¿Sabes lo que pasa cuando dices que me quieres?. Arwen Grey
lo que fuera que había escrito Victoria. ¿Qué podía saber ese carcamal de moda y elegancia si vestía como un mamarracho?
—A todo lo que huele a naftalina de la abuela lo llaman vintage ahora.
—Seguro que tú de naftalina sabes un poco…
Ambrose no pareció afectado por la puñalada, sino que miró a la joven casi con cariño.
Reuben se preguntó si todas esas reuniones eran así o solo había llegado en el mejor momento.
¿Sería de mala educación salir para comprobar el correo electrónico? Esa sala podía ser muy moderna, pero la cobertura telefónica era horrible. Se aburría entre tanto duelo dialéctico en el que no le dejaban meter baza.
Apuntó con aire diligente un par de nuevas palabras en su libreta: demodé y, sobre todo, vintage. Si la habían usado tantas veces, debía de ser importante. No estaba seguro de cómo se escribían, pero lo comprobaría en cuanto saliera de allí y tuviera acceso a Internet.
A esas horas ya debería haber recibido alguna respuesta a los currículums que había enviado. Estaba claro que aquel no era su lugar.
Justo cuando estaba a punto de disculparse para salir, alguien más entró en la sala, maldiciendo por lo bajo.
Una nube de tejido azul brillante y dorado pasó junto a él, arrastró una silla y se dejó caer en el asiento, justo a su lado, sin disculparse por interrumpir.
—¿Eso que llevas es un chándal?
La mujer que llevaba la prenda deportiva se giró hacia Victoria, que la miraba de arriba abajo, a medio camino entre la estupefacción y el dolor.
—Es un Stella McCartney. Madonna tiene uno igual.
La boca perfecta de Victoria se estiró apenas en una sonrisa de desprecio.
—Eso no quiere decir que no sea horrible.
La recién llegada colocó la cabeza sobre la mano y miró a su crítica con ironía. Al hacerlo, una coleta larga y pesada cayó sobre el brazo de Reuben, que lo apartó con nerviosismo, como si cualquier contacto con una persona que le llevara la contraria a su adorada Victoria pudiera ser considerado por esta como una traición.
—Puedes decírselo a ella la próxima vez que la veas.
—Joanne, tarde otra vez. Que sea la última, sabes muy bien que, en este momento, tal y como van las cosas, no me importaría prescindir de un sueldo.
Todos se giraron hacia Lola, que acababa de entrar, acaparando toda la atención al instante. El silencio que se hizo fue tan pesado que Reuben escuchó el tictac del reloj que le habían regalado cuando ganó el Premio al Mejor Reportaje Deportivo del Año en 2015.
Joanne tuvo la decencia de avergonzarse, aunque muy pronto se repuso, sobre todo al notar a su lado la presencia de alguien desconocido y todavía peor vestido que ella.
—¿Y tú quién eres?
En otras circunstancias, a Reuben le habría hecho gracia la situación, porque ella era la única que se había dado cuenta de que ni siquiera le habían dejado presentarse, pero en ese momento lo único que quería era pasar desapercibido. O salir corriendo para no volver. Lo que doliera menos a su orgullo.
Se giró hacia ella, dispuesto a responder, y se encontró con que ella se había acercado tanto que tenía su rostro casi pegado al suyo. De cerca, sus ojos pintados con unas sombras tan estrafalarias como los tonos de su ropa, eran grandes y curiosos, de un verde oscuro que, estaba seguro, solo se podía apreciar a una distancia tan corta. Además, su boca pintada con un brillo de un rosa tan profundo que casi dolía verlo, tenía una forma extraña, como si estuviera del revés, con el labio inferior un poco más grueso que el superior, dándole un aspecto enfurruñado.
No era guapa, ni fea, o tal vez sí, era imposible saberlo con aquella cantidad de maquillaje.
—Soy… —comenzó a decir, pero lo interrumpió un carraspeo proveniente de Lola, que miró lo que hasta ese momento había sido su lugar incontestable y se sentó sin decir una palabra acerca de la silla que ahora había junto a la suya.
Con ese solo gesto, el ambiente general se relajó al instante. Reuben pensó, de un modo demasiado inocente, que Lola le había abierto las puertas de la revista de par en par y que ya nadie cuestionaría su presencia en esa sala, e incluso en ese lugar de la mesa.
—Chicos, os presento a nuestro nuevo redactor de deportes, o lo más parecido a una sección de deportes que podemos tener en una revista de moda —dijo, sin levantar la vista hacia los demás, como era evidente que era su costumbre—. En la encuesta que hicimos, y que nos costó un riñón, por cierto, la gente nos expresó su absurdo deseo de tener una sección donde ponerse en forma y mostrar las nuevas técnicas de eso… cómo se llama… como sea… Por eso decidí traer a alguien experto en deportes. Pregunté por ahí quién podría hacerlo y me recomendaron a Reuben. —Lola dio una palmada y señaló a Reuben, como si los deseos de los lectores fueran bobadas y todos se rieron con ella. Por unos segundos, se sintió como un memo allí, sentado, mientras todos lo miraban casi con lástima. Esa mujer lo hacía sonar como que lo había comprado de rebajas—. Seguro que él encuentra cosas que contar a esa gente preocupada por la licra y las mallas. Es nuevo en nuestro sector, pero estoy segura de que tiene muchas ganas de empaparse del ambiente de Oh! La mode…, ¿verdad, querido? —terminó, alzando la vista hacia él, con una sonrisa que Reuben consideró a medio camino entre la burla y el ánimo.
Reuben entrecerró los ojos y se preguntó si alguna vez se había sentido tan insultado, pero supuso que, teniendo en cuenta que llevaba tres meses sin trabajo y que tenía que comer y pagar su casa, quedaría feo levantarse y mandarlos a todos al carajo.
Se ajustó aquella corbata que todos odiaban, sonrió y se levantó.
—Estoy encantado de estar en… —de pronto pensó que sus conocimientos de la lengua francesa solo lo dejarían en ridículo si trataba de pronunciar el nombre de la revista tal y como ella lo había hecho. Afianzó su sonrisa, de un modo que sabía que sus hoyuelos se profundizaban, generando un aura de simpatía instantánea en sus interlocutores— en este maravilloso lugar. Estoy seguro de que vamos a trabajar mucho para sacar la revista adelante.
Al instante notó que el viejo truco de los hoyuelos no había funcionado. Las miradas se habían apartado de él con incomodidad, dejándolo con una sensación de abandono total. Al parecer, Tim no era el único que no lo quería allí.
—Espero que los vídeos se te den mejor, muchacho —dijo el tal Ambrose, con un tono cruel que no disimuló en ningún instante.
—¿Vídeos?
—Veamos, ¿qué tenemos para el mes que viene? —preguntó Lola, cortando toda posible reacción a sus palabras, si es que iba a haberla, tal vez fingiendo que no había notado el aura hostil de sus trabajadores hacia el nuevo redactor.
Si ya había pensado que aquello sería un infierno, Reuben supo que se había metido en la boca del averno cuando se enteró de en qué consistía su labor exactamente, y comprendió por qué Lola no se lo había querido decir a solas. Vídeos. En su cabeza, podía verse grabando estupideces, poniendo acento de tipo del centro de Londres, vestido con ropas de diseño, con mechas rubias y patrocinando bebidas energéticas.
¿Sección de deportes? ¡Ja!
Maldita vieja revenida y seca.
Ah, pero aquello no quedaría así. Llamaría a George, que le había ofrecido aquel puesto como si se tratase de la mismísima panacea y le… le… Dios, ni siquiera se le ocurría qué sonaba peor que decirle que lo hiciera él mismo, joder.
Y ni siquiera podía escapar de esa maldita sala de reuniones, sino que tenía que estar ahí, escuchando miles de bobadas sobre trapos y cremas antiacné y remedios para las arrugas, sin entender ni la décima parte de lo que decían. Por suerte, nadie esperaba ninguna aportación por su parte. Aliviado al saberse ignorado, retomó su libreta y, durante