La guardia. Nikos Kavadias
la guardia, ven a mi camarote.
—Yo también iré —dijo el primer oficial—. ¿Invitas?
—No tengo gran cosa, pero os espero.
Yerásimos permaneció un instante inmóvil mirando al frente. Después se acercó a la garita, encendió una cerilla y empañó el cristal con su aliento. Pegó los ojos al cristal para ver mejor.
—El muy cabrón… —murmuró—. El muy hijo de puta…
Limpió el cristal con la manga y se volvió hacia el timonel.
—Todo a estribor. Atento al verde que se nos cruza. A estribor, mantén el rumbo que pase el de la luz verde.
El camarote del radiotelegrafista. Bajo de techo, alargado y angosto. Una litera deshecha. Un lavabo sucio, con un cubo de agua turbia debajo. Arrimada a la mampara, una mesa llena de libros, papelotes viejos, cajas de cerillas, una cartera vieja, una tabaquera china y cigarrillos esparcidos. Un cenicero repleto de colillas. Más cigarrillos sueltos sobre la cama, en el suelo y encima de la silla. La repisa del lavabo está llena de medicamentos. Opobyl, sales de Karlsbad, sales de fruta y yodo. De una cuerda que atraviesa el camarote de un extremo a otro, cuelgan unos calzoncillos mal lavados, una camiseta y un par de calcetines. En el suelo hay un cartón de Craven A abierto; un poco más allá, una caja medio vacía con manzanas y naranjas desprende un ligero olor a moho. Las paredes están cubiertas de reproducciones en color de la revista Life.
El radiotelegrafista, desnudo de la cintura para arriba, se estaba empolvando los granos que le cubrían la espalda y el pecho. El primer oficial apareció en la puerta.
—Siéntate —le dijo el otro—, ya he terminado.
—Pero ¿es que hay sitio? Esto está hasta arriba de porquería. ¿Cada cuánto te hace la limpieza el camarero?
—El pobre viene siempre cuando estoy durmiendo. Pero mejor así. Cada vez que me lo limpia, me trastoca el orden del cuarto. Las peleas con mi madre surgían siempre porque me había tocado algún libro o algún papel… Coge un cigarrillo. ¿Te pelo una manzana?
—No.
—¿Quieres piña tropical?
—¿Con qué agua, con la del cubo en que te lavas los pies, o con la de esa botella que no la limpia ni la sosa cáustica? Dame un cigarrillo, anda. Pero, bueno, ¿qué pasa con todos estos cigarrillos desparramados por todas partes? Y siempre lo mismo. Te he observado muchas veces. Cuando te encuentras con alguien, paquete va y paquete viene. ¿Los has robado, o es que te los regalan? No entiendo tanto derroche, ¿a cuento de qué?
El radiotelegrafista lanzó los polvos de talco sobre una estantería y se sentó en el taburete. El oficial se había tumbado en la cama y había doblado la almohada para apoyar la cabeza.
—¡Qué cosas preguntas! Si fuera otro, le contestaría: pues porque me da la gana. Ya conoces los problemas del tabaco, unas veces no tienes, otras…
—Los conocí en la cárcel.
—Pues es peor cuando estás fuera. Durante la guerra de Albania, llevaba dos días perdido de mi unidad. Empapado, en ayunas y sin tabaco. Había amanecido. Un día espléndido, el de San Nicolás. Los rayos del sol se desparramaban sobre la hierba mojada. Caminaba tirando de una mula hambrienta. De repente, apareció un soldado en mi camino.
»“¿Cómo es que vas en ese estado?”, me preguntó.
»“¿Cómo quieres que vaya? ¿No habrás visto el tercer batallón de camilleros?”, pregunté a mi vez.
»“Sí, acampa a tres horas de aquí, en el monasterio de Pépelis. Según vas, todo recto.”
»Hice ademán de seguir, pero él me dijo: “Espera”. Abrió el macuto y me dio un pedazo de pan. Entonces fue él quien hizo amago de irse, pero se dio la vuelta, abrió un paquete de tabaco negro y me dio un cigarrillo. Me lo puse en la palma de la mano y me quedé mirándolo. Me dejó otro al lado y se marchó sin más. “¿Cómo te llamas?”, le grité. “Espera, hombre, ¿cómo te llamas?” Me contestó haciendo bocina con las manos: “Soldado, me llamo. Date prisa, no se te haga de noche. Se van a ir de allí”.
»Me quedé mirándolo hasta perderlo de vista. Metí el pan en el macuto y me tumbé debajo de un árbol. Encendí el cigarrillo…
—Ven, Diamandís. All right. Ahora agacha la cabeza. Un poco más.
Bajo los rubios cabellos del muchacho, que empezaban a clarear, había como una película blanca.
—También el mar hace que se caiga el pelo, Diamandís. ¿No lo habías oído nunca? Bueno, de una vez por todas, no veo nada que te pueda inquietar. ¿Cómo va el chancro?
—Igual. De vez en cuando, sangra.
—Eso es porque está cicatrizando. Sabes muy bien por dónde estamos navegando, por qué climas de mierda. ¿Qué otra cosa podías esperar? En el puerto se te pasarán los temores. Iré contigo al médico. Después me invitarás a una copa. Ahora vete a dormir. Y si aparece alguna chica en tus sueños, échala para que te encuentres como nuevo al llegar al puerto.
—¿Y el dolor de cabeza? —preguntó el muchacho mientras se vestía.
—Todos estamos igual. Anda, vete.
Pronto se perdieron sus pasos sobre la chapa del puente.
—¡Nuestra condecoración! Te lo dije desde el principio. Y va empeorando. ¿Tienes penicilina?
—Sí.
El radiotelegrafista comenzó a rascarse la cabeza con nerviosismo:
—Pero es mejor no darle nada. También tengo una caja de bismuto, pero no es bueno. ¿Y si no es esa la enfermedad? ¿Acaso soy médico? A la primera inyección responderá negativamente, si es que la tiene. Nos podemos meter en un lío, ¿comprendes? Sin embargo, esa marca… Di Castel la llaman. Está más claro que el agua. ¡Está muerto de miedo!… Yo también lo estaba al principio. Creía que se me iba a caer la nariz.
—Y yo, que me quedaría ciego. Por mucho que me meta con él, le tengo cariño al cabrón. Hace bien en tener miedo. ¿Conociste a su padre?
—No, solo de oídas.
—Se volvió loco en el puente. Ya se habrá enterado. En pueblos como el nuestro es imposible ocultar esas cosas. La gente tiene la delicadeza de susurrártelas al oído. Así, para hacerte un favor. ¿Te gusta Cefalonia?
—Sí, como lugar, sí. Pero les encanta tomarla con los locos y con los tullidos. Es algo que no me cabe en la cabeza.
—Tonterías… En todos los pueblos del mundo se ríen de los locos.
—No, en el nuestro los vuelven locos para tener de qué reírse.
—Exageras. Eres más terco que una mula. ¿Qué estábamos diciendo del tabaco?
Yerásimos bostezó y se frotó los ojos:
—Déjalo para mañana, así tendremos algo que contarnos. A ver si dormimos un par de horitas.
El primer oficial se levantó y se sacudió la ceniza del pantalón.
—Voy a echar un vistazo arriba. Ya sabes, el viejo se distrae algunas veces sobre la batayola.
—¿Se duerme?
—No exactamente. Cómo decirte… Se embota.
—El pobre. ¿Cuántos años tiene?
—Ya tiene más de sesenta y cinco. ¡Cómo pasa el tiempo! La tira de años de capitán, y antes fue marinero, Yemitsís…
—Buenos días, me voy a imitar a los muertos.
Al marcharse el oficial, corrió la desteñida cortina carmesí.
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