Matrimonio entre amigos. Betty Neels
había sido despedida; según su padre, Serena era muy capaz de hacer la casa con la ayuda de una mujer del pueblo que fuese dos veces a la semana. Cuando ella había objetado que la casa era demasiado grande, él la ignoró, sentado en su butaca junto a la ventana envuelto en sus mantas, haciendo un gesto despectivo con la mano.
Como tenía que rendirle cuentas de cada penique que le daba para la casa, Serena no tenía manera de cambiar las cosas. Reconociendo el muro que tenía delante, decidió prudentemente que las cosas fuesen lo mejor posible. Después de todo, Gregory Prant, que era socio de un bufete de abogados en Sherborne, había insinuado en varias ocasiones que estaba considerando casarse con ella en el futuro. A ella le gustaba bastante, aunque algunas ocasiones había tenido que reprimir un bostezo cuando él la entretenía con un resumen de su trabajo diario, pero suponía que se acostumbraría con el tiempo.
Cuando la llevaba flores, y hablaba vagamente de su futuro juntos, Serena tenía que admitir que sería agradable casarse con él y tener un hogar y unos hijos. No estaba enamorada de Gregory, pero le gustaba, y aunque como cualquier chica soñaba con enamorarse perdidamente de un hombre maravilloso, sabía que no era probable que a ella le ocurriese eso.
Su madre le decía que era guapa, pero su padre siempre le había dicho que era poco agraciada, una opinión corroborada por sus hermanos, así que había llegado a pensar eso de sí misma: una cara redonda, con una nariz pequeña y una boca amplia, dominada por unos grandes ojos marrones y un pelo liso castaño largo que llevaba recogido en un descuidado moño. Que su boca se curvaba dulcemente y que sus ojos tenían unas espesas pestañas rizadas era algo en lo que no pensaba mucho, ni consideraba su figura rellenita muy atractiva. Como Gregory nunca le comentaba nada de su aspecto, no había nadie que le hiciese pensar de otra manera.
Volvió a la cocina y se coció un huevo para desayunar, dejando las tarjetas encima de la mesa.
–Tengo veintiséis años, Puss –dijo, dirigiéndose a la gata–, y como es mi cumpleaños hoy no haré la casa; iré a dar un paseo hasta Barrow Hill.
Terminó su desayuno, recogió la cocina, dejó todo preparado para la comida y fue a recoger la bandeja del desayuno de su padre.
Estaba leyendo el periódico y no la miró.
–Tomaré un poco de jamón para comer, y unas rebanadas de pan. Me preocupa mi poco apetito, Serena.
–Bueno, has desayunado muy bien –señaló Serena alegremente–. Huevo, beicon, tostada con mermelada, y café. Y, por supuesto, si te levantases y dieses un paseo se te abriría el apetito.
Le sonrió amablemente; era un viejo tirano, glotón y egoísta, pero le había prometido a su madre que lo cuidaría.
–Voy a dar un paseo –le dijo–. Hace una mañana muy bonita…
–¿Un paseo? ¿Y voy a quedarme solo?
–Bueno, cuando voy a comprar te quedas solo, ¿no? Tienes el teléfono al lado de la cama, y puedes levantarte si quieres –se dirigió a la puerta–. Volveré a la hora del café.
Se puso una chaqueta vieja que utilizaba para trabajar en el jardín, unas buenas botas, se metió un puñado de galletas en un bolsillo y salió de la casa. Barrow Hill parecía más cerca de lo que estaba, pero era temprano. Dejó a un lado la carretera que bajaba al pueblo, atravesó una cerca y tomó un camino aledaño a un campo de trigo.
Era ligeramente cuesta arriba, y no se apresuró. Los árboles y arbustos ya tenían hojas, las ovejas balaban y los pájaros cantaban y el cielo estaba azul moteado de pequeñas nubecillas de algodón. Se detuvo a contemplarlo; era una preciosa mañana, y se alegraba de haberse rebelado contra la rutina de la casa.
El último tramo hasta Barrow Hill era bastante empinado, por un sendero bordeado de maleza, pero enseguida llegó a un terreno cubierto de hierba y rocas, desde donde se apreciaba una espléndida vista del campo. Era un lugar solitario, pero ese día vio que iba a tener que compartirlo con alguien. Un hombre estaba sentado tranquilamente en una de las grandes rocas, precisamente en la que ella consideraba suya.
El hombre se había vuelto al oír sus pasos, y se levantó. Era alto, con unos hombros inmensos, y llevaba un atuendo informal. Según se acercaba a él, Serena vio que era un hombre guapo, pero no muy joven. Más cerca de los cuarenta que de los treinta. Le dio los buenos días, dirigiendo una mirada a su roca.
–Buenos días –dijo él alegremente–. ¿Estoy invadiendo su roca?
Ella se quedó sorprendida.
–Bueno, no es mi roca, pero siempre que subo aquí me siento en ella.
Él sonrió. Tenía una bonita sonrisa, e inesperada pues sus facciones eran más bien severas: una poderosa nariz, ojos azules bajo gruesos párpados y una boca fina sobre una firme barbilla. No era un hombre para tomar a la ligera.
Serena se sentó sin muchos aspavientos en la roca, y él se sentó en el tocón de un árbol talado, y dijo tranquilamente:
–No esperaba encontrar a nadie aquí. Es una buena subida…
–Por eso no viene mucha gente. Claro que la mayoría van a Yeovil a trabajar todos los días. En verano sube alguien a comer. Pero no muy a menudo, ya que no pueden dejar el coche cerca…
–Así que lo tiene para usted sola.
Ella asintió con la cabeza.
–Pero no vengo tanto como me gustaría…
–¿También trabaja en Yeovil?
–Oh, no. Trabajo en casa.
Él le miró las manos, que yacían despreocupadamente sobre su regazo, curtidas por el trabajo. Ella captó su mirada y dijo con naturalidad:
–Cuido a mi padre y llevo la casa.
–¿Y se ha escapado un rato?
–Pues, sí. Es que hoy es mi cumpleaños…
–Entonces debo felicitarla –al ver que no respondía, él añadió–: Supongo que lo celebrará esta tarde con su familia.
–No. Mis hermanos no viven cerca.
–Ah, bueno, pero siempre está la emoción del cartero, ¿verdad?
Ella asintió tan sombríamente que él se puso a hablar del campo que los rodeaba; una agradable conversación que la alivió, y enseguida empezó a contarle la historia del pueblo, indicándole los lugares importantes.
Pero una mirada al reloj la hizo ponerse de pie.
–Debo irme –le sonrió–. Me ha gustado hablar con usted. Espero que disfrute de su estancia aquí.
Él se levantó y se despidió de ella con simpatía, pero para desilusión de Serena, no sugirió volver con ella al pueblo.
Según bajaba apresuradamente por el sendero, Serena pensó que había sido agradable. Le había parecido como un viejo amigo, aunque sospechaba que ella había hablado demasiado. Pero qué más daba; probablemente no volvería a verlo. Le había dicho que estaba de visita, y no le había sonado muy inglés…
Llegó a la casa casi sin poder respirar; su padre tomaba el café a las once y faltaban cinco minutos para la hora. Puso la cafetera, sin quitarse la chaqueta, y preparó la bandeja, luego se arregló el pelo y, una vez que se había recuperado, subió a la habitación de su padre.
Estaba sentado en una enorme butaca junto a la ventana, leyendo. Levantó la vista cuando Serena entró.
–Ya estás aquí. Ha llamado Gregory. Tiene mucho trabajo. Espera verte el fin de semana.
–¿Me deseó feliz cumpleaños? –preguntó ella, dejando la bandeja y esperando con expectación.
–No. Es un hombre muy ocupado, Serena. Creo que a veces se te olvida –retomó su libro–. Me apetece una tortilla para comer –y añadió recriminatoriamente–: Mi cama no está hecha todavía; probablemente necesitaré