El trabajo de los ojos. Mercedes Halfon
algún virus serio, pero me explicaron que se trataba de una hinchazón en la raíz de las pestañas. El tratamiento consistía en untarme un gel que me dejaba mirando a través
de una nube densa. Como si me hubiesen recetado un estado de melancolía.
Supe de la muerte de Balzaretti después de llamar a su consultorio durante semanas y que atendiera un contestador, hasta que una secretaria de otro médico me lo confirmó. Quedé largo rato impactada, pensando en lo que iba a significar su ausencia. Lo recordé enfundado en trajes ocres con leve perfume a naftalina, rectilíneo, adusto pero amable. En su consultorio, más allá de la caja luminosa con letras colgada de la pared, no había instrumentos. Prácticamente no revisaba, su modo de formular diagnósticos era distante, abstracto, parecido a la adivinación.
En mi familia, tanto mi madre como mi hermano mayor se operaron el estrabismo de niños. Cuando llegué a la edad en que se recomienda practicar esa intervención, Balzaretti se negó a realizármela. Todo el dilema con la cirugía ocurrió en un momento de mi vida del que tengo solo recuerdos difusos y debo confiar en lo que me contaron. Yo era una nena bizca de tres años a quien sus padres cuidaban como a una perla ovalada. Peregrinaron por la ciudad con su objeto precioso y averiado buscando una solución. En una escalada de doctores llegaron a Siansia, el zar del estrabismo en los ochenta en Buenos Aires. Él y todos los demás consideraron que la mejor alternativa para mi caso era la vía quirúrgica. No sé por qué, y ya es tarde para preguntárselo, Balzaretti se opuso. Después de deliberar, mis padres decidieron seguir su consejo. No me operaron. Debe haber sido un alivio para ellos no tener que pasar otra vez por una cirugía, ese bautismo de ojos sanguinolentos y vendados que los sacudía generación tras generación.
Balzaretti tenía razón. A partir de mi adolescencia, el ojo que querían enderezar se fue para afuera. La desviación se hizo divergente sin intervención alguna. Si me hubieran operado, no sé hacia dónde apuntaría ese ojo. Hacia un ángulo del cielorraso. Lo que es seguro es que no hacia la pantalla de la laptop que tengo delante.
II
El estrabismo se define como la desviación del alineamiento de un ojo en relación al otro. Implica la falta de coordinación entre los músculos oculares, como una pareja que no logra ponerse del todo de acuerdo para bailar. Esta desconexión impide fijar la mirada de ambos ojos en el mismo punto del espacio, lo que genera una visión incorrecta que puede afectar la percepción de la profundidad, el tamaño y la distancia. No tengo muy claro hasta dónde los afecta en mí, aunque sin dudas el tamaño y la distancia los percibo perjudicados. Creería que la profundidad sí la reconozco, sobre todo si intento concentrarme y mirar primero con un ojo, después con el otro y finalmente con ambos a la vez. La profundidad no es sencilla.
Lo más grave que puede pasarle a un estrábico es que pierda la visión de un ojo como consecuencia de estar siempre mirando para cualquier lado y que todo el esfuerzo para percibir lo haga el otro. Aunque no tuve esa deriva me quedó el temor de que me suceda alguna vez y siempre fuerzo el ojo más débil, en mi caso el izquierdo, para ver las cosas que están lejos. Es una máxima que puedo aplicar a otros aspectos de mi vida. En vez de apoyarme en lo que funciona bien, pongo sistemáticamente la energía sobre lo que falla. Es un mecanismo de la crítica.
No puedo imaginarme cómo será no ver en absoluto, por más que sin lentes mi visión sea insuficiente. Si hay un objeto pequeño, como un encendedor apoyado sobre un fondo oscuro, para encontrarlo tengo que tantear. La noche y el sueño agudizan los problemas. Los arrastro al despertar mientras busco en mi mesa de luz, bajo la cama, el baño, la mesa de trabajo, un estante de la biblioteca, la cocina, algún armario borroso, dónde pudieron haber quedado mis anteojos.
III
En toda casa hay cosas que se pierden para siempre. Estuvieron con nosotros y después no. Lápices negros, una media, hebillas del pelo, encendedores, paraguas, llaves. A veces creo que la vista es un bien de ese tipo. Algo que existe de forma irrefutable, muchos lo poseen, pero hay un punto oscuro, un precipicio rocoso desde donde cae a un fondo de pantano inaccesible.
IV
Los lentes en mi familia siempre fueron gruesos. Los que usaba mi abuela materna eran verde oscuro, unos Cat Eye dentro de los cuales se perdían unos minúsculos ojos celestes. Su hija, mi madre, fue estrábica. Hay una foto coloreada de ella a los tres años. Lleva un vestido corto rosa, su cuerpito en diagonal apoyado sobre un brazo contra la pared. La imagen es encantadora, especialmente los anteojos. Redondos como los de Gandhi y de marco grueso. Adentro se ven los ojos mirándose entre sí, profundamente.
Algunos años después de esa foto, a mi madre la operaron del estrabismo. Fue a principios de la década del cincuenta en el aula magna del Hospital de Clínicas. Cuando la llamo para saber más detalles del momento, la encuentro con faringitis. Un hilo de voz llega desde el otro lado de la línea. Le digo que no hable, que puedo llamarla en otro momento, pero insiste en que le diga lo que quiero saber. Me embrollo en una larga pregunta sobre sus sensaciones visuales, su visión doble y si recuerda un cambio notable después de la cirugía, algo así como una iluminación. Estruendoso ataque de tos. Alcanzo a oír el nombre del doctor Bernasconi Kramer y el dato de que dio cátedra con su cirugía. Agrega que en el posoperatorio estuvo varios días con los ojos vendados. Como si hubiera tenido que olvidar el impacto de la operación. El relato va quedando silenciado por su tos, hasta que cortamos.
No debe haber sido una experiencia fácil. Pero no quedaron rastros de la enfermedad. Solo esta imposibilidad para relatarla, como los hombres que volvían enmudecidos de la guerra. Exagero, pero me preocupa, tengo que visitarla pronto. Mi hermano mayor y yo heredamos su desviación. Mi hermano se operó y se corrigió el estrabismo. Yo no me operé y no quedé bien, pero, tal como anticipó Balzaretti, la cirugía hubiera sido peor.
V
A pesar de que hay una predisposición genética, en mi familia se dan grandes discusiones acerca de cómo empecé con el estrabismo. Yo no nací así. Mi abuela sostenía que el ojo se me había movido hacia adentro a raíz de una caída por las escaleras, en medio de una reunión familiar. Era una historia de mi abuela, que leía permanentemente novelas de suspenso y amor. Las terminaba, conseguía otras y seguía leyendo. Iba de Sidney Sheldon a Manuel Puig sin conflictos, porque su prioridad era leer historias entretenidas. Sentada con las piernas cruzadas detrás de sus anteojos de Gatúbela, tomaba a alguno de nosotros de rehén y arrancaba el relato.
La familia estaba distraída brindando por la vuelta de la democracia. Uno de mis tíos puso en el tocadiscos la marcha peronista, tanto tiempo acallada. Las copas se llenaron de vino, se alzaron, chocaron, gotearon sobre el mantel. Todos cantaban de pie al mismo volumen con que venían hablando, sin escucharse entre ellos. Amortiguado por la euforia de la casa se filtró el llanto de una beba que rodó por las escaleras. Ella, mi abuela, es la que intuyó algo raro, bajó despacio agarrada de la baranda de madera y me vio: llorando y bizca para siempre.
Yo no tengo el más mínimo recuerdo.
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