Anna Karenina. León Tolstoi

Anna Karenina - León Tolstoi


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de sus mutuas amistades, a Kitty le daba la impresión de que en ella se estaba decidiendo el destino de los dos y de sí misma. Y era el caso que, aunque realmente conversaban sobre lo ridículo que resultaba Iván Ivanovich hablando francés o la posibilidad de que la Elezkaya pudiera encontrar un mejor partido, Vronsky y Anna tenían, igual que Kitty, la sensación de que, para ellos, esas palabras estaban llenas de sentido. Solamente gracias a su educación tan inflexible, se pudo contener y actuar de acuerdo con las conveniencias, bailando, charlando, respondiendo, hasta sonriendo.

      Sin embargo, al comenzar la mazurca, cuando empezaron a poner las sillas en su lugar y varias parejas caminaron desde las salas pequeñas hacia el salón, Kitty se sintió angustiada y aterrada. Después de rechazar cinco invitaciones, en este momento se quedaba sin bailar. Hasta podía suceder que no la invitasen, porque debido al éxito que siempre tenía en sociedad, a nadie se le podía ocurrir que no tuviera pareja. Era necesario que dijese a su madre que se sentía mal y que quería marcharse a casa. Sin embargo, le faltaban las fuerzas para hacerlo, porque se sentía muy desanimada.

      Entró en el pequeño salón y se dejó caer en un sillón. La falda vaporosa de su traje se hinchó como una nubecilla y la rodeó; entre los pliegues del vestido rosa se hundió su suave, juvenil y delgado brazo desnudo; sostenía un abanico en la mano que le quedaba libre y con movimientos breves y rápidos daba aire a su encendida cara. Pese a su apariencia de mariposa posada por un momento en una flor, agitando las alas y preparada para alzar el vuelo rápidamente, una inquietud terrible inundaba su corazón.

      «¿Y si estuviese equivocada, si no hubiera nada?», pensaba, recordando nuevamente lo que había visto.

      —¡Pero Kitty! No entiendo lo que te sucede —dijo la condesa Nordston, que, sin hacer ruido, se había acercado caminando sobre la suave alfombra.

      A Kitty le tembló el labio inferior y, de manera precipitada, se puso en pie.

      —Kitty, ¿no bailas la mazurca?

      —No —contestó con voz estremecida de lágrimas.

      —Él la invitó frente a mí a bailar la mazurca —dijo la condesa, sabiendo muy bien que a Kitty le constaba a quién se estaba refiriendo—. Y ella le preguntó si no danzaba con la princesita Scherbazky.

      —Me da lo mismo —respondió Kitty.

      Nadie mejor que ella entendía su situación, pues nadie sabía que el día antes no había aceptado al hombre a quien quizá amaba, y no lo había aceptado por este.

      La condesa Nordston se fue a buscar a Korsunsky, con quien se había comprometido a bailar la mazurca, y le suplicó que invitase a Kitty en su lugar.

      Afortunadamente, Kitty no necesitó hablar mucho, debido a que Korsunsky, como director de baile, tenía que ocuparse continuamente de la distribución de las figuras y correr incesantemente de un lado a otro impartiendo órdenes. Anna y Vronsky se encontraban sentados casi enfrente de Kitty. Los podía ver de lejos y de cerca, según se apartaba o se aproximaba en las vueltas de la danza, y cuanto más los observaba, más segura estaba que su intuición no se había equivocado y su infelicidad era cierta. Kitty percibía que se sentían solos en ese salón lleno de personas, y en la cara de Vronsky, siempre tan segura e inalterable, ahora leía esa expresión de temor y de humildad que la había impresionado tanto, y que hacía recordar la actitud de un perro inteligente que siente que es culpable.

      Anna sonreía y le transmitía su sonrisa. A él se le veía triste si ella se ponía pensativa. Una fuerza sobrenatural hacía que Kitty dirigiese la mirada a la cara de Anna. Estaba bellísima con su sencillo vestido negro; bellos eran sus brazos redondos, que exhibían preciosas pulseras, bello su cuello firme adornado con un hilo de perlas, hermosos los cabellos rizados de su peinado un poco desordenado, eran muy suaves los movimientos llenos de gracia de sus manos y pies pequeños, hermosa la animación de su bella cara. Sin embargo, en su belleza había algo cruel y terrible.

      Kitty la contemplaba todavía más subyugada que antes, y sufría más cuanto más la miraba. Se sentía desanimada, y en su rostro se dibujaba una expresión tal de abatimiento que cuando Vronsky, en el curso del baile, se encontró con ella tardó un instante en reconocerla, de tan desfigurada como la vio en ese momento.

      —¡Qué baile tan maravilloso! —dijo él, por comentar algo.

      —Sí —respondió Kitty.

      Anna, durante la mazurca, cuando repitió una figura imaginada por Korsunsky, salió al centro del círculo, eligió dos caballeros y llamó a Kitty y a otra joven. Cuando se acercó, Kitty, asustada, levantó los ojos hacia ella. Anna la miró y le sonrió, mientras cerraba los ojos y le apretaba la mano. Sin embargo, al notar en la cara de Kitty una expresión de angustia y de asombro por toda respuesta a su sonrisa, Anna le dio la espalda y comenzó a conversar alegremente con otra señora. «Sí, sí», pensó Kitty, «en ella hay algo extraño, bello y, al mismo tiempo, diabólico».

      Anna no se quería quedar a cenar, pero el anfitrión insistió.

      Y empezó a caminar, haciendo ademán de llevársela, al tiempo que el dueño de la casa le animaba con su sonrisa.

      —No, no me puedo quedar —contestó Anna, mientras sonreía. Y, pese a su sonrisa, ambos hombres entendieron en su acento que no se iba a quedar.

      —Esta noche he bailado en Moscú más que todo el año en San Petersburgo y antes de mi viaje debo descansar —agregó Anna, volviéndose hacia Vronsky, que se encontraba junto a ella.

      —¿Se marcha mañana decididamente? —preguntó Vronsky.

      —Sí, es lo más seguro —contestó Anna, como asombrada de la audacia de semejante pregunta.

      El fuego de su mirada y su sonrisa cuando le respondió abrasaron el corazón de Vronsky.

      Sin quedarse a cenar, Anna Arkadievna, entonces, se marchó.

      XXIV

      «Evidentemente en mí hay algo repulsivo, algo que repele a las personas», se decía Levin cuando salió de casa de los Scherbazky y se dirigía a la de su hermano. “Definitivamente no sirvo para convivir en sociedad. La gente dice que esto es orgullo, pero yo no soy orgulloso. Si lo fuera, no me habría colocado en la situación que me he colocado”.

      Imaginó a Vronsky feliz, inteligente, indulgente y, con completa seguridad, sin nunca haberse hallado en una situación igual que la suya de esta noche.

      «Es natural que Kitty le haya preferido. Es lógico; no tengo que quejarme de nada ni de nadie. Únicamente yo soy el culpable. ¿Con qué derecho supuse que ella iba a querer unir su vida a la mía? ¿Yo quién soy? Un hombre inservible para sí y para los demás».

      Entonces le vino a la memoria su hermano Nicolás y se detuvo en su recuerdo con agrado. «¿Acaso no tendrá razón cuando dice que todas las personas son malas y repulsivas? Quizá no hayamos juzgado bien a Nicolás. Desde la perspectiva del sirviente Prokofy, que le vio ebrio y con el abrigo roto, es una persona despreciable; pero yo le conozco de otra forma, conozco su alma y sé que somos parecidos. Y yo, en lugar de buscarle, fui primero a comer y posteriormente al baile en esa casa».

      Levin se aproximó a un farol, leyó la dirección de Nicolás, que tenía guardada en la cartera, y de inmediato llamó a un coche.

      Levin, durante el largo trayecto hacia la casa de su hermano, iba recordando lo que conocía de su vida. Le vino a la memoria que en los cursos universitarios, y hasta después de un año de regresar de la universidad, Nicolás, pese a las burlas de sus compañeros, hizo vida de fraile, cumpliendo con rigurosidad los preceptos religiosos, acudiendo a la iglesia, realizando los ayunos y escapando de los placeres y, sobre todo, de las mujeres. Posteriormente recordó cómo, repentinamente y sin ninguna razón aparente, comenzó a tratar a las peores personas y se lanzó a la vida más licenciosa. También recordó que en cierto


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