El ruso. Sebastián Borensztein

El ruso - Sebastián Borensztein


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paso de varios músicos que el Negro Flores iba consiguiendo. Para esos años el Ruso quería tener una mujer. No era que en el Fels, en particular, y en la noche, en general, no hubiera mujeres, sino que él quería una de otro tipo. Por esa razón, empezó a frecuentar la sinagoga de la calle Libertad, muy cercana al Teatro Colón, donde en su infancia había aprendido el arte de inspirar compasión para recibir limosna.

      Al parecer, el mandato familiar no se esquiva con facilidad: si bien el Ruso, por propia voluntad o por las vueltas del destino, había logrado sortearlo, a la hora de buscar una esposa para iniciar una familia no dudó en regresar a la tradición. Así fue cómo, después de mucho tiempo, volvió a ponerse una kipá y a encontrarse con esas largas barbas rabínicas. Escuchó nuevamente los cantos litúrgicos que acompañan la lectura de la Torá, tan familiares para él en el pasado. Y fue en ese templo judío, un sábado de octubre de 1928, donde el Ruso conoció a Ester.

      Ella estaba en la puerta acompañada por su padre. Había un casamiento y Ester estaba tan elegante que bien pudo haber sido ella la novia. Con dieciocho años, Ester era una mujer estilizada, de piel blanca y cabello rojizo ondulado. Tenía una boca roja y grande que se recortaba de la palidez de su rostro y del resto del universo. A partir de ese momento el Ruso no miró a ninguna otra, ni ese sábado ni en los siguientes diecisiete años.

      9

      La sopa de kneidalaj es un típico plato de la cocina judía askenazí. Se trata de un caldo con albóndigas hechas de harina de matzá, huevo, aceite, sal y pimienta. Si se la prueba de adulto, es difícil que el gusto deslumbre; en verdad, el sabor de ese plato se relaciona con la propia historia familiar. El Ruso la había comido diariamente mientras vivían sus padres; con la tragedia del tranvía esa costumbre se suspendió hasta que, años después, la recuperó en la mesa de la familia de Ester. La noche en que el Ruso tenía decidido hablarle del viaje a París, había comido dos platos abundantes de kneidalaj en forma mecánica y sin interrupción. Durante la cena, ella lo observó con desconcierto.

      El Ruso le debía franqueza a Ester: la relación que habían construido así lo exigía. Tenía que contarle del viaje de una buena vez, pero estaba trabado. No sabía cómo abordar el tema, aunque tenía claro que no lo haría en la mesa delante de sus hijos, ni de su cuñado y compañero de mostrador en la sedería; muchísimo menos frente a su suegro. Ester merecía enterarse a solas, de noche, para que las tareas diarias no interfiriesen con la necesidad que tendría de digerir la primicia en soledad. Esta cuestión de no hablar de sus cosas durante la cena era una constante para ellos. Vivían todos en la misma casa de dos plantas, lindera con la sedería. Isaac y su hijo ocupaban la planta baja; el Ruso con Ester y los chicos, la planta alta, que tenía entrada independiente. Pero, a la hora de la cena, la familia completa se reunía en el comedor del suegro.

      Esa vez, el Ruso se levantó de la mesa ante la mirada contrariada de su mujer. Saludó y se alejó hacia el piso superior. Una vez que estuvo entre las cuatro paredes del dormitorio, se sentó a esperar a que ella llegara. Después de pocos minutos, se abrió la puerta del dormitorio y Ester, frontal como siempre, puso las cosas en su lugar.

      —¿Me vas a decir de una vez por todas que te anda pasando? —preguntó desafiante.

      10

      Apoyado en la baranda de babor del Commerce de Marseille que lo llevaba a Francia, el Ruso observaba en silencio cómo Buenos Aires se hundía en el horizonte. El olor a río iba dando paso a una suave brisa salada que, de a poco, le secaba la boca. Muchas cosas pasaban por su cabeza en ese momento. Una de ellas era la imagen de Carlos Gardel en la película Volver, cantando en la misma pose en la que él se encontraba ahora, solo que para el Ruso no se trataba de volver, sino de partir. Se sentía raro por estar cruzando el Atlántico en el sentido inverso al que lo habían hecho sus padres, pero igual que ellos, en busca de un sueño. En un momento, comenzó a recapitular los acontecimientos de su vida y, saltando de un recuerdo a otro, inesperadamente, lo embistió una epifanía: sintió que estaba predestinado a algo grande, muy grande.

      En aquel horizonte que poco a poco se fundía con el cielo quedaban la frustración y lo más importante que tenía en la vida: su mujer y sus hijos. Ester había sido mucho más dócil de lo que el Ruso esperaba al recibir la noticia del viaje. Le había dejado la deslumbrante suma de trescientas libras y el compromiso de mandarle el resto del dinero a medida que lo fuese ganando. Con el adelanto ya tenían para pagar las fiestas de bar mitzvá de sus hijos, y viajar los cuatro a las sierras de Córdoba primero y a la playa de Piriápolis después, y además ahorrar. Eso para empezar. Seguramente habría mucho más si el éxito lo acompañaba, como él le había asegurado. Ester se había convencido de que así sería, sobre todo después de conocer a Will en el puerto antes de que el buque zarpara.

      A medida que pasaban los días, el entusiasmo del Ruso crecía. No solo porque París estaba cada vez más cerca, sino por la consideración que le dispensaban, digna de una estrella. El capitán del barco, un francés de apellido Poulet, veterano de la Primera Guerra Mundial, estaba fascinado con el tango. Cierta vez, mientras caminaba por un pasillo, escuchó al cuarteto ensayando en el camarote del Ruso. El marino se quedó parado junto a la puerta hasta que irrumpió con un aplauso y los invitó a compartir su mesa en la cena de esa noche. Además, les propuso interpretar algo del repertorio para los pasajeros. Ese pequeño concierto dio lugar a una serie de recitales a cambio de los cuales el Ruso, Will y sus músicos fueron invitados a alojarse en camarotes de primera clase que estaban sin ocupar. El cuarteto no era gran cosa, pero los pasajeros, todos extranjeros, no tenían un criterio tanguero desarrollado. Por otra parte, si bien el barco era muy cómodo, no ofrecía ningún entretenimiento más allá del baile nocturno en el salón principal. Por esta razón, y porque los días en altamar se hacían muy monótonos, el cuarteto fue la gran atracción. Antes de llegar a tierra firme, el Ruso empezó a saborear de qué se trataba, finalmente, el reconocimiento.

      La travesía tuvo algunos días bastante malos, especialmente en la mitad del cruce del Atlántico, cuando los sorprendió una gran tormenta que duró tres interminables días. Caminaban agarrados de los pasamanos aún para recorrer unos pocos pasos. Comer se hacía difícil: todo iba al piso, incluso aquellos bocados que conseguían llevarse a la boca terminaban vomitados poco después. El primer día se prohibió salir a cubierta, pero después del mediodía el temporal empeoró tanto que el Capitán se vio obligado a ordenar a los pasajeros que se pusieran sus chalecos salvavidas y no salieran de sus camarotes. Fueron tres días de terror, con los pisos sucios, resbaladizos y malolientes. La gente estaba descompuesta y aterrada por la furia del océano. Los vidrios estallaban y los objetos rodaban de proa a popa, de babor a estribor. Los alimentos eran entregados en los camarotes, pero si bien el personal de a bordo estaba entrenado, también a ellos se les complicaba. La mayoría de las veces, las bandejas se estrellaban contra el suelo antes de ser entregadas a los pasajeros y las pocas que llegaban, lo hacían en condiciones muy poco presentables.

      El Ruso temió seriamente que el barco naufragara. A lo mejor toda su vida llena de extraños giros no era más que una broma del destino, o de Dios. Era la primera vez que traía a Dios con el pensamiento en mucho tiempo, quizás porque de verdad estaba aterrado. ¿Y si era Dios el que se estaba divirtiendo con él paseándolo a su antojo de acontecimiento absurdo en acontecimiento absurdo, sin ningún objetivo más que su propia diversión? ¿No sería una broma divina el haberlo hecho nacer en Mataderos, convertirlo en huérfano, hacerlo fracasar sistemáticamente y, a la vez, darle el tesón para verlo insistir y al final arrojarlo al fondo del océano? Por asociación, este pensamiento le trajo a la memoria el gato gris que vivía en el orfanato. Ese animal jugaba a su antojo con las polillas que volaban alrededor del farol que iluminaba el patio. Al Ruso le encantaba ver cómo, con una estocada veloz, el gato derribaba una polilla y jugaba con ella: la soltaba para generarle esperanzas y la atrapaba de nuevo. Repetía ese juego una y otra vez hasta que, al final, se metía la polilla en la boca y la masticaba. ¿No seré yo la polilla de Dios?, se preguntó el Ruso mientras una ola enorme ladeaba el barco de manera temeraria. ¿No estará Dios jugando conmigo como juega el gato maula con el mísero ratón?

      Finalmente, la tempestad empezó a


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