Anna Karenina. León Tolstoi
de la propuesta de Levin y la negativa de su hija, pero insinuó que lo de Vronsky se podía considerar como firme y que, para formalizarlo, únicamente faltaba que llegase su madre.
Al escucharla, el Príncipe se encolerizó y empezó a pronunciar palabras llenas de violencia.
—¿Y me preguntas qué hiciste? Yo te lo voy a decir. Intentar, ante todo, pescar un novio. ¡Todo Moscú va a hablar de ello y con mucha razón! Si quieres dar veladas y fiestas, invita a todo el mundo y no a esos galancetes preferidos, invita a todos esos pisaverdes (de esa manera llamaba el Príncipe a los muchachos de Moscú), contrata a un pianista y que todos bailen, pero, ¡por Dios, no invites a los galanes con el propósito de arreglar matrimonios! ¡Pensar en ello me repugna! Pero tú has logrado tu objetivo: llenar la cabeza de la niña de pájaros. Levin, personalmente, vale mil veces más. El otro es un petimetre de San Petersburgo, igual a los otros. ¡Da la impresión de que los fabrican en serie! Y mi hija no necesita a nadie, aunque él fuera el heredero de la corona...
—Pero ¿yo qué hice de malo?
—En este momento te lo voy a decir... —comenzó el Príncipe, con rabia.
—De antemano lo sé. Nuestra hija jamás se casaría si yo te hiciera caso. Para eso sería preferible marcharnos al pueblo.
—Sí, sería preferible.
—Vamos, no te pongas así. ¿Yo acaso busqué algo por mí misma? Es un joven que tiene las cualidades, se enamoró de nuestra hija y parece que ella...
—¡Sí: a ti te lo parece! ¿Y si la niña realmente se enamora y él piensa tanto en contraer matrimonio como yo? Eso no quiero ni pensarlo... «¡Oh, Niza, oh, el espiritismo, oh, el baile!» —y el Príncipe imitaba las muecas de su esposa y después de cada palabra hacía una reverencia—. Y si después hacemos desdichada a nuestra Kateñka, entonces...
—¿Por qué tiene que ser de esa manera? ¿Por qué te lo supones?
—No me lo supongo; lo veo. Para algo los hombres tenemos ojos, mientras que ustedes las mujeres no los tienen. Yo veo muy bien quién lleva intenciones muy serias: Levin. Y veo al lechuguino, al pisaverde, que solamente se propone entretenerse.
—Cuando se te mete en la cabeza algo...
—Ya me vas a dar la razón, pero cuando sea muy tarde, como pasó con Dolly.
—Muy bien, ya es suficiente. No hablemos más —interrumpió la Princesa mientras recordaba la desdicha de la mayor de sus hijas.
—Muy bien. Adiós.
Según la costumbre, se dieron un beso y se persignaron el uno al otro y se separaron, bien convencidos cada uno de que la razón estaba de su lado.
La Princesa, hasta ese momento, había estado completamente segura de que esa noche se había decidido la suerte de su hija y de que no cabía ninguna duda sobre las intenciones de Vronsky, pero ahora las palabras de su esposo la llenaron de turbación.
Y, ya en su habitación, temerosa, como Kitty, ante el futuro desconocido, repitió mentalmente una y otra vez: «Ayúdanos, Dios; ayúdanos, Dios».
XVI
Vronsky jamás había conocido la vida familiar. De joven, su madre fue una dama del gran mundo que había tenido muchas aventuras, que todos conocían, durante su matrimonio y, sobre todo, después de quedar viuda. Vronsky casi no conocía a su padre y recibió su educación en el Cuerpo de Pajes.
Cuando salió de la escuela convertido en un oficial joven y brillante, comenzó a frecuentar el círculo de los militares ricos de San Petersburgo. Pero, a pesar de que vivía en la alta sociedad, sus intereses amorosos se encontraban fuera de ella.
En contraste con la vida agitada y esplendorosa de San Petersburgo, en Moscú sintió por primera vez el encanto de relacionarse con una muchacha de su esfera, pura y agradable, que le quería. No se le ocurrió ni pensar que en sus relaciones con Kitty habría nada de malo.
La visitaba en su casa, en las fiestas bailaba con ella, le hablaba de lo que se habla normalmente en el gran mundo: de boberías, a las que él daba, no obstante y para ella, un sentido particular. A pesar de que cuanto le decía podía muy bien haber sido escuchado por todos, entendía que ella, cada vez más, se sentía unida a él. Y cuanto más experimentaba tal sensación, más agradable le era sentirla y le inclinaba, a su vez, un sentimiento más dulce hacia la muchacha.
No sabía que esa forma de tratar a Kitty tiene un nombre específico: la seducción de jóvenes con las que uno no piensa contraer matrimonio, acción reprochable muy normal entre los muchachos como él. Pensaba que era el primero en descubrir ese placer y disfrutaba con su descubrimiento.
Se habría quedado sorprendido, casi sin llegarlo a creer, si hubiese podido escuchar la charla de los padres de Kitty, si se hubiera colocado en su punto de vista y pensado que no contrayendo matrimonio con ella Kitty iba a ser desdichada. No le era posible imaginar que lo que tanto le gustaba —y a ella más todavía— pudiera suponer mal alguno. Y todavía le era menos posible imaginar que se tenía que casar.
Jamás pensaba en la posibilidad del casamiento. No solamente no le interesaba la vida del hogar, sino que en la familia, y sobre todo en el papel de esposo, de acuerdo con lo que opinaba el círculo de solterones en que se movía, veía algo hostil, ajeno, y, sobre todo, un poco ridículo.
A pesar de ignorar la charla de los padres de Kitty, esa noche, de vuelta de casa de los Scherbazky, tenía la sensación de que se había estrechado todavía más el lazo espiritual que le unía con Kitty y que había que buscar algo mucho más profundo, aunque no sabía con exactitud qué.
Mientras caminaba hacia su casa, experimentando una sensación de suavidad y pureza gracias en parte a no haber fumado en toda la noche y en parte a la tierna impresión que le producía el amor de Kitty, se iba diciendo:
«Lo más encantador es que sin haber hablado, sin que exista nada entre los dos, nos hayamos entendido perfectamente con esa callada conversación de las insinuaciones y las miradas. Kitty me ha dicho hoy más elocuentemente que nunca que me ama. ¡Y lo hizo con tanta simplicidad y sobre todo con tanta confianza! Me siento más puro, mucho mejor, siento que en mí hay mucho de bueno y que tengo corazón. ¡Oh, sus bellos ojos enamorados! Cuando ella dijo: “Y además...”. ¿A qué se estaba refiriendo? Realmente, a nada... ¡Todo esto me es tan agradable! Y a ella también...».
Vronsky empezó a pensar dónde finalizaría la noche. Pensó en los lugares a los que podía ir.
«¿El círculo? ¿Quizá beber champán con Ignatiev y una partida de besik...? No, no. ¿El Château des fleurs? Allí voy a encontrar a Oblonsky, habrá canciones, cancán... No; estoy hastiado de eso. Justamente si estimo a los Scherbazky es porque me parece que en su casa me vuelvo mejor persona de lo que soy... Es mejor irse a dormir».
Entró en su cuarto del hotel Diseau, pidió que le sirviesen la cena, se quitó la ropa y se durmió con un sueño profundo apenas puso la cabeza en la almohada.
XVII
Vronsky, a las once de la mañana siguiente, se dirigió a la estación del ferrocarril de San Petersburgo con el fin de esperar a su madre, y a Oblonsky fue la primera persona que encontró en la escalinata del edificio, que iba a recibir a su hermana, que llegaría en el mismo tren.
—¡Excelentísimo señor, hola! —gritó Oblonsky—. ¿A quién estás esperando?
—Estoy esperando a mi madre —contestó Vronsky, con una sonrisa, como todos cuando veían a Oblonsky. Y, después de estrecharle la mano, añadió—: Hoy llega de San Petersburgo.
—Anoche te esperé hasta las dos. ¿Cuando dejaste a los Scherbazky, adónde fuiste?
—Me fui a casa —respondió Vronsky—. No me quedaban ganas de ir a ningún otro lugar después que pasé tan agradable tiempo con ellos.
—A los caballos los conozco por el pelo y a los muchachos enamorados por la mirada —declamó Esteban Arkadievich