, con tuteo fraternal.
—Poco trabajo le dará... Ese niño no puede vivir...