La guardia. Nikos Kavadias

La guardia - Nikos Kavadias


Скачать книгу

      —¿Cuándo te diste cuenta?

      —Hace dos noches, nada más zarpar de Sabang.

      —¿Qué es lo que te has puesto?

      —Yodo.

      —Quítatelo todo: la camiseta, el pantalón y los calzoncillos.

      —¿Todo?

      —Como te parió tu madre.

      Bajo la vacilante luz de la miserable lámpara eléctrica, el cuerpo del muchacho apareció blanco como la nieve, de cintura para abajo.

      —¿Cuántos años tienes? —le preguntó mientras le observaba la espalda, el pecho, la cintura y las piernas.

      —Diecisiete… cumplo ahora.

      —Felicidades… Dime una cosa, Diamandís, ¿era negra?

      —Sí.

      —¿Guapa?

      —Mucho.

      —¿En una casa?

      —No. Yo subía por las calles de la casba. Allí, en la calle del Mar Rojo, iba a comprar un brazalete para mi hermana, y ella me gritó: «Esma… Taále». Entré. Lo hicimos en un abrir y cerrar de ojos, ni siquiera nos echamos en la cama. ¿Crees que será algo malo?

      —Bueno, ahora vete a dormir. No se te ocurra tocarte. Simplemente, ponte agua con sal y un algodón, y déjatelo puesto. Por la noche, manzanilla caliente. Y lávate las manos. Yerásimos, ¿cuándo llegaremos a Shantung?

      —Como pronto, dentro de seis días.

      —Y dime una cosa, ¿te duele?

      —No, solo algún pinchazo de vez en cuando.

      —¿Dolor de cabeza?

      —No. Bueno, sí. Ayer al mediodía, después de comer. Algo así como un peso en las sienes. ¿Qué puede ser?

      —Tranquilo, vete a dormir. Y lo dicho, en cuanto toquemos puerto, directamente al médico. Son cosas normales.

      Diamandís se marchó sin despedirse. El crujido de sus sandalias sobre la chapa se fue debilitando hasta desaparecer del todo. El primer oficial y el radiotelegrafista permanecieron un instante en silencio. Después, aquel tomó la lámpara portátil, la depositó sobre la mesa y la apagó.

      —¡El muy bastardo! ¡El muy hijo de perra! ¿Te das cuenta…? Se fue a comprar un brazalete por los callejones. ¿Cómo se me pudo escapar el mariconazo? No puedo entenderlo. Habíamos estado trabajando como negros aquel día, y no se me ocurrió preocuparme por él.

      —¿Tienes alcohol? —preguntó el radiotelegrafista.

      —Sí.

      —Échame en las manos. Gracias.

      Se dirigió hacia la puerta.

      —No te vayas, hombre. ¿Quieres tomar algo? ¿Un kirsch?

      —No, no bebo.

      —¿Un whisky? ¿Un brandy?

      —Nada.

      —¿Así que lo has dejado del todo? Difícil me parece.

      —Hace ya tres años.

      La mirada del radiotelegrafista se posó en una botella que había en el cristal encima del lavabo. Tomó un vaso y lo llenó hasta la mitad.

      —Pásame el yodo —dijo en voz baja.

      El otro se lo alargó sin decir palabra.

      Diez…, veinte gotas. El agua se tiñó de color. Se lo bebió de un trago. Tosió un poco. Después murmuró:

      —¿Te acuerdas, Yerásimos?

      —Sí…

      —Te lo recordaré, por si lo has olvidado. De esto hace dieciocho años. Ni uno menos. En aquella isla del Golfo. Nos escapamos ante las narices del capitán, a plena luz del día, igual que Diamandís, al que antes insultabas. Borrachos como cubas. Llegamos al poblado de las negras. Leíste entre risas una inscripción: «SUPPLYING OF INTOXICANTS TO NATIVES IS STRICTLY FORBIDDEN». Cada uno llevábamos escondidas dos botellas de whisky peleón. Después yo leí otra: «BEWARE OF NATIVE WOMEN. ALL ROTTEN HERE». En aquel mismo momento, nos pararon las inglesas del Ejército de Salvación. La vieja flaca de los dientes mellados y la chica de ojos verdes.

      »Muy enfadada nos preguntó: “¿Adónde vais?”. “De mujeres”, respondimos. “Vergüenza debería daros. Volved a vuestro barco”, nos replicó. Y uno de nosotros dos, no recuerdo bien quién, le replicó: “Nos volvemos…, nos volvemos si os venís con nosotros”. Y les hiciste un gesto con el dedo corazón.

      »Entonces la vieja nos escupió por entre sus dientes mellados: “Hell damn you both, dirty dogs!”. Me pareció que la joven se sonreía.

      »Y nos fuimos con las negras. Allí, los dos, en la choza de bambú. Estaban desnudas, con unos andrajos de colores en el pelo. ¡Y aquel olor! Nuestras manos recorrían sus cuerpos. Unos pequeños senos que bizqueaban, como de goma. A la segunda vuelta, nos las cambiamos. Yo tomé a la tuya. A los veinte días, en Vizcaya, se presentó el mal. Después nos separamos.

      El primer oficial lo interrumpió con un movimiento de la mano, cogió una cajetilla de cigarrillos ingleses y le ofreció. El radiotelegrafista hizo ademán de encender una cerilla, pero se detuvo bruscamente. El oficial se le había acercado.

      —Dame la mano, la derecha. Ábrela.

      El otro la abrió, mirándolo sin comprender:

      —¡Ah! Mira lo que ha venido a recordar. Cosas de críos.

      Una fina línea blanca comenzaba en el dedo gordo y llegaba hasta la muñeca.

      —Preferiría que no hubiera sucedido.

      —Pero ¿qué mosca te ha picado tan de mañana? Ya ni siquiera me acordaba.

      —Yo sí que me acuerdo. Me ha atormentado a menudo por las noches, durante la guardia. Fue en Huelva… Aquella gitana inmunda, con los pies descalzos y llenos de polvo; el sudor le apestaba a mosto. Te prefirió a ti. Todavía no puedo comprender por qué saqué la navaja que tú mismo me habías afilado tres horas antes en la piedra de la máquina. Ni por qué tú agarraste la hoja. Y, mira por dónde, nos volvemos a encontrar esta noche. Desde que embarcaste en Port Said nos habremos saludado una o dos veces. Cuando de pronto te vi en la escala, me dio un vuelco el corazón. Hace tiempo que quería hablar contigo. ¿Me la sigues guardando?"

      —Venga, Yerásimos, pareces un niño. Oye, dime, ¿cómo es que se fue el otro radiotelegrafista?

      —Se le había aflojado un tornillo al pobre. Tenía pánico a los tiburones. «¡No tiréis los restos de comida al mar!», les gritaba a los marineros. «Los atraéis, a los muy cabrones, los reunís a nuestro alrededor.» Después parece ser que sufrió un calambre en el brazo y no podía transmitir. No hacía más que desmontar el manipulador y frotar los contactos. En plena Navidad desmontó toda la cabina de radio y colocó todas las piezas sobre la bodega. Bajó al mar la antena grande y se puso a sacarle brillo. Acabáis todos tarumba… No me interrumpas, déjame terminar. Aquella tarde en que te herí, me escapé y me enrolé de marinero en un barco español. Me enviaste mi cartilla con la licencia en toda regla y no dijiste ni pío. ¿Y eso?

      EI radiotelegrafista sonrió y respondió:

      —No solo no lo he olvidado, sino que, además, te debo un favor. Eras el doble de grande que yo. Y bien fornido. Si me llegas a dar dos hostias, o te mando al otro mundo o me busco mi perdición.

      Se quedaron un momento en silencio, mirando al suelo.

      —¿Sigues pintando? —preguntó el oficial—. Recuerdo que estabas obsesionado. Pintabas con un carbón hasta en la chapa del barco, y el contramaestre te corría por los pasillos.

      —No.


Скачать книгу