Un diamante para siempre. Moyra Tarling
caballos de pura sangre.
—Vaya… —respondió Kate. Recordaba que la familia era famosa por sus caballos de pura sangre.
Sabrina le apretó la mano y Kate se puso de cuclillas junto a ella.
—No van a venir, ¿verdad? —preguntó la niña.
—No, pero es porque…
—Yo sabía que no vendrían —continuó Sabrina, con una voz fría y distante, que no correspondía a la forma de hablar de una niña de cinco años—. Mi mamá me dijo que no me querían.
—¡Sabrina, eso no puede ser verdad! —dijo Kate alarmada por el comentario.
—Mamá me dijo que mi padre tampoco me quería —continuó la pequeña con amargura—. Por eso nos marchamos. Pero ahora mi madre está muerta y tengo que vivir con mi padre.
—Pero Sabrina, tu madre no pudo decir algo así sobre tu padre o tus abuelos —dijo Kate, sin saber qué decir ante los espeluznantes comentarios de la niña.
—Pero me lo dijo.
Kate no sabía qué responder. La niña que parecía tan preocupada por su padre solo momentos atrás, de pronto mostraba una extraña dureza. Kate no entendía qué había provocado aquel cambio.
—Mi padre se va a morir, como mi madre. ¡Y me quedaré sola! —hundió el rostro en el suave material de su osito de peluche y se echó a llorar.
Kate la abrazó.
—¡Cariño, no llores! —dijo suavemente—. Tú padre no va a morir. Se va a poner bien, te lo prometo.
Agarró a la pequeña en brazos.
—¿Quiere que llame a los servicios sociales? —preguntó el oficial.
Kate sabía que aquel era el procedimiento habitual en una situación como aquella. Pero también sabía que no era lo más adecuado en las circunstancias en que se encontraba la niña. Estaba sometida a una gran presión emocional, después de la reciente muerte de su madre. Las declaraciones que acababa de hacer abrían, además, una brecha adicional.
Durante aquel lejano verano en casa de los Diamond, una de las cosas que había llamado la atención de Kate era lo unidos que estaban. Había entre ellos unos cálidos lazos que los unían y, como amiga de Piper, había podido disfrutar, aunque solo fuera un poco, de ellos. Incluso llegó a pensar que la habían aceptado como parte de la familia, hasta que Marsh demostró que, en realidad, no había nada de eso.
—No, no hace falta. Ya me encargo yo de ella —le aseguró Kate, y Sabrina la agarró con más fuerza.
Kate se dio cuenta de que no era asunto suyo lo que le ocurriera a Sabrina, pero su parte humana era demasiado fuerte. Recordaba cómo se había sentido ella cuando la habían llevado a un orfanato durante unos cuantos días. Había estado rodeada de gente buena y comprensiva, pero tan temerosa de no ver a su padre otra vez, que se había sentido aterrada.
Él era lo único que tenía y había querido quedarse con él a toda costa.
—Marsh, sé razonable. No te puedo dejar ir hoy. Lo que te impide ver es una pequeña contusión, pero esta ceguera es momentánea —dijo Tom Franklin. Cerró el informe y se acercó a la cama—. Eres un médico estupendo, uno de los mejores, y estoy de acuerdo con tu diagnóstico de que es una ceguera temporal…
—Entonces, déjame marchar de aquí —dijo Marsh rápidamente, aunque sabía de antemano que no tenía ninguna opción.
—Eres realmente cabezota —dijo Tom—. Pero no puedo dejarte ir. Créeme, si la situación empeora, me vas a decir que por qué te hice caso. Tú sabes que, aunque la inflamación baje, puede que la ceguera permanezca. Te vas a tener que quedar a pasar la noche aquí. Ya veremos cómo estás mañana por la mañana.
—¡De acuerdo! —gruñó Marsh.
Respetaba y admiraba a su colega, y no estaba en situación de pelear, pues, hasta el sonido de su voz, le causaba un agudo dolor en las sienes.
—¿Aceptas? Bueno, eso es un buen principio —dijo Tom, con una leve carcajada.
—No tengo muchas más opciones, ¿verdad? —dijo Marsh, pero, de pronto, su rostro se oscureció—. ¿Y mi hija? ¿Seguro que está bien?
—Estuve en urgencias cuando os trajeron a ti y al otro conductor y no vi a tu hija. El policía habrá llamado a tus padres y seguro que estarán a punto de llegar. Pero, si quieres, puedo ir a buscarla para que te quedes más tranquilo.
—Sí, por favor. Espero que mis padres estén en casa —añadió él—. No sabían que veníamos. Quería darles una sorpresa.
—Deben de estar impacientes y ansiosos por verte. ¿Y Piper? ¿Sigue en Europa, trabajando para aquella revista?
—Sí —dijo él, pensando en su hermana pequeña, a la que no había visto desde hacía cinco años.
—Bueno, voy a ver lo que averiguo —dijo Tom—. También, voy a pedir una habitación privada arriba.
Marsh sintió la mano de su amigo en el hombro.
—Relájate y trata de no preocuparte —le recomendó.
—Eso es fácil de decir —murmuró Marsh.
Desde su oscuridad, escuchó los pasos del doctor que se encaminaban a la puerta y, luego, el vacío.
Un silencio pesado y tenebroso se cernió sobre él y sintió pánico. La oscuridad lo aprisionaba. Por primera vez, estaba tomando consciencia de que estaba ciego.
Donde hacía apenas unas horas había luz y color, de pronto, no había sino oscuridad, una oscuridad que lo devoraba y lo convertía en un prisionero.
El corazón se le aceleró, respiraba entrecortadamente, y notaba un nudo en la garganta. También sentía náuseas.
Furioso con aquella repentina debilidad de su cuerpo, se agarró con fuerza a la sábana.
Consciente de que estaba a punto de sufrir un ataque de pánico, empezó a respirar lenta y pausadamente, llenando plenamente los pulmones antes de soltar el aire.
Repitió la acción varias veces, pero, esta vez, notó que, mezclado con el olor de los antisépticos del hospital, había un segundo olor más exótico a jazmín.
La sensación lo distrajo y frunció el ceño. Aquel aroma le era vagamente familiar, pero no podía recordar por qué. Había un recuerdo lejano danzando en lo más lejano de su cabeza, pero no veía nada con claridad. Respiró una vez más, pero el aroma se había desvanecido.
Tenía que ser de una de las enfermeras, probablemente de la que había tratado de evitar que se levantara y la que lo había sujetado para que no cayera.
Sí, había sido ella. Al sujetarlo, había notado su olor a jazmín. Su tacto era suave y reconfortante.
Sin duda, la falta de vista le había aguzado el sentido del olfato.
Marsh, poco a poco, fue soltando las sábanas y esperó a que el pánico se desvaneciera.
Las imágenes del accidente se hicieron presentes.
La último que recordaba eran las luces del coche que se aproximaban hacia él en la intersección de la calle Cutter con Kincade. Iba hablando con Sabrina y contándole cómo se iban a divertir juntos en el rancho de los Diamond, con sus abuelos y su tío Spencer.
Pero la alegre llegada había dado un dramático giro y se encontraba atrapado en un mundo de tinieblas.
Nunca nada, en sus treinta y siete años de vida, lo había preparado para aquello, para un mundo en el que reinaba la oscuridad. ¿Acaso era ese el castigo por haberle dado la espalda a su hija?
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