Un amor sin ataduras. Lindsay Armstrong

Un amor sin ataduras - Lindsay Armstrong


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sí le parecerá una idea muy feminista –intentó sonreír.

      Sin que ella se diera cuenta, Lachlan Hewitt empezaba a sentirse muy intrigado por aquella joven abogada.

      A primera vista, no era una belleza espectacular, pero tenía unos preciosos ojos de color aguamarina. Era alta, esbelta y elegante, con facciones delicadas, piel perfecta y hermoso cabello castaño, pero lo que realmente lo intrigaba era su actitud profesional, su compostura y, sobre todo, su inteligencia.

      –Se ha ganado mi confianza por su trabajo con los terrenos, Clare. Aunque su padre hubiera salvado la vida del mío muchas más veces, no estaría trabajando para nosotros si no supiéramos que es usted una buena profesional.

      –Gracias –dijo ella.

      –¿Está dispuesta a encargarse de mi divorcio?

      –Yo… –empezó a decir. Pero después, tomó un cuaderno y lo puso frente a ella–. De acuerdo. Supongo que sabrá que tiene que haber una separación legal con una duración mínima de doce meses antes de que podamos empezar el procedimiento de divorcio.

      –Sí. Hemos vivido separados durante un año y hemos consultado con un consejero matrimonial.

      –¿Tienen hijos, señor Hewitt?

      –Un hijo. Va a cumplir siete años.

      –¿Va a litigar por su custodia?

      –No, a menos que mi mujer no sea razonable sobre los períodos de visita –contestó él. Clare se mordió los labios–. ¿Hay algún problema?

      Clare dejó el bolígrafo y juntó las manos sobre la mesa.

      –Las batallas legales sobre asuntos de custodia tienden a dañar a quien se pretende proteger: a los hijos. A veces, un divorcio termina siendo una guerra en la que el arma arrojadiza son los niños. Y, aunque no es asunto mío, suelo aconsejar a las dos partes que, sobre este asunto, actúen de forma honorable y preferiblemente lo negocien de forma previa al litigio.

      –Es lo que pienso hacer –dijo él.

      –Muy bien –dijo ella, tomando de nuevo el bolígrafo–. Si está completamente seguro, puede empezar a darme una relación detallada de sus bienes.

      Lo había dicho intentando quitarle importancia, pero observando la reacción del hombre. En su experiencia, aunque en muchos casos un divorcio se solicitaba por simple incompatibilidad de caracteres, el proceso podía ser doloroso y complicado.

      –No se preocupe. Estoy absolutamente decidido.

      Media hora más tarde, Clare tenía que reconocer que Lachlan poseía una mente rápida y brillante. Y que la futura señora Hewitt iba a heredar una parte importante del considerable imperio familiar.

      –Por lo que me ha dicho, éste sería un arreglo muy generoso y no creo que la señora Hewitt tenga intención de litigar.

      –No lo crea –dijo él. Ella lo miró, sorprendida–. Intentará discutir sobre la valoración de cada uno de los muebles y estoy seguro de que se le ocurrirán razones muy originales. Su trabajo consistirá en que no se salga con la suya.

      –Ya veo –dijo ella, sintiendo un escalofrío al ver un brillo helado en los ojos del hombre.

      Poco después, dieron por terminada la visita y Clare lo observo alejarse desde su ventana en un todoterreno de color marrón, con los asientos de piel. Y, aunque no era asunto suyo, no podía dejar de preguntarse qué habría hecho Serena Hewitt para conseguir la desaprobación de su guapísimo e inteligente marido.

      Podría ser al revés, pensaba mientras bajaba la persiana, pero estaba segura de que no era así.

      Y nada durante los siguientes doce meses la había hecho cambiar de opinión.

      Nunca se habían visto, pero Serena había discutido a través de su propio abogado cada valoración económica, por poco importante que fuera. Se negaba a aceptar la tasación de la casa de Rosemont y la de los muebles y obras de arte. Incluso había discutido la propiedad de los dos setter irlandeses, Paddy y Flynn, que ella insistía en haber comprado personalmente cuando eran cachorros. Y Clare había tenido que negociar todas y cada una de aquellas cuestiones.

      Curiosamente, lo único que Serena Hewitt había aceptado sin discutir había sido la custodia de Sean, que quedaba en manos de su padre.

      Pero, finalmente, el proceso de divorcio había terminado.

      –Bien hecho, Flaca –le había dicho Lachlan–. ¿Puedo invitarla a cenar?

      Clare lo miró, perpleja. Aparte de aquel apelativo cariñoso, una libertad que le había dejado tomarse porque le parecía simpática, sus relaciones habían sido estrictamente profesionales.

      –Soy un hombre libre, señora Montrose, si está preocupada por su conciencia… o por la mía –había sonreído él observando su reacción–. Además, creo que se merece una copa del mejor champán. Se lo ha ganado.

      –Si quiere que le diga la verdad, ha habido días en los que hubiera deseado que aceptara darle al menos sus malditos perros –sonrió ella.

      –Paddy y Flyn son casi tan grandes como dos ponies. No tengo ni idea de cómo pensaba meterlos en el apartamento de Sidney –rió él–. ¿Acepta cenar conmigo entonces?

      –Acepto, señor Hewitt –había dicho ella después de pensarlo un momento.

      Cenaron aquella noche y, de nuevo, una semana más tarde.

      –Me gustaría volver a verte, Clare –había dicho él entonces, tuteándola por primera vez. Ella lo había mirado con sus ojos de color aguamarina, sin saber qué decir–. Pero sólo si tú quieres. La verdad es que, aunque no me parecía apropiado decirte esto antes, llevo varios meses pensando en ti.

      Clare tragó saliva. Ella también se sentía atraída hacia Lachlan y había deseado secretamente que no fuera su cliente. Recordaba que a veces, tumbada en la cama escuchando el sonido de las olas, se preguntaba qué pensaría Lachlan de ella.

      –A mí me ha pasado lo mismo –dijo, en voz baja.

      –Pues lo has escondido muy bien.

      –Hubiera sido poco profesional. Tú has hecho lo mismo.

      –Tu carrera significa mucho para ti, ¿verdad, Clare?

      –Sí.

      –¿Por eso pareces preocupada? –preguntó, poniendo su mano sobre la de ella.

      –No. Es que estoy un poco sorprendida –contestó Clare, sintiendo que sus dedos temblaban ante el contacto del hombre–. Y la verdad es que no tengo demasiada experiencia con los hombres.

      –Eres una mujer muy atractiva. Y hemos llegado a conocernos bien el uno al otro.

      –En ciertos aspectos –asintió ella.

      –¿Te apetece dar un paseo por la playa?

      La playa estaba al otro lado de la carretera y Clare aceptó, encantada. Se quitaron los zapatos y caminaron por la orilla durante un rato. Después, se sentaron en un promontorio y observaron las luces de un barco deslizándose por la costa y el faro de la bahía Byron.

      Él le contó que su abuelo había llegado a Australia con unas libras en el bolsillo, que su hijo Sean tenía un coeficiente intelectual muy alto y una más alta propensión a meterse en líos y cómo iba progresando su última cosecha de nueces de macadamia.

      Ella le habló sobre su fascinación adolescente por el mundo legal, sus años de universidad y le contó que había nacido en Armidale, una bonita ciudad en Nueva Gales del Sur a unos cuatrocientos kilómetros de Lennox Head. Allí estaba la Universidad de Nueva Inglaterra y allí era también donde estaba la próspera empresa de maquinaria agrícola de su padre.

      Le contó que era hija única y le habló sobre su madre, una mujer dulce y apocada a la que su padre había dominado durante toda la vida, como


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