La persistencia de la memoria. Iván Ávila Pérez
reconstruyendo el amanecer tremendo de su levantamiento. Arrancó los cuadros de las paredes como si hubieran sido sus cadenas, destruyó sillas y me-sas, rasgó alfombras, rasguñó las paredes hasta dibujar extraordinarios jeroglíficos con la sangre de sus dedos, arrasando con cualquier forma medianamente identifica-ble que hubiera a su alrededor. Intranquila, atacada por alucinaciones claustrofóbicas, imaginó fetos indeseados en los restos deformes que la rodeaban, desparramando los escombros en la sala, destrozándolos hasta reducirlos a moléculas infinitesimales de polvo. Solo se detuvo cuando el sol, que entró a raudales a través de los venta-nales ya sin cortinas, le permitió descubrir las laceraciones palpitantes que le cubrían manos y brazos. Se quedó in-móvil y en silencio en medio de la sala convertida en su propio círculo infernal, y no fue sino después de varios minutos que el brillo de un bisturí tirado entre despojos, le llamó la atención, convirtiéndose en el vehículo que debía tomar para huir y dejar que aquel mar de recuerdos abortados fuera devorado por cucarachas y polillas.
―Ya es tarde. Mejor los llevo a las piezas.
Flotando entre los espejismos trazados por los retazos de cada escenario que había destruido y el esplendor de los fantasmas que la vieja todavía veía en el pueblo, Sara cayó sobre el colchón podrido cuya única cubierta eran los exoesqueletos transparentes y quebradizos de los in-sectos que habían muerto esperando que el pueblo resuci-tara.
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