El violín valsante de Huis. Armadel. Joaquín Orellana
Cardosanto, su prepotente suficiencia, y el habitual desdén de sus maneras, rubricadas por estereotipos de una jactancia abominable (p. 28).
Goriggio Cardosanto como personificación del autoritarismo, del amo y el esclavo conviviendo en un mismo sujeto, del señor hambriento de siervos, dispuesto a callar cualquier manifestación contraria a sí mismo, servil él mismo a la élite gobernante, y consecuentemente, con el título de “director vitalicio” de la Orquesta de Imbervalt:
(…) el grotesco director de las simiescas bravatas rítmicas que adoraban las aspavienteras gentes de Palacio y motivo de admiración de los ingenuos aldeanos de Imbervalt; porque es bien sabido que los farsantes prevalecen en las aldeas. Como no podrían sobrevivir en un medio de conocedores, instalan su reino en un mundo de inocentes, único lugar para erigir estatuas a sí mismos, en honor de galopantes egolatrías, y neuróticas necesidades de triunfo (p. 28).
Sin embargo, Huisderio Armadel se negaba a adaptarse al modo aldeano de hacer música. Sentía el impulso vital de tocar a contrapelo los valses criollos. Valses que para él eran una forma musical contradictoria: criollos, como mero adjetivo de propios, o como cristalización de relaciones sociales basadas en la presunción –por parte de una élite criolla– de la pertenencia de esa patria imaginada como propia, en sentido patrimonial, a su servicio, al modo que Severo Martínez (2) lo narra; pero también como forma musical surgida de un violín-herramienta, de un violín-arma, de un violín-bálsamo. Un violín fetichizado y enajenante a veces –como en el caso de Deorbén Súbelnik, Ariel Urdellanos y Bormardo Herbera, quienes sucumbieron al violín en su intento de «dominarlo»–, emancipador la mayor parte del tiempo, portador de música–mensaje, por medio de la cual podía darle cara-vuelta al mundo tal como existía. Los valses así, podían tomar rumbos inesperados retratando y satirizando, atacando y venciendo, denunciando, amando, recordando, resucitando: «(...) Valsagrada. Valsantona, Rebalsante, Valsatírica, Tragicohonda, Tragicómica, Lucubrante-Lúcida, Álgida, Siderálgica, Ramplona y poemática, Fantasfunérea» (p. 67).
Armadel logra, por medio de su violín-herramienta y de la «deformación» y creación de algo nuevo a partir de los valses, una inversión carnavalesca del mundo (Bajtin, 1990) (3). Inversión que no solo situaba a los «cursimetrados cultores de la musicoligarquía», como les llama Orellana, en la posición menos favorecida de la balanza de las relaciones de poder, sino que aspiraba a disolver las rígidas jerarquías existentes en el pueblo de Imbervalt. Allí, en la música era el espacio-tiempo posible para la construcción de un mundo otro donde los «débiles» y «enajenados» pudieran existir con toda la dignidad de la vida heterogénea, como plantea Bajtín para el carnaval: «El individuo parecía dotado de una segunda vida que le permitía establecer nuevas relaciones, verdaderamente humanas, con sus semejantes. La alienación desaparecía provisionalmente. El hombre volvía a sí mismo y se sentía un ser humano entre sus semejantes» (ibid., p. 7).
Y en esta inversión de la vida, el uso del grotesco (4) se torna fundamental, la música se vive como una manifestación profundamente corporal, ligada a la vida concreta, inervada, dolorosa, gozosa, enfermedad, herida abierta, desecho gástrico:
(…) y así pasaron muchos días antes de mi curación: se aparecía, a ratos, la esferoidea cara mongoloide, afloraba el vómito y sonaba otro vals; fue mi única defensa; por mucho tiempo los valses vomitados se arremolinaban sobre su cabeza defecándolo, escupiéndolo, revolcándolo en un tres por cuatro de porquería (…) (Orellana, 2019, p. 46).
Así, el violín-arma, como recurso de resistencia del «oprimido», permite situar abajo a la personificación del poder, defecándolo, escupiéndolo, vomitándolo, como un deseo profundo de justicia de tantos sujetos subalternizados y marginalizados por el pensamiento aldeano, ese que les niega su humanidad.
Pero claro, Armadel era una amenaza para Imbervalt, una amenaza por su singular forma de crear valses, de interpretar y deconstruir los valses criollos, por su enajenada forma del ver el mundo. Era una amenaza por su «anormalidad», por hacer de su creación musical y su búsqueda estética, algo más que mero afán de reconocimiento y elitismo culto. «Quienes solo puedan verme con los ojos de los “normales”, me convertirán inevitablemente en un loco abominable…» (p. 35).
Amenaza porque no se conformaba con «roer blandamente la jaula que encerraba sus casas y castillos», sino que quebraba sus barrotes, para vivir fuera de ella aunque esto le significara la marginalización y el destierro.
Armadel –como Orellana– tenía (tiene) el don lunar, de la luna de Ak’abal (5): luna-tortilla, aquella que ilumina el silencio, aquella sin la que los árboles no florean, la que añora la tierra, la que se acuesta en cualquier charco y se sienta en el suelo de las casas de adobe para acompañar en su caminar a quienes, cotidianamente se enfrentan a la codicia del Señor que los considera siervos.
El don lunar que le permitía transgredir a la música misma haciéndola antimelódica, esparciendo sonidos disonantes, los que mejor retrataban el sinsentido de la vida en Imbervalt. Recoger los sonidos más cotidianos y hacerlos música, hacer audible la vida misma –grotesca, gozosa, amorosa, injusta, jerárquica, mediocre, doble cara–, los sonidos hechos música-mensaje, como afirma Orellana.
(...) y todos los ruidos y sonidos cobraron vida súbita: los ecos de la ciudad, el viento, los insectos sonaban agigantados con un fragor de turbas danzando a mi alrededor con gritos como de burlones comediantes (...) (pp. 39-40).
Pero el don lunar también, de revivir a los muertos, de redimirlos haciéndolos audibles, dándoles la dignidad merecida; de restablecer el secreto nexo benjaminiano con las generaciones que nos antecedieron, permitiendo al pasado que nos haga sus reclamos, debido a la «débil fuerza mesiánica» que nos fue conferida (6).
Pero me sentía pleno, sin embargo, agradecido por la “dádiva”, gratitud a qué, a quién,… ¿sería a los ángeles que vi pasar luminosos en el cielo?... Porque entonces supe y estuve más y más convencido, que ni los muros ni el olvido ni el cinturón del tiempo, ni la razón obstinada en validar fechas y calendarios, habían podido evitar el milagro… los ángeles que habían armado el pedazo de teatro, pero ante todo la dádiva, la rehabilitación de los fantasmas, estos ángeles piadosos habían depositado en mis arterias el poder mágico de haber rescatado de las sombras, del tenebroso océano del tiempo, un trozo de vida perdida, de haber podido dar una vuelta al manubrio de la máquina que restituye el movimiento a las marionetas estáticas, y haber tendido sobre mi desencanto el lienzo balsámico de la ilusión (…) (p. 45).
Aquí Armadel y Orellana se vuelven uno, rescatando trozos de vida perdida del tenebroso océano del tiempo lineal y abstracto, ese que prefiere no ver hacia atrás y en atropellado camino hacia «el progreso» avanza callando las voces de quienes son eliminados a su paso. Ambos, dotados del don lunar de rescatar la memoria, de expresar con notas musicales aquello que las palabras no son capaces de enunciar con toda su hondura: el dolor humano, la rabia de la injusticia, la profunda indignación frente a la violencia sin sentido de la civilización del capital, con su terrorismo de Estado, autoritarismo, despojo, desesperanza, angustia, enajenación, miseria o hipocresía. Así, la tormenta de sonidos imbervaleses-guatemaltecos se constituye en maldición/regalo-material para el entretejido de su música.
(…)Pensaba en las causas de su conflicto básico, que eran llevar en las arterias los ayes de un pueblo, y en la conciencia el rechazo instintivo de sectores «cultos», formados por miopes y sordos; situación que explicaba por qué se había puesto a hacer valses –como una especie de gracioso paréntesis musical-, en medio de una labor que se encaminaba hacia lo «sonoro-social», y que había asentado un manifiesto estético, que contenía el afán idealista de plasmar el paisaje sonoro urbano en su profundo contenido (p. 54).
«Siempre habrá un Huisderio», sentencia Orellana en El violín valsante de Huis. Armadel, no solamente en la música, aunque sea quizás en las artes (no las elitistas y elitizadas) en donde la transgresión, la no-racionalidad y la rebeldía tengan la tierra más fértil para la disputa del surgimiento de la vida no dañada. Pero quizás, si abrimos bien los ojos y los oídos, hallaremos muchos Huisderios; allí, entre las mujeres, hombres, niños/as y ancianos/as